jueves, 25 de febrero de 2010
FIIIIIIIIUUUUU terminé el libro
He aquí las dos últimas páginas de mi texto: Sobre los escenarios de la Independencia. Hidalgo: Quixote de nuevo cuño.
En estas páginas hemos tratado de replantearnos una visión, a ratos laberíntica y densa, de un proceso cotidiano de identificación y reconocimiento social al tiempo que replanteamos el papel del teatro en la vida cotidiana de la Nueva España. Desde una perspectiva amplia, no hay teoría del teatro si no está enteramente fundada en la praxis y si a su vez, ésta, rechaza las observaciones de los escritores, directores, creativos y actores que se desempeñan en él. No creo, como otros muchos, que halla manera de ver al teatro sin estar dentro del teatro. Mirar al teatro desde el teatro es la exigencia del teatro mismo. En descargo abría que señalar que muchas veces, las más, el teatro se desarrolla bajo los cuidados de personas que hacen una suerte de malabar o prestidigitación, donde el espectáculo cumple su función primaria de herramienta comunicante entre los individuos que interactúan: unos sobre el escenario y otros jugando su papel de espectadores. Cosa que en nuestro país testificamos a cada rato, esa suerte de proceso imbricado entre la inconciente práctica y el resultado de una notoriedad insufrible. Y ni siquiera eso ha provocado que el espectáculo se transforme en un ente deplorable, porque a cada rato también, surgen en cualquier lugar experiencias y experimentos que salvan y enaltecen el juego edificante y su justificación en el gusto colectivo.
Tal como hemos tratado de señalar a lo largo y ancho de estas páginas, la sola idea de que fueron extraordinarios y excepcionales los hábitos de un cura habitante de un curato arrinconado en las inmediaciones de la Nueva España, a finales del llamado Siglo de las luces, no es un evento fuera de lugar. El personaje de Miguel Hidalgo y Costilla de suyo, ya tiene tintes de excepción, en sus cualidades intelectuales. Imperaba sin embargo, en el estado mismo de las cosas cotidianas de su entorno, como imperó e impera desde el origen de la sociedad humana, un gusto, una tradición, un objetivo en la realización del espectáculo teatral siempre cambiante. El que no participes por desconocimiento, no significa que no suceda o esté sucediendo ahora mismo.
Para los hombres de la Ilustración –Hidalgo era uno de ellos-, el teatro, participó como una estrategia educativa eficaz en busca de domesticar a la sociedad. Sobre el tablado se dirimían, como se han dirimido permanentemente, los intereses que estimulan la imaginación de la sociedad. Es cierto también que muchos son los llamados, más pocos son los verdaderamente oficiantes. Hidalgo, al parecer según las evidencias, oficio sobre los tablados de su tertulia lo mismo que sobre el púlpito de su curato.
Desde el primer momento que el representador de dramas litúrgicos saltó fuera de los límites del atrio de las iglesias, durante la Edad Media, y se aventuró guardando el drama de santos para trocarlo por farsas, títeres, malabares, bailecillos y música, que le permitieron mejores medios de subsistencia. Y el público congregado entorno suyo pagó sus buenos oficios. El teatro regresó a uno de sus orígenes, sin la necesidad de que el otro –el espectador- poseyera o no los dotes de los doctos. La comunicación se generaba en diversos planos. Cuando el maestre de clerecía medieval comprendió la eficacia de este discurso, reunió fuerzas, estrategias y medios para seducirlo, acotarlo y emplear sus servicios. Por supuesto, aprendió también en el camino los artilugios de un arte capaz de internarse en los misterios de la muerte en los atisbos de la vida. No sin reticencias, ambas partes, aceptaron la complicidad y el maridaje. El Estado se lo tomo con cierta cautela pero se afirmó en la certeza innegable de las lucrativas utilidades que su administración, multas y censuras producía. En contrapartida, el maestre de juglaría, aprendió desde su poesis, a burlar y burlarse, del yugo…
Tres mil años antecedían al momento en que las culturas originales mesoamericanas y occidentales encabezadas por las huestes de Cortés colisionaran. Y a pesar del cataclismo originado, la sociedad sobreviviente guardó muy a despecho los ingredientes mínimos que le unían con las antiguas deidades y sus ritos solares. Le sucedieron tres largos siglos de trasplante y adopción de nuevas ideas, de maridaje de sangres y de un teatro occidental, que lenta, pero inexorable como las castas, fue seducido y decantado por el sincretismo en las particularidades de esas esencias. Deprimidos y sumisos, dejados e indiferentes al sometimiento, es la imagen de la colonia novohispana que la dictadura del pensamiento ha querido vender a cada trecho. Toda venda cae por sí misma en la evidencia del sincretismo palpable en las fiestas celebradas a la morenita del Tepeyac. En la indudable degustación de los alimentos. O en la actualidad, en las celebraciones al culto de la Santa Muerte.
Hemos visto que no hubo nada relevante que no estuviera coronado en los confines del reino español, como esas apetecibles cerezas del pastel, sin la representación de las comedias. No tiene explicación posible un Siglo de Oro español, sin la presencia del maestre poeta que se gana organizadamente la vida sobre los tablados, construidos a propósito. Ni distancia ni limitaciones, ni arengas y mandatos en su contra, impidieron el goce y disfrute de las artes de Talía. Y en brazos de la Ilustración y el Neoclásico el teatro retomó nuevos bríos.
Hidalgo, es un hombre de su tiempo. Un ilustrado. Un criollo de nuevo cuño que abrasa la razón como medio eficaz para alcanzar la felicidad. Un tipo que vive a plenitud las ventajas de su condición humana en un continente donde las grandes mayorías son analfabetas, y por lo mismo, gozan de un estamento señaladamente marginal. Rodeado como lo está, antes y después del teatro: cuanta solemnidad y mármol no se vendría abajo con sólo enunciar que nuestra historia fue forjada por Cómicos de la Legua; obvio es que se servirá de él como herramienta para comunicarse, como sus antecesores, en el atrio y en el plaza pública.
A Hidalgo, el dramatismo de la teatralidad le sigue. Le abrasa. Lo ciñe. Lo planta frente al presente en la imagen mil veces construida a lo largo de casi ya doscientos años por la historia de bronce. Vital, enjundioso, a grandes zancadas llevando delante la tilma de Juan Diego ceñida en el estandarte. Es el alarido imaginado y respetuoso de la horda que se une a su arenga. Esa imagen de suyo ya es por sí misma teatral. Es la montura y el desplante de la carrera en pos de la eternidad que arropa a los héroes, pero que en este caso, ha sido convocada desde el conocimiento mismo de la praxis de su liturgia. El Teatro.
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