Hoy
lo veo como la primera vez. Lo veo con la misma precisión de entonces. Lo veo
con los cachetes inflados, resoplando, colorado y con grandes gotas de sudor
salado rodándole por la barba, de la cabeza a los hombros. Lo veo cargando la
mochila a la espalda, las manos hinchadas cargando el machete y los pies
ardiendo a pesar de las botas; sufriendo el camino pero con esa sonrisa alegre
de los días buenos. Lo veo mirando el solar ancho que se abre en una loma
blanca y larga, coronada con una cresta prominente y que se mira bien desde los
llanos, el inmenso pantano, el río grande, las selvas intrincadas, los valles
remotos. Y ahí está, sudoroso, cansado pero contento del logro realizado. Se abrió
paso hasta ese rincón de la tierra, tumbando breñales y hierbajos a golpe de
machete. Nueve horas de tasajear la selva, de abrir caminos inexistentes; desde
la orilla del gran río y el llano, hasta los montes mas profundos. Lo hizo como
siempre, seguido de los tres negros silenciosos que van detrás suyo como perros
falderos. Llegando se tumbaron en el suelo echando a tierra las mochilas,
bultos y herramientas que cargaban en las acémilas jaladas con correas.
Prendieron una gran fogata, comieron con ganas pedazos de tasajo y gorditas de
maíz, bebieron de su agua con gusto y dieron de tragar y beber a los animales.
Ahí era el sitio; “seguro, ahí es…” Por turnos durmieron la primera noche hasta
que el silencio los despertó y contemplaron la magnificencia del esplendoroso
cielo negro cuajado con estrellas como tapete de pedrería.
No
bien salió el sol treparon a la cresta de la orilla norte para ver del otro
lado la caída de agua, los vallecitos que se adivinan a lo lejos, las colinas
de selva espesa tendidas allá abajo y el nacimiento del río que corre a unos
doscientos metros bajando por los caminos de chivas que después empedrarían
para poder transitarlos en época de lluvias. Luego revisaron minuciosamente
todos los rincones del llano blanco, buscando madrigueras de alimañas y
animales peligrosos. Escogieron el lugar exacto donde los escurrimientos no
molestaran en caso de lluvias, midieron a cordel sesenta pasos entre esquina y
esquina, poniendo el sol al frente del cuadrado que fueron formando en la colina.
Levantaron un toldo y el resto del día descasaron. A la mañana siguiente y en
los días y semanas que le siguieron, con bote y cal pusieron a cordel las
marcas suficientes para iniciar la construcción que se habían propuesto.
Cinco
tronco gigantes que fueron tumbados y arrastrados de la selva cercana. Cinco
enormes pedazos de leño grueso que fueron redondeados, tatemados al fuego para
endurecerlos, cortados a medidas exactas. Una odisea, en si misma, fue horadar
la piedra de la colina. Hacer los socavones de poco más de tres metros de
profundo; marros, picos, palas, cinceles y demás herramientas fueron empleadas
en tal faena; además de diez o quince cargas de TNT que en medidas no muy
grandes fueron utilizadas para penetrar, romper y redondear la roca sólida.
Cinco puntos de apoyo, donde los troncos enormes fueron enterraron en hoyos
grandes, en puntos precisos, alzándose a escasos dos metros del suelo llano
donde montaron un piso que después armaron con anchos tablones sacados de los
árboles hurtados a la selva espesa. Con plomada y nivel hicieron el piso firme,
donde montaron luego los muros sólidos de una casa espaciosa que se fundió con
los cinco troncos que encajaron en la piedra y fueron los cimientos.
Cuando
empezaron las explosiones que abrían el suelo y retumbaban a kilómetros y
kilómetros, provocando un ruido previo ensordecedor de todos los animales y un
silencio posterior que podría romperse en pedacitos de menudencia, fueron
llegando a la loma blanca gente que buscaba acomodo, trabajo y sitio donde
vivir: hombres, mujeres, niños y viejos. Antes entrar pidieron permiso y se les
dijo que sí podrían vivir ahí, siempre y cuando construyeran su villorrio en
las faldas de la loma, lejos de la casa; cosa que hicieron ganándole unos
metros a la selva, con lo cual después hizo esa gente solares, usados en su
tiempo para cultivos y ganado. Así, aquellos cuatro se beneficiaron también con
la nueva compañía, ganando mano de obra y fuerzas nuevas para continuar con su
trabajo que ya entonces levantaba el primer piso del suelo.
Con
tierra chiclosa que hallaron del otro lado de la cresta, arenisca de allá mismo
cernida y colada en mallas finas, agua y las virutas sobrantes de tablones y
troncos hicieron adobes que pusieron a secar al sol en largos tendidos; con el
adobe y una argamasa del mismo barro levantaron los muros interiores que
dividirían la estancia.
Lo
que le siguió al piso primero, fue un sólido armazón de vigas que hicieron las
veces de castillos y que a la postre servirían de apoyo a los muros. Abrieron
grandes huecos en el piso de madera y las vigas se insertaron a presión, como
clavos del mismo material, ensamblándolas como palillos en terreno firme y
similar, alzándose hacía arriba más de tres metros y medio. Posteriormente se
colocaron las trabes. Una a una, también de madera, de una pieza cada una.
Fueron horadadas las trabes en los extremos, ensamblándolas en los castillos,
con grandes clavos del mismo material que entraban en los hoyos ajustándose con
cepillos, gurbias, serrotes, tajaderos y cinceles. Una gran aritmética de
medidas, líneas, ajustes y reajustes fueron empleadas en todo el edificio que
se alzaba a pedazos como un gigantesco fantasma todavía sin carnes. En todo el
esqueleto de la casa no se emplearon empalmes que no fueran de madera, lo cual
permitiría a futuro a la construcción hincharse o contraerse, según el clima
imperante, como una sola cosa sólida y viva. El segundo piso de gruesos
tablones se alzo a tres y medio metros del primero. A la misma altura le siguió
un armado de columnas y trabes que sostendrían el ático y el techo de dos aguas
que se hizo de tejas horneadas con el mismo barro de los adobes de los muros.
La loma fue adquiriendo esa especie de factoría sólo propia de los humanos que
todo los descomponen para crear su propia armonía, su propia creación. Junto a
la construcción que se alzaba y alzaba día con día, el aserradero, más allá la
fosa y el tendido de adobes secándose al sol, el horno humeante de tejas, el
taller de alfarería que ya empezaba a formar la enorme tinaja que sería el
tinaco elevado que iría dentro del ático. Y el trajín incesante de hombres,
mujeres, niños cargando, rodando, devastando, transportando, moliendo,
golpeando como una enorme sinfonía.
Habían
terminado prácticamente el techo cuando llegaron las primeras lluvias. Columnas
de adobe habían sido resguardadas dentro de la estructura y se trabajaba en los
muros de las estancias interiores, logrando aplanados, firmes y muros
secándolos con el calor indirecto de fuego en enormes tinajas construidas con
antelación para el caso. Conocían esos sistemas y procedimientos gracias a la
abundante información que habían leído de arquitectos italianos del
renacimiento. Mientras que el cielo se desgajaba a fuera, en esa época de
diluvios, eligieron las medidas precisas del corredor que sería el vestíbulo y
el sitio donde irían las escalinatas que le darían acceso. Construyeron el
salón principal que ocupaba prácticamente la mitad de la casa, una enorme sala
en forma de herradura que tenia en la parte superior y por tres lados, enormes
pasillos a los cuales se llegaba por dos escaleras laterales. La entrada
principal fueron dos puertas siempre abiertas para quien quisiera venir. Dos
ventanales al frente y cuatro laterales que permitían ver el interior desde afuera,
dando luz natural al interior todo el tiempo.