Recientemente escribí unas cuantas líneas en referencia a las dos musas que habitan mi casa. Talía y Erato. Yo espero que recuerde, estimado lector hipotético, la descripción pormenorizada que de ellas hice. ¡Realmente espero que lo recuerde! Uno escribe para que el lector, aun cuando sea hipotético como el mío, recuerde... Tenga memoria de todo o al menos de una parte importante de lo que uno va construyendo a través de la palabra: de estos “chorros de voz” como diría el amigo Chava Flores o farallones de palabras, en papel y tinta china.
Pues bien, esas mujercitas. Ambas hembras extraordinarias. Han estado cuchicheando a mi oído una suerte de locuaces historias. Ambas, una y otra, a su manera. Historias entrelazadas. Cuentos por demás... lúbricos, sensuales a ratos, solemnes o plagados de mojigaterías y sal de moralina más ríspida que el cloruro de sodio que los picapedreros de las islas Marías sacaban en aquel filme donde Pedro Infante va a parar al delicioso paraíso carcelario, por un crimen -¡claro está!-, que no cometió.
Una de las últimas historias que Erato me contaba tenía que ver con un tipo de traje gris que bajaba y subía por una escalera de caracol. Escalera apretada, justa en todos sus recovecos al descarapelado muro donde estaba empotrada. La escalera, cada diez o quince peldaños, poseía un descanso. Este, a su vez, daba a una puerta diminuta de gruesa madera rústica, cerrada. Un hombre, al detenerse, golpeaba con singular empuje, denuedo, desesperación, la madera que con huecos, fofos sonidos, respondía a los golpes insistentes. Pasaban unos segundos, largos, casi eternos. El hombre hacía silencio, pegaba la cabeza a la rústica madera y escuchaba atisbando con el oído... Nada. Sólo le respondía del otro lado el silencio. Desilusionado y con paso cansino, ascendía o bajaba, cualquiera que fuera el caso, y otra vez, ante una nueva puerta cerrada, golpea… Golpea sin cesar hasta hacer silencio y tratar, ¡inútilmente! -ya lo dije-, de escuchar algo del otro lado.
¿Qué significan tantas palabras juntas? Esta construcción arquitectónica a base de palabras... ¿qué significa? No lo sé. En verdad que no lo sé. Un autor no tiene la obligación de saber todo lo que las musas le dictan. La arrogancia implícita de desnudar totalmente a sus criaturas es una mentira contundente. Siempre habrá el privilegio, al menos para ellas, de conservar algo oculto, algo privado sólo de su incumbencia: algo propio, particular... Porque aún ahí, donde aparentemente el autor conoce al dedillo la naturaleza y las intenciones de sus criaturas, ¡aún ahí! -¡insisto!-, estos seres surgidos de la nada, de los cuchicheos casi imperceptibles de la musa y el trabajo dedicado, tienen el privilegio y el autor tiene la obligación de respetarles los secretos más íntimos. Así parecería, visto desde fuera, como si las criaturas tuvieran vida propia, ¿verdad? Pues quienes intentamos construir estos farallones de palabras, esas construcciones pictóricas que la plástica permite, esas sensibles composiciones de armoniosas simetrías sonoras, esas construcciones en términos de los lenguajes descritos como artísticos... Sabemos o intuimos, claramente, que las criaturas tienen un mundo inaccesible, privado -en el sentido estricto del término-, donde la unipresencia del autor tiene que guardar silencio, el mayor respeto.
Releo este texto, pienso en otros argumentos y me abruma tanta palabra, tanto concepto, tanta filosofía desperdiciada... Desperdiciada, ¿por qué? Porque aún ahora no sé, lector hipotético, si sabes leer, si te interesa leer o sencillamente, al igual que a mis criaturas tendré que respetar el privilegio de tus silencios más íntimos. En este sentido uno quisiera a veces un lector vivo, no un "sombi de Sahuayo" que difícilmente pasa de la nota roja o el anuncio clasificado... Pero eso es quizá mucho pedir: ¿no te parece hipotético cómplice? Aunque como dijo alguna vez Freud: para decir un chiste hacen faltan tres, cuando menos. Dicho en otras palabras, para hablar del personaje hacen falta un escribidor, capaz de describirlo, un lector capaz que ponga en duda hasta los secretos más íntimos del propio autor. Y un medio para que ambos se acerquen…
Escribir para sí mismo es tan tedioso "como inútil será el quererte olvidar". Freud.. bueno el viejo psicoanalista, de esto -cuando menos-, sabía un rato del asunto. De ahí la regla de escuchar y emitir la menor cantidad de compromisos con el paciente.
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