domingo, 22 de marzo de 2009

Un sueño por realizar



Esta imagen es de Le puy en velay, en Francia.

Durante la época del medievo fue cuando se inició la peregrinación al santuario de Santiago de Compostela en España. Varios son los caminos que comunican a toda Europa con el santuario español, a esta ruta se le conoce como Jacobea y en España como el "camino francés". Casi 1,500 kilometros separan un santuario de otro, un camino que se puede hacer a pie, en bicicleta o a caballo. Lo que importa es cumplir, jornada a jornada, con un viejo anhelo humano. Siguiendo la ruta de la hospitalidad y el misticismo.

Y esa aventura deseo vivirla.



Esta imagen es de Santiago de Compostela, en España.

sábado, 21 de marzo de 2009

La nueva imagen de mi ciudad



Muchas cosas se critican de este gobierno pero desde hace meses la Secretaría de Turismo del Gobierno de Michoacán de Ocampo implementó una campaña que busca posesionar a la ciudad en la preferencia de los visitantes, que hasta antes de los desafortunados sucesos de septiembre pasado, tenía en el turismo nacional e internacional un fuerte bastión económico. Lo que había colocado a la ciudad de Morelia como el sitio sin playa más visitado de la República Mexicana. Aquí una muestra de mi ciudad, de su belleza y magnificencia.

lunes, 16 de marzo de 2009

El privilegio de los secretos y esas criaturas

Recientemente escribí unas cuantas líneas en referencia a las dos musas que habitan mi casa. Talía y Erato. Yo espero que recuerde, estimado lector hipotético, la descripción pormenorizada que de ellas hice. ¡Realmente espero que lo recuerde! Uno escribe para que el lector, aun cuando sea hipotético como el mío, recuerde... Tenga memoria de todo o al menos de una parte importante de lo que uno va construyendo a través de la palabra: de estos “chorros de voz” como diría el amigo Chava Flores o farallones de palabras, en papel y tinta china.

Pues bien, esas mujercitas. Ambas hembras extraordinarias. Han estado cuchicheando a mi oído una suerte de locuaces historias. Ambas, una y otra, a su manera. Historias entrelazadas. Cuentos por demás... lúbricos, sensuales a ratos, solemnes o plagados de mojigaterías y sal de moralina más ríspida que el cloruro de sodio que los picapedreros de las islas Marías sacaban en aquel filme donde Pedro Infante va a parar al delicioso paraíso carcelario, por un crimen -¡claro está!-, que no cometió.

Una de las últimas historias que Erato me contaba tenía que ver con un tipo de traje gris que bajaba y subía por una escalera de caracol. Escalera apretada, justa en todos sus recovecos al descarapelado muro donde estaba empotrada. La escalera, cada diez o quince peldaños, poseía un descanso. Este, a su vez, daba a una puerta diminuta de gruesa madera rústica, cerrada. Un hombre, al detenerse, golpeaba con singular empuje, denuedo, desesperación, la madera que con huecos, fofos sonidos, respondía a los golpes insistentes. Pasaban unos segundos, largos, casi eternos. El hombre hacía silencio, pegaba la cabeza a la rústica madera y escuchaba atisbando con el oído... Nada. Sólo le respondía del otro lado el silencio. Desilusionado y con paso cansino, ascendía o bajaba, cualquiera que fuera el caso, y otra vez, ante una nueva puerta cerrada, golpea… Golpea sin cesar hasta hacer silencio y tratar, ¡inútilmente! -ya lo dije-, de escuchar algo del otro lado.

¿Qué significan tantas palabras juntas? Esta construcción arquitectónica a base de palabras... ¿qué significa? No lo sé. En verdad que no lo sé. Un autor no tiene la obligación de saber todo lo que las musas le dictan. La arrogancia implícita de desnudar totalmente a sus criaturas es una mentira contundente. Siempre habrá el privilegio, al menos para ellas, de conservar algo oculto, algo privado sólo de su incumbencia: algo propio, particular... Porque aún ahí, donde aparentemente el autor conoce al dedillo la naturaleza y las intenciones de sus criaturas, ¡aún ahí! -¡insisto!-, estos seres surgidos de la nada, de los cuchicheos casi imperceptibles de la musa y el trabajo dedicado, tienen el privilegio y el autor tiene la obligación de respetarles los secretos más íntimos. Así parecería, visto desde fuera, como si las criaturas tuvieran vida propia, ¿verdad? Pues quienes intentamos construir estos farallones de palabras, esas construcciones pictóricas que la plástica permite, esas sensibles composiciones de armoniosas simetrías sonoras, esas construcciones en términos de los lenguajes descritos como artísticos... Sabemos o intuimos, claramente, que las criaturas tienen un mundo inaccesible, privado -en el sentido estricto del término-, donde la unipresencia del autor tiene que guardar silencio, el mayor respeto.

Releo este texto, pienso en otros argumentos y me abruma tanta palabra, tanto concepto, tanta filosofía desperdiciada... Desperdiciada, ¿por qué? Porque aún ahora no sé, lector hipotético, si sabes leer, si te interesa leer o sencillamente, al igual que a mis criaturas tendré que respetar el privilegio de tus silencios más íntimos. En este sentido uno quisiera a veces un lector vivo, no un "sombi de Sahuayo" que difícilmente pasa de la nota roja o el anuncio clasificado... Pero eso es quizá mucho pedir: ¿no te parece hipotético cómplice? Aunque como dijo alguna vez Freud: para decir un chiste hacen faltan tres, cuando menos. Dicho en otras palabras, para hablar del personaje hacen falta un escribidor, capaz de describirlo, un lector capaz que ponga en duda hasta los secretos más íntimos del propio autor. Y un medio para que ambos se acerquen…

Escribir para sí mismo es tan tedioso "como inútil será el quererte olvidar". Freud.. bueno el viejo psicoanalista, de esto -cuando menos-, sabía un rato del asunto. De ahí la regla de escuchar y emitir la menor cantidad de compromisos con el paciente.

Mujeres en tres tiempos:

Mujeres en tres tiempos:
Caderas abundantes, senos voluptuosos: ideas cortas.


A Yazmincita, quien a los quince ya era una verdadera contrariedad.


Ellas eran convencionales en todo. Chismorreaban en la mañana, chismorreaban al mediodía, chismorreaban al caer la noche. Gozaban de ese extraño placer que sólo las mujeres conocen, experimentan y ejercen: ese río inagotable de palabras; descripción minuciosa de todo o casi, y cualquier materia, principalmente de los hombres. Bla, bla, blá... bla, bla blá... bla, bla, bla, bla, blá. Se veían prácticamente todo el día y nunca sabían cuando hacer un silencio, bueno sí, en el instante en el que barrían con la mirada a alguien y luego se miraban cómplices, entre ellas, segundos antes de soltar una breve risilla. Una mueca. Una frase contundente. Un chubasco, un ciclón de palabras seguía curiosamente, incluso, aunque estuvieran sus bocas cerradas; parloteo silencioso, libre transmisión del pensamiento de miradas. Una catarata de palabras completas, como salvas rasgando el aire a su alrededor en silencio.

Mirarlas, era gozar de un espectáculo. Ponerse en el sitio mismo del sacrificio el martirio de la Santa Inquisición. Con las manos atadas y el rostro perplejo. La mirada de un cordero a punto de entrar en el tránsito último que lo llevará al matadero. Estar de "a pechito", como pichón próximo a ser observado hasta las entrañas. Diseccionado. Hecho añicos. Porque ese par de viejas, perdón, de chamaquillas eran como unos cirujanos plásticos: remueven todo, lo escudriñan, lo modifican; nada de lo que cayera delante de sí volvería a ser igual. Por eso nos hicimos amigos, a mí me valía verdolaga el mundo, y ellas no dejaban de hablar. Si me ponía aquellos zapatos tenis que parecían del Payaso Semillita y los pantalones bombachos de mi época del pachuco, de cholo o de bato loco, ellas hablaban y se burlaban por mi absurda vestimenta. Si comía la fruta del toper que me preparaba Petra y la empanada de atún: ellas reían burlonas de mi manera de masticar y de sorber los jugos. Si coqueteaba con alguna tal, ellas lo sabían todo, incluso, hasta que habíamos desayunado dos días antes de mi primer regateo. Ser amigos podía ser costoso pero divertido, siempre tenía su lado amable.

Nunca antes me puse a pensar en lo que nos podía separar. Simplemente, gozaba de ese artificio maravilloso que ambas desarrollaban con maestría de titanes. Su palabrería inagotable. Alguna vez, mientras estudiábamos para un examen de biología una de ellas dijo: "Encontré la razón". "¿Cuál razón?". "La que explica por qué éste, Emilio, es nuestro amigo y lo toleramos". De ahí en fuera no entendí gran cosa. Fue una explicación entre ellas a la velocidad de sus palabras, de la luz, del pensamiento… Imposible de entender. Acaso, saque en claro, que todo era una cuestión de hormonas, gestación, factores X y Y, XX, etc. Finalmente, vinieron, por primera vez sin un motivo extra, en silencio y me abrazaron entre ambas. Dirán que soy, y he sido un poco cursi y lento, pero no entendí...

Con el tiempo y los nuevos intereses, a estas mujeres las dejé de ver. He de señalar que no fueron pocas las veces, cuando me sentía solo, que las extrañaba. Pero así es la vida y ni modo. Cierto día que andaba con unos amigos pisteando, nos fuimos a meter a un tugurio que llaman disco: "El retazzo". Luces tenues, ruido fuerte, monótono: punchis, punchis, punchis, punchis… Cuerpos sudorosos moviéndose al compás del punchis, punchis, monocorde... Hasta ahí la cosa va bien. Ibamos en plan de seguir chupando y ver que caía cómo para llevar al asiento trasero del Impala gris metálico del buen Lalo Padilla. Pero, ¿cómo iba a imaginar?, cual fue mi sorpresa que una de las tantas veces que me lance a la barra en busca de una cuba de ron, a la orilla de la pista de baile, me encontré con una de ellas, de mis amigas de adolescencia. Ahí estaba, bailando sola. Moviéndose, ondulante, de un lado a otro con la cadencia monótona del punchis punchis monocorde. La reconocí de inmediato, le hablé, y ella hizo un ademán al tiempo que sonreía como si fuera un saludo: "¡¿Qué pachó?!. ¡¿Qué hongo, mi reinita?!". La respuesta no fue la que esperaba. Balbuceó algo ininteligible, le rodó una lágrima e hizo una mueca que a mí me parecieron ganas de vomitar... en efecto, tuve que volar con ella en los brazos para qué pudiera echar afuera, en uno de los oscuros callejones laterales, todo lo que se apresuraba por sacar. ¿Qué había pasado con esa mujercita que ahora estaba echando el intestino para afuera?

Mi relato bien podría terminar aquí, pero no termina aquí. Horas más tarde, mejor dicho, la tarde del otro día en mi departamento, ella estaba sentada en el sofá, envuelta en la frazada que le eché encima para protegerla del frío y de su propia cruda. Estaba ahí, despeinada, sucia, con el rostro pálido en un tono de cera fresca que hasta asustaba. No quería tomar la fruta que le había preparado. Me maldijo tres o cuatro veces antes de aceptar un poco de café sin azúcar. Y entonces, me contó la historia más loca que jamás había escuchado. Terminó la carrera pero no la ejercía, nomás por seguir chingando a sus jefecitos. Era una náufraga del océano etílico y las pastas. Una mañana se despertó en un paradero de autobuses, estaba a medio vestir, tenía la impresión de que había perdido algo más que la virginidad y se sentía con la angustia de estarse secando, propiamente dicho. Difícilmente recordaba ni reconocía a ninguno de los que estuvieron con ella, igual a medio vestir y entre las maletas de una bodeguita estrecha. Tampoco tenía idea de cuanto tiempo había pasado. Encontró un teléfono público y una moneda, pero cuando marcó a su casa, la telefonista con voz gangosa le repitió hasta el cansancio: "El teléfono que usted marcó no está en servicio, pero no es necesario que lo reporte al 050". "El teléfono que usted marcó no esta en servicio... " Se supo abandonada pero no inútil. Tomó ahí mismo la decisión de ser independiente, autosuficiente y náufraga de por vida. Le pregunté por su amiga, dijo que no la había visto en años y que, además, para qué... Que seguro era ya una mujer de hogar. Una doñita con marido que le exigiera los calcetines, el desayuno y sus deberes maritales a la hora que se le hinchara y le dieran ganas; porque así de perros son los hombres. Con unos hijos que serían unos querubines nomás de bonitos y traviesos. Que nomás de pensarlo le daban ganas de vomitar en la alfombra... Que seguramente si la viera ahora no tendría ánimos para nada, ni siquiera para hablar con ella, porque sería una mujer tradicional vencida por los caprichos de la biología y la naturaleza. "Y otra vez la biología": -me dije. Se burló maliciosa como antes, en mi cara, y me dijo: "No te esfuerces en pensar, no es lo tuyo".

Días después, se fue de mi casa. En la madrugada, llevándose mis ahorros y un par de pomos de tequis que guardaba con celo para un evento especial. No me dolió. Lo único que le reprocho es que no se hubiera despedido. ¡Ah!, de la otra. La radiografía que hiciera es exacta. La encontré hace unas cuantas semanas nomás de pura suerte. Tradicional. Señorona. Rubicunda, llena de hijos pero igual -¡que digo¡-, más habliche y comunicativa que nunca...

Morelia con chingüiñas

"Desde este campanario de piedra dura, de labrado esplendor, de orgullo inverbe, remoto, cimentado en pétrea roca. Argonauta. Desde la altura que mi ingenio te contemplo siempre Morelia; la de ahora, la de ayer, la de todos los días."


Antes de que la oscuridad se parta en la amanecida. Todavía antes de que los primeros trinos mañaneros rompan el silencio y que el bochinche del ruidazal mundano corra por las calles vallisoletanas, tocándolo todo con su desenfreno y caos. Aun antes todavía: la Morelia duerme. Entre sábanas de estrellas, arrullada por el rumor de los vientecillos frescos venidos del oriente y las campanas de sus altas torres que suenan como el tintineo esplendoroso de su corazón.

Alguien a dicho que las ciudades son como "mujeres desparramadas sobre las llanuras y los valles". Esas mismas mujeres: voluptuosas unas, secas y enjutas otras, frondosas y en vía de expansión algunas. Calladas y solitarias, plagadas de recovecos o bañadas por las brisas voluptuosas de sus marinas. Juveniles y prometedoras. También las hay mujeres todas de un aire propio, de una personalidad singular, de misterios y claridades a flor de piel. Las mujeres a las que me refiero, por supuesto, son concentraciones de mujeres y hombres -gente- que dan otro sentido a la lectura que transita por sus calles, sus plazuelas y sus foros públicos. Porque así esas "mujeres desparramadas", de tantos talantes inventados viven, en el coto dimensional de su arquitectura, y son los individuos que las habitan quienes conforman otro de los muchos elementos que se pueden aducir como parte de su personalidad, de su ser, de su representación simbólica.

Así, la Morelia a la que hago referencia: esa mujer tendida sobre el valle nombrado como de Guayangareo, acinturada por dos riachuelos y colinas no muy pronunciadas. Esa "mujer" de cantera y edificios señoriales. se levanta por las mañanas, entre el toque de la primera y segunda llamadas a la misa, en la Catedral. Se alza de su letargo nocturno para apresurarse a barrer y regar con agua fresca la acera. Se incorpora para mojar las plantas de sus macetas que atestan los pasillos interiores de sus casas. Y destapar las jaulas de los pájaros cantadores. Y se envuelve en el rebozo para irse a la santa misa y al pan que ya se dora en los hornos olorosos a levadura y manteca vegetal.

Otra Morelia, la de las zonas conurbadas, la de las colonias de la periferia. Esa que no son el Centro Histórico. Se apresura a llegar y ocupar sus lugares en los sitios del mercado informal.
Se apresura a maquillar de polvo, basura y gente las calles todavía silenciosas, pues los automovilistas apoco invaden con su ruidazal de los mil diablos, el corazón de la urbe.

Quiero hacer aquí una pausa pequeña. Las ciudades, ya lo mencioné arriba, son como personas. Como usted o como yo. Sí, y no estoy loco. La diferencia es que ellas tienen una vida más pausada, más prolongada, más enriquecida por el paso de los hombres y las mujeres que en su breve estancia de vida aportan, transforman o destruyen aquello que otros, mujeres y hombres, van haciendo o dejando de hacer. Las ciudades entonces contienen una mínima parte de nosotros y de todos aquellos que como nosotros las habitaron. De ahí la razón de que nos reconozcamos en ellas.

Hoy, nuestra ciudad, por ejemplo, transita en los primeros decenios de existencia de las ciudades. Con los traumas y las deformaciones. Valores y experiencias propias de hijos e hijas. La Morelia de hoy siente pasos. Siente que los años juveniles ya se van marchando. Siente, por otra parte, que posee la experiencia, el sosiego y la prudencia de la edad media. Pero también sabe que sus días de vejez están más cerca y por lo tanto, necesita autoafirmarse, saber que sus capacidades están ahí, a flor de piel, dispuestas para cuando las necesite. Y esa autovaloración, ese auto juzgarse, revalorarse desde la óptica del auto análisis serio es, en sí mismo, un riesgo. Porque a nadie le gusta entender lo exiguo de sus miserias.

Pero volvamos al día. A la ciudad que transita en el apresuramiento de sus escolares correlones, jugueteando con rumbo a las aulas. Volvamos a la mañana plena de ruido. A las oficinas gubernamentales, a los comercios, a los mercados públicos, a los compradores de mercancías, a las filas de automovilistas congestionando ya las vías enjutas y pavimentadas del centro. Volvamos al caos de cada día. A la marcha, al plantón, al ausentismo que se cuantifica en la población flotante de visitantes al Bosque Cuahutemoc. Volvamos al café de media mañana. Atascado de parroquianos: de lectores voraces de periódicos; de lectores del oráculo de la política local; de huidos de las oficinas burocráticas; de artistas, maestros y poetas que estiran con gracia y a las claras, el tiempo. Esa misma fauna que habrá de reconciliarse en la botana, en la bebida y en la cantina del centro social.

El mediodía nos descubre a una ciudad sumergida en el apresurado trajín del ir a casa, los recatados. O ir al compromiso de la comida de trabajo, los matados. Pero también, y esta es la norma, en el encuentro con la tostada de cueritos, el taco de moronga, de chicharrón con chile, la pata de puerco, el caldo de camarón, la botana de queso añejo, la cerveza "bien muerta" o el tequila en su respectivo caballito, sal, sangrita y limón. El mediodía es el reencuentro con los amigos de siempre, de todos los días: con el "Chino", el "Jaibo", el "Artista", el "Gallo", la "Manzanita", la "Güera", el "Beto", el "Negro", el "Compa"... Con esa banda de fantasía que atiende con destreza, presteza y exigencia el más mínima deseo de la clientela. Y es que no se trata de ponerse burro -eso nomás el escluincle aprendiz-, el trago social, el encuentro negociado y negociable: la botana, la cerveza, el mezcalito o el tequila para salir a casa después, a comer con la familia.

Las tardes de Morelia son el mismo encuentro de siempre. La lenta movilización y el vértigo del trajín de la urbe que trata de romper con las cadenas impuestas por la monotonía. Si el día despierta a la ciudad con el canto metálico de sus campanas, la media tarde nos anuncia con el claxón desaforado el pantano de la noche, de las brisas frías del poniente, de los vientos, del sueño, del ensueño cachondoso entrepiernado...

jueves, 5 de marzo de 2009

Una extraordinaria tarde de febrero de 2009


Plaza de Armas, frente al portal Galeana.


Plaza de Armas, con una perspectiva de la Catedral.


Templo de San Agustín.


Plazuela de Carrillo.


Mis buenos amigos Sandra y Héctor Daniel me hicieron llegar estas fotografías de una extraordinaria granizada que se abatió sobre la ciudad de Morelia, durante la segunda quincena del mes de febrero pasado. Como se ve, fue un hecho realmente sorprendente, seguramente debido al calentamiento global.. En los cincuenta años de vida que tengo viviendo aquí en Morelia, he visto y padecido tormentas, chubascos, trombas, aguaceros donde parece que el cielo se cae a pedazos pero nunca me había tocado observar un fenómeno de tales dimensiones y en tan extensa zona de la ciudad.
Quede aquí como una advertencia que la naturaleza nos hace continuamente.