“Cartagena de Indias” le llamaron los españoles. Aunque Pedro de Heredia al fundarla en 1533 le llamara San Sebastián de Calamar, ubicándola en la costa norte de Mar Caribe colombiano y con el pasar del tiempo el puerto tomó el nombre actual, convirtiéndose después, en la capital del departamento de Bolívar.
Los españoles le llamaron Cartagena de Indias para
diferenciarla de “Cartagena de Levante” que los cartagineses en sus guerras
púnicas con los romanos fundaron en la costa ibérica de Murcia.
En tiempos de la colonia española con el puerto colombiano,
Portobello y Veracruz, formaron el trampolín de lanzamientos de grandes
fortunas en lingotes y especies que nutrían las arcas de los países europeos:
ya de manera legitima, gracias a los buques españoles y ordenanzas de la
Corona, o de forma mañosa, gracias al contrabando, saqueos, abordajes y rapiñas
navales piratas. Constancia de esa forja calamitosa, se conservan parte de la
fortificación amurallada, los castillos de San Felipe y San Fernando, los
fuertes de San Lorenzo y Pastelillo, el Convento de la Popa, el Palacio de la
Inquisición.
Me gusta este Emilio nuevo, el que camina por las
callejuelas y los recovecos respirando los yodos ácidos y salobres de este mar
caribe tantas veces transitado por buques, galeones y fragatas de todos los
calados y naciones. Me gusta este Emilio a mitad del tercer lustro del milenio
nuevo: sin adicciones, sin grandes tempestades humanitarias a cuestas, sin
amistades oscuras; sin tablas, credos, misterios; tres quintos en la
faldriquera, un libro de viajes, una matraca arrítmica en el pecho, unos huesos
carcomidos, una pluma y la respectiva barra de tinta china. Me encanta el
Emilio, por escalinatas que suben y bajan en barriadas coloridas, cual juego de
serpientes y escaleras.
También me seduce esta batalla momentánea con el “cartañol”
pegajoso, grosero, picante, hilarante… A ratos, inexpugnable en esa jerga
caribeña sin traducción pero que igual embarra, estruja, conmueve y logra articular
un discurso de salves y quien vives trepidantes, gozosos, mareantes. Estoy en
el vórtice de otro hito del gran castellano. Parado, haciendo equilibrio.
Articulando alguna parte que no busca ser “el manito”, la jerga hibrida e
histórica del cine mexicano de los años cuarenta y cincuenta que en estas
latitudes adquirió naturalidad y etiqueta, o el intragable lenguaje dizque
mexica de Viruta y Capulina, achacable en su totalidad al Chespiro del Chavo,
el Chapulín, el Botija… Me disculpo, busco urgente una letrina para vomitar a
mis anchas.
Una arepa de huevo para abrir. Sancocho de sábalo, arroz con
coco, plátano freído. Dos cervezas Aguila y un ron oscuro. El café es
innegociable. Siguiendo con la escritura de la opípara comilona me preguntarán:
¿qué es una arepa de huevo? El platillo es muy simple si tenemos gusto por la
cocina y sus secretos: una gordita de masa de maíz freída, doblemente freída,
porque la fritura lleva un huevo o doblemente azada si esa es la forma del
cocimiento. Freída una vez para que la masa cruda adquiera la forma de una
gordita consistente, partida por mitad donde se inserta un huevo crudo que
habrá de freírse en un segundo paso, antes de consumirlo.
Casi tres millones de personas se disputan un trozo de
Cartagena. La diversidad cultural de las razas se mira a simple vista en la
fisonomía de los habitantes: rasgos indígenas caribeños, europeos, africanos
costeros mediterráneos, mulatos y mulatas que guardan las características y
rasgos de un pasado esclavista no tan distante, donde el puerto fungió de paso
obligado. Subyace sin embargo, un hilo invisible, homogéneo, perceptible que se
mezcla y une las cosas en los bundes, fandangos y cumbiambas donde el tambor,
las gaitas y demás instrumentos recuerdan un antiquísimo crisol donde se baten
a fuego lento culturas tan diversas como sólidas melazas albaricoqueadas.
Esta mexicanidad se pone a prueba, como diría un sabio
vallisoletano, no soy humilde. Veo desde un balcón el puerto en la amanecida y
pienso en la contaminación de centurias. Escribo dos o tres líneas tratando de
hallar un poco de esencia, de ambrosía, de polvo de musas en estos garabatos.
Nada… Se tragan mis sentidos en el paisaje, la temperatura, la melodía lejana
de la bachata. la flaquita morocha que sin disgusto de desviste frente a la
ventana abierta… Nada… Cartagena de Indias le llamaron los españoles.
2.
“Cuando pases por Medellín me saludas a Pablo Escobar”.
Abordamos el bus en la tarde noche. Mochilas en el maletero,
itacate surtido, suculento, agua embotellada, un termo inflado de “tintito”
para consumir a sorbos cortos y lo mínimo en el bolso de viaje personal
(documentos, diario, pluma y dinero). El trayecto a Medellín es de poco más de
doce horas a riñón, monotonía y dormir a ratos mientras el paisaje de playas y
marisma tropicales del Caribe cambia a los altiplanos de la montaña, llegando a
la “ciudad de la eterna primavera” colombiana con el día.
“Terminal del norte”: desorientación, carreras, bullicio,
bullanga y una llovizna pausada que da la bienvenida a los viajeros. Corto
trecho desentumeciendo las piernas y el metro plus en la “Estación caribe”.
“Villa de nuestra señora de la Candelaria de Medellín” fue
el nombre que le dieron en 1616 cuando los españoles la fundaron en lo que se
llamó antiguamente, en épocas
precolombinas, el Valle de Aburrá. Igual que en el caso de Cartagena, el
nombre de Medellín, fue tomado de otra ciudad existente desde el año 75 a. C.
en la península Ibérica llamada Metellinum y que actualmente se conoce como
Medellín de Extremadura, en la provincia de Badajoz. La actual Medellín en
Antioquia Colombia, muestra su mejor sonrisa tras un hermoso arcoiris que pone
límite al chubasco y deja resbalosas las calles.
Decidimos mi flaquita morocha y un servidor ser náufragos en
una cuidad tan basta, tan cálida, tan soberbiamente amiga, Viajeros sin timón
ni vela, cáscaras de nuez en mitad de las marejadas sensuales más abrumadoras
por su calidez, la largueza de su emotividad hospitalaria, la constancia de su
desapego, de su franqueza sin coto. Medellín abruma con su sinceridad, su
lozana presencia franca, su multiculturalidad resalta en cada arista y conmueve
en su marejada de costumbrismos: en su castellaño que atrapa en red de granos
de café, aguardiente, canela y coco.
Pablo Escobar fue el coco de muchos, el villano favorito de
los pasquines, el enemigo de las virtudes, la reencarnación del mal vivito y
coleando. Mientras que para otros en estas latitudes, muchos otros la
reencarnación del benefactor, el mecenas bien amado, el “Robin Hood”
latinoamérica moderno, arquetipo de héroe y forajido sanguinario que enfrentó
al sistema e inundó de “polvo blanco” las narices de los norteamericanos
ávidos, insaciables, glotones, ricos… Difícil resulta no treparse al tabique de
la moralina. Más todavía sabiendo de los 26 mil muertos de su guerra contra el
Estado colombiano… ¿Pero cuál la posición ante los 70 mil cercanos sepulcros
del sexenio de Calderón?
Imposible en Antioquia substraerse a una “bandeja paisa”: fríjoles, arroz, plátano, chorizo, carne, huevos,
aguacate y arepa. Imposible substraerse a un “tinto”, a un “guarapo”. Pero aún
más imposible substraerse a un trato, a un negocio, a un trueque de algo, de lo
que sea, con antioqueños siempre deseosos y dispuestos a realizar un regateo, una
escaramuza verbal que tiene como objeto un negocio, un arreglo, un trato.
Los monumentos de Botero están por toda Colombia tumbados,
sentados, de pie. Sus rubicundas presencias invaden el paisaje urbano con el
desparpajo celebrante de la dicha, la vida, la alegría y ese airecillo de
sensualidad morbosa. Imposible escapar a su presencia física, magnificencia,
magnetismo. Es como la sutil presencia de Macondo que todo lo impregna, lame,
embadurna, empolva y carcome transgrediendo la mágica presencia de la realidad
que invita a suponer que en cualquier esquina nos podemos encontrar con
“Remedios la bella” o tal vez, uno de los muchos Buendía, deambulando por éstas
comarcas y rincones. Me afano a describir al detalle lo ante dicho en la
libreta de viaje, a tres mesas de la mía, disfrutando un tintito el Coronel
Buendía espera una carta que nadie enviará…
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