lunes, 9 de febrero de 2009

La ciudad perdida (crónica).

Desde su fundación la hoy Patrimonio de la Humanidad, llamada por su nombre de pila Valladolid y posteriormente nombrada como Morelia, en memoria perenne y viva de uno de sus hijos más celebrados. Fue y es un centro de paseo y solaz. Un espacio digno para la aristocracia, para el saber y la contemplación. Un centro alejado de las vías tradicionales de comercio que lo erigieron en un espacio exótico, de clima agradable y siempre dispuesto al recato, a la oración y al descanso. La ciudad en su eminente vocación de monja forzada ha vivido episodios de lustre extraordinario. Poblada en sus inicios de curas y seglares, de aristócratas y lacayos, estudiantes y trabajadores provenientes de las muchas haciendas que rodeaban el casco de la ciudad.

Valladolid fue un centro urbano próspero acosado por las pestes recurrentes que significó sin embargo muchas cosas en los años de la Colonia. Después en el siglo XIX, durante los años devoradores de la Independencia sufrió cargando a cuestas el estigma de procrear en sus aulas a los feroces pensadores de la conspiración y revuelta, a los puños alzados de la deshonra. Durante los breves momentos del Primer Imperio pareció recobrar sus antiguos vuelos pero fue tan breve el intento que poco se noto. Dio tumbos durante la guerra de los Tres Años por su acentuado sentido religioso. La Reforma fue un vasto llano de penurias y calamidades debido a los recalcitrantes dos endemoniados campos en disputa. La suerte no cambio tanto durante el imperio de Maximiliano que dio su mejor esfuerzo en la mejora de la raza en un buen número de las familias vallisoletanas. La etapa de la República Restaurada trajo descanso y mejoras a la población que revivió sus mejores días en los días de la dictadura del general Díaz.

El siglo XX inauguró otro tipo de relación en la población con el advenimiento de la Revolución Mexicana que si bien no tocó la ciudad de una manera directa, como a otras muchas poblaciones ubicadas sobre las vías comerciales tradicionales del país, si la transformó sustancialmente al permitir la creación del maximato más duradero de la nación durante su larga historia de casi dos siglos, el cacicazgo de la familia Cárdenas del Río en Michoacán y en México.

Sin embargo, más allá de este conocimiento general. Todas las urbes del mundo poseen micro urbes destinadas al trasiego humano que no necesariamente son los espacios más reconfortantes, recomendables y luminosos de su existencia. Sitios reservados a la bullanga, ajenos a la melancolía y al recato extremos. Lugares donde la comedia y la tragedia se codean. Lugares por demás cargados del ordinario transito humano: sudores, triquiñuelas, meritos extraordinarios y cinismos extremos. Toda urbe, en su propia entraña, posee otros microcosmos ajenos a los próceres y muy por lo contrario, cercanos a los infiernos más pedestres de la existencia humana.

Entre las calles hoy conocidas por su nombre actual: Manuel Muñiz, Quintana Roo, Nicolás Bravo y Zamora -que ya era el río-. En el sector Independencia se ubicó por décadas la llamada “ciudad perdida”. Quienes la conocieron dicen que era su propietario un señor de nombre Trinidad Avilés, quien normalmente vestía de traje y corbata, y se hacía acompañar de unas mujeres vestidas de negro y con aspecto de monjas. Esta vecindad estaba ubicada a unos cuantos pasos de la zona de tolerancia en la calle Ocampo, y del mercado de Carrillo, donde mis abuelos maternos tenía un puesto de fruta.

La ciudad en ese sector estaba normalmente llena de camiones y mulas de carga. Vendedores y marchantes. Músicos y parranderos. Por el mismo rumbo estaban varios paraderos de camiones “guajoloteros” que traían a las gentes de las rancherías y pueblos cercanos. Aquello a más de una nutrida población de puestos de comida que a toda hora emanaban olores a fritanga. También pululaban las cantinitas con botana de cueritos y tacos de moronga que salvaban a los náufragos de las resacas abismales. Mi tío abuelo, sobre la calle de Manuel Muñiz, tenía una tenería donde se curtían las pieles que posteriormente serían huaraches y sillas de montar.

En la calle Ocampo, en el centro de la zona roja, reinaba el “Mari´s” con sus muchachas de clase, costo alto y sus cuartitos amueblados en la planta alta, luego de transitar por la escalera de caracol que dejaba ampliamente a la vista quien subía y quien bajaba satisfecho. El “Adriana” con su mármol y sus candiles de cristal. También el “Gato Negro” con la música tropical y sus gordas bien rollizas que hacían bailes voluptuosos a la clientela brava que se juntaba todas las noches: sardos, judiciales y rufianes. Y por supuesto, en toda calle que se precie de non santa no podía faltar el “Penjamo”, lugar de liberación dedicado a la masculinidad capitaneado por el “Josechu” y su inseparable Juan Manuel “la Petacas”. El “Cristalito” era un bellísimo mozalbete que vestido se afanaba en satisfacer los apetitos de la clientela que lo buscaba en la casa de Marisela.

Los primeros cuartitos de la “ciudad perdida” se fincaron sobre la calle de Manuel Muñiz. Eran simples habitaciones con techo de teja. Baños comunitarios y lavaderos que colindaban con la barda de la casa de mis abuelos. La siguiente parte la construyeron sobre la calle de Nicolás Bravo. Y de esa manera, según recuerdan todavía vecinos, duro muchos años. En el centro de esa geografía había una milpa y unas hortalizas que cultivaba un señor de nombre José. En las mañanas una mujer de nombre que nadie supo recordar, dicen, le decía a voz en cuello: “don José, ¿cómo amaneció? –Y de inmediato le cantaba con sobrada coquetería-: “¡Quiero besarlo en la boca!”. Canción de moda en los años cincuenta, que por supuesto ruborizaba al susodicho y arrancaba risitas insolentes a las otras mujeres que a esa hora lavaban o bañaban a los escuincles en los lavaderos. Mucha de esa producción que don José sacaba de las hortalizas, iba a parar a las mesas de los morelianos que se surtían en los mercados de Carrillo y el Santo Niño, este último ubicado cuadras arriba sobre la calle de Nicolás Bravo. Con el pasar de los años las muchachas que venían de distintas partes de la entidad convencieron al Señor Avilés y se construyó otra sección de la vecindad sobre la calle de Quintana Roo.

En el interior de la vecindad, dentro de aquellos diminutos espacios, se encontraba de todo. Lo mismo puestos de ropa de todas clases que los aboneros vendían a las mujeres. Talleres de carpintería. Centros de compostura de radios. Carbonerías. Carnicería. Cómales de tortillas. Un dispensario médico donde las damas buscaban espantar sus males. Zapateros. Sastres remendones. Peluqueros y cuanto oficio imaginado pudiera requerirse. Si por algún mal momento alguien debía ser lanzado de la misma, había otro José que se encargaba. Les quitaba las tejas a los techos. Y adiós, hasta la próxima.

Con el pasar de los años y la desaparición de la zona roja durante el Gobierno de uno de los Cárdenas, Cuahutemóc. La “ciudad perdida” también vio su declinación. Trinidad Avilés dio paso a Luis Avilés, su hijo. Aquella parte de la ciudad mejoró su urbanización y el terreno fue vendido a la empresa que administra la Comercial Mexicana. Sobre ese espacio se construyó una tienda y se hizo un estacionamiento. Siguen ahí, sin embargo, la fama de la aguerrida bravura de los de la Nicolás. El bullicio de la Manuel Muníz. Y el recuerdo de las bellas mujeres jaladoras que habitaron sobre Quintana Roo.

No puede haber nostalgia en el recuerdo. La zona de la ciudad sigue conservando en el presente el alegre bullicio de la gente. El empuje del comercio que sustituyó en la calle Ocampo a los burdeles que fueron amontonados una breve temporada en un espacio que las personas denominaron: “La muralla”.

Contaban mis tíos, sin que mi abuela paterna lo negara del todo, que cuando la zona de tolerancia se la llevaron, las mujeres grandes del barrio hicieron una manifestación frente al Palacio de Gobierno. En sus demandas, pintarrajeadas con mala ortografía sobre pancartas de cartón, reclamaban al gobierno el no saber, desde ahora, dónde andarían sus hijos. Decían, reforzando el argumento, que cuando menos antes sabían que sus vástagos se hallaban a unas cuadras de la casa. Y ahora, quién sabe con quién andarían y en dónde irían a parar…




Morelia, noviembre de 2008.

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