martes, 29 de diciembre de 2009

Otro fragmento del libro que actualmente casi termino.

El efecto que sobre las creencias religiosas tuvieron la divulgación y conocimiento de los descubrimientos científicos del siglo XVIII fue considerable en tanto las minorías ilustradas de cada nación, pero es anacrónico hablar de un conflicto: ciencia versus religión. Como resultado inmediato de la divulgación amplia de los hallazgos newtonianos, el universo físico pareció reflejar más claramente y de manera prístina el poder y perfección de Dios. En general, los científicos fueron creyentes religiosos, no debemos olvidar las líneas de formación de donde procedían; seminarios, universidades normalmente bajo el cuidado de órdenes religiosas. Por ejemplo, ya el estudio de los fósiles estaba empezando a demostrar que los relatos bíblicos de la historia del mundo eran sospechosos e insostenibles; pero hasta ese momento lo anterior apenas había empezado a debilitar la fe general en la conciliación de ciencia y ortodoxia religiosa.

Los ataques a que estaban siendo sometidas las formas más tradicionales de la religión provenían de otras fuentes distintas a las ciencias físicas. El más importante de estos fue el desarrollo de un cristianismo textual e histórico de la Biblia, o por lo menos, del Antiguo Testamento. En este sentido, la critica subrayaba las contradicciones internas de la Biblia como narración histórica y, por consiguiente, socavaba cada vez más la idea de su infalibilidad y juicio de autenticidad. La seriedad de dichos ataques críticos se puede observar en la fuerza de la reacción que produjeron en los fieles la obra más famosa de esa clase, atribuida a Richard Simon: Historie critique du Vienux Testament, publicada en 1678. Y que en las dos décadas siguientes provocó acidas reacciones opositoras. Desde la época de Luís XIV el conocimiento que sobre la cultura china y Confucio, por ejemplo, provocó crecientes dudas sobre la suposición tradicional de que la creencia cristiana era la única base de una conducta virtuosa. Si un practicante del confucionismo, del brahamanismo o un indígena piel roja de las llanuras americanas podía conducirse con tanta dignidad, moralidad y respeto en su vida cotidiana como un europeo cristiano: ¿Sería que, después de todo, la verdad y la salvación no eran el monopolio de una Iglesia o de un sistema dogmático? Así que el conocimiento del mundo exterior -fuera de las fronteras europeas-, y las comparaciones que de ello se empezaron a derivar, fomentó en la mayoría de las naciones europeas una postura más tolerante y liberal en asuntos religiosos. En gran medida la fuente principal fueron las ideas de la religión natural y del deísmo que atrajo a muchos de los miembros de la clase ilustrada de los diversos países, sobresaliendo entre todos Voltaire y su desbordada pluma. La religión natural debió por supuesto mucho al desarrollo de la física y la astronomía. La nueva fisonomía que dio del mundo ayudó en parte a debilitar esa imagen de un Dios todopoderoso: padre celoso, castigador y vengativo, aunque generoso, preocupado por la conducta de su creación. Y la visión romántica general que se reprodujo fue la de una fuente inagotable de simetría y de regulación perfecta que dominaba el universo, como un relojero cósmico que supervisaba los trabajos de la maquina que había construido. Aunque ahora más que nunca parecía estar alejado de las inquietudes, vicisitudes y alegrías humanas. En este mismo sentido, se argumentó que todos los hombres poseían ideas religiosas innatas: Dios existía, dado que la virtud sería premiada y el mal castigado en alguna vida futura, y que existían ciertas leyes fundamentales que el hombre debe obedecer y no alterar en las relaciones con sus semejantes. La obediencia de estas ideas y la reverencia a Dios que continuamente se manifestaba por medio del funcionamiento del universo físico, era todo lo que se necesitaba para una creencia y una conducta correcta y, por consiguiente, para la salvación del alma incorrupta. En ese mismo tenor el ceremonial religioso, las complejidades litúrgicas, y las inútiles e incluso las destructivas sutilezas de la teología académica, eran meras corrupciones de la verdadera religión de la naturaleza. Sólo la intolerancia y el propio interés de los clérigos –al fin hombres-, acompañado de la ignorancia y sumisión del hombre común, explicaban su continuada existencia. Las virtudes cotidianas y la moralidad del hombre sencillo, y no el misticismo y el dogma, eran la verdadera esencia de la religión. Se debería resistir cualquier cosa que tendiera a complicar y a oscurecer su esencial sencillez y, por lo mismo, a separar a los hombres entre sí.

Esa actitud encontró, por supuesto, apoyo entre los legos desencantados de las actitudes religiosas tradicionales imperantes y, por supuesto, afectó el pensamiento dentro de las Iglesias establecidas. Tuvo gran influencia sobre la Iglesia luterana de Alemania y Prusia, donde la enseñanza de la teología en las universidades, sobre todo en Halle, se transformó en una enseñanza racionalista. Esto ayudó a que un aliento de tolerancia religiosa se extendiera sobre Europa durante el siglo XVIII, principalmente manifestada en las últimas décadas del siglo. Por ejemplo, la francmasonería con su vago anhelo de razón y virtud, y con su implícita hostilidad hacía muchos aspectos de las religiones organizadas y de las Iglesias establecidas, se difundiera rápidamente en Europa y pronto
pasara a las colonias americanas, a pesar de las continuas condenaciones papales de 1738 y 1751. Debemos insistir sin embargo, que las tendencias liberales y los conocimientos que se describen de manera breve y esquemática, eran limitados en sus alcances. En todas partes estaban restringidas a las minorías educadas. En esa misma insistencia otro ejemplo: en Francia que era bebedero de la Ilustración, la tolerancia religiosa progresó con suma dificultad y la corriente conocida como jansenismo, la cual había surgido en el siglo XVII como un movimiento religioso entre los sabios, y que teológicamente atribuye al destino preponderancia sobre el libre albedrío en el comportamiento humano –y que en los últimos años del reinado de Luís XIV se había abierto relativamente al pueblo común-, sufrió severas persecuciones. Así pues, para el hombre común de todas partes, tolerancia, religión natural y deísmo eran cosas extrañas y motivo de desconfianza.

La superstición y creencias extrañas a la misma Iglesia oficial eran el caldero donde las personas comunes, de ningún nivel educativo –y que eran los más de la población-, vivían y respiraban en el apego a ritos y ceremonias que no siempre buscaban edificar almas y espíritus, sino satisfacer las debilidades inmediatas de hombres enfundados en hábitos de clérigos que bajo el cincel de la ideología no siempre tenían los ojos puestos en los confines del cielo, sino en las debilidades de la carne propia y de su feligresía. De hecho en Portugal y España, las clases altas de la sociedad se imponían el yugo a las ideas tradicionales católicas a ultranza. En esos términos, las ideas reformistas sobre asuntos de religión, fueron rechazadas de forma sistemática y contundente. Todavía en 1781, como demostración de esta fe la Santa Inquisición ardió a un hombre en la hoguera. La sociedad española, en todas las escalas, fue reacia y hostil a la sola idea de cualquier cambio en los aspectos religiosos. Y lo fue aún más en Portugal, donde en la década de 1760 se calculaba que un diez por ciento de la población estaba conformada por monjas, monjes y sacerdotes.

Sin embargo, las nuevas ideas ilustradas del siglo en los círculos de poder donde monarcas y sus ministros se inspiraban propiciaron que los privilegios, hasta ahora ilimitados en muchos casos de la Iglesia católica, fueran acotados de manera considerable. Y aún fueron más adelante al recortar significativamente el poder del papado en sus reinos. La demostración más evidente de la debilidad papal y de la hostilidad de los poderes monárquicos en la Europa católica fue la supresión de los jesuitas. La extremada ambición, riqueza y papismo de la Compañía de Jesús le acarreó un considerable resentimiento, recelo y envidia de monarcas y gobiernos. Y de un solo tajo, sin enmendaduras, la hostilidad acumulada durante dos siglos se expresó en la expulsión de estos de Portugal en 1756, de Francia en 1764, de España, Parma y las dos Sicilias en 1767. Y del documento de 1773 conocido como Dominus ac Redemptor Noster, donde el papa Clemente XIV bajo la presión de los monarcas disolvió de un plumazo el bastión del papismo, al espíritu de la contra reforma. La disolución de la Compañía de Jesús, muchas veces realizada con abusos y brutalidad innecesarias, fue un indicativo inequívoco de la creciente negativa de los príncipes católicos a tolerar por más tiempo los derechos clericales que les resultaban inconvenientes o amenazantes a su poder. Solo el estallido social de la Revolución francesa y sus consecuencias inesperadas, pudo debilitar esta actitud y establecer nuevamente que la Iglesia católica fuera el bastión del status quo.

"El sueño del progreso en el Siglo de las Luces español llegó a su fin cuando los reyes franceses perdieron sus cabezas y los reyes españoles, decidieron no perder las suyas, regresaron a la práctica del absolutismo ultraconservador."


Cita tomada de:
Carlos Fuentes. El espejo enterrado. Reflexiones sobre España y América latina. Fondo de Cultura Económica. México. 2008.

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