En aquella mañana, a penas despuntando el alba, Labrocha se
frotó enérgico los brazos, el tronco, el sexo, las piernas y los tobillos sin
salir de la sábana. Corrió la cobija y le tapo las piernas turgentes para que
no se enfriara. Se lavó la cara y enjuagó la boca con un gran buche. Se puso el
pantalón, camiseta, suéter y unos desvencijados tenis de aspecto famélico que
para el caso resultaban ideales. La beso en la boca y tomó la correa. Aguantó a
pie firme el embate de las expresiones de contento y alegría del cachorro que
de la noche anterior a la amanecida estaba más fuerte, más crecido y vigoroso.
Fue al portón y salió al sendero, no sin marcarle “sentado”
antes de abrir la puerta y dar la salida. El can apaciguó su ansia, se quedo
quieto y espero la señal convenida: y salió volando, agitando con el viento las
orejas y paseando de lado a lado el rabo como banderola desplegada en fragata
beligerante: “¡Todo a babor! ¡Todos a cubierta! ¡Todo a estribor!” Labrocha
cerró el portón, miró a izquierda y derecha curioso antes de iniciar la
caminata matutina. Subió la cuesta seguido, alcanzado y rebasado por el cachorro
que de trecho en trecho esperaba vigilante al andarín de paso monótono.
Llegaron al bosquecito y el can hizo sus tradicionales tres
paradas de rigor, las revolcadas en la tierra suelta y húmeda de la brisa
matinal, las olisqueadas en los lugares comunes y los apapachos vigorosos al
andarín que sentado en una roca trataba de escribir los versos consistentes,
sustantivos y amorosos que le leería a ella al compás de la cuchara
parsimoniosa en la taza de café. A sus pies el perro esperó la resolución del
dilema. Él quedo satisfecho tras largos instantes de deliberar. Compartió con
el bicho un trozo de carne seca que saco del bolso de cuero que pendía de una
correa pasada por su hombro, luego de unos momentos echaron a caminar,
siguiendo el rumbo marcado por una línea imaginaria a través de las grandes
rocas de piel de obsidiana tiradas al vuelo sobre esos lomeríos salpicados de
amplias arboledas.
Ya el sol acariciaba con los largos tentáculos las puntas de
los árboles tupidos. Ya la naturaleza se agitaba en sus cantos melódicos y sus
ritmos diarios. Llegaron al claro que marcaba el ascenso a la troje ubicada en
la loma larga de aquel caserío donde esperaba el café, el desayuno humeante y
ella. De súbito el can silencioso se paro de golpe. Labrocha apercibido sin
dejar sus interiores pensamientos le miró los ojos, puesta la mirada en algún
punto ahora indescifrable pero signo inequívoco de advertencia. Recorrió, como
quien sigue una línea punteada paso a paso, la distancia visual del can
avanzando de su origen al sitio de termino. Ahí estaba, dibujando su silueta en
los recortes florales escasos de los troncos añosos que como emblemáticos
batallones de infantes salidos de una contienda esperan la carga del rival.
Blonda cola erguida, puntiagudo hocico, orejas paradas y esbelta figurilla
atlética. Un zorro. Un caza gallinas. Un engaña canes más diestros. Una
aparición rojiza en un fondo de todas las coloraturas del verde pensables e
impensables. Una ráfaga que no miraba nada y al tiempo atisba todo; nada escapa,
nada se pierde.
Duró la aparición diez o escasos quince segundos, una
eternidad dentro de la brevedad de la eternidad y el suspiro acaso. E igual de
súbito desapareció, dando dos o tres saltitos ágiles, todo volvió a la normalidad. Supo Labrocha que todo fue
cierto porque por una fracción impensable, eterna y breve, el ritmo de las
cosas en el bosque se detuvo, paró, cesó.
El can miró nuevamente en presente, observó la cara de
perplejidad de su dueño, y cómplice caminó dando ladridos subiendo la cuesta a
la troje.
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