viernes, 22 de mayo de 2009

Las Memorias del Perro



Al iniciar la década de los años setenta, yo como otros muchos terminé la secundaria y me inscribí en la preparatoria que, por cierto, hice en la Uno, o sea, en el Colegio de San Nicolás de Hidalgo. La Morelia de esos tiempos, de mis años de estudiante preparatoriano se pueden definir: en mi gusto por el billar en los Abasolo o con los vagos de los San Agustín; el frontón que peloteaba desde las cinco y media de la mañana cuando ya andaba tratando de apartar cancha en el Venustiano Carranza o en los Revolución, Estrada en mano. Me ganaba la vida tocando en los conjuntos musicales en tardeadas, en fiestas particulares o animando a las “muchachas encueratrices” en los diferentes centros de diversión social en los congales de la zona de tolerancia, acá por Manuel Muñiz o luego, en “la muralla”, a donde las mandaron con cajas destempladas. En el gusto, casi adictivo, por la lectura. En mis idas a la menor provocación a la ciudad de México a ver la lucha libre, el box, los toros; en autobús Tres Estrellas de Oro y con un viajecito de seis horas como mínimo sobre los ijares y que tenía como escalas prometidas, el restaurante de la misma línea en Zitácuaro y el molesto despertar en la estación de Salto del Agua. Y sobretodo, en mi reconcentrado placer por el cine. Principalmente aquellos ciclos de cine oriental o europeo que se exhibían en el cine Colonial, los jueves.

Por más que intentes suponer lector hipotético que todo en mi existencia durante esos años era desgarriate y francachela, quiero referirte que entre junio y agosto de 1970, tuve la oportunidad de viajar por primera vez a Europa. Y aunque estaba muy joven entonces, ya había viajado con anterioridad fuera del país y visitado gran parte de la república mexicana. Esos viajes, y ese en particular, señalaron en mi experiencia de escuincle una suerte de apertura. Significó, a los once años, un golpe al entendimiento. Un maduración al entender y saberme solo una mínima parte de una experiencia -que si bien en esos días no lo hubiera dicho así-, me permitió mirar y andar los primeros andurriales del mundo y abrir la entendedera. Y probablemente, definió mi historia personal en los siguientes años. Además, que por otra parte, mi estancia posterior con los padres salecianos fue también muy ilustrativa, educativa y enriquecedora durante los años que curse la secundaria en el Antonio de Mendoza.

Bueno, quise iniciar hablando de esto porque hace unos cuantos días volví a encontrarme con mi amigo el Perro. Ya sé que no faltará quien se pregunte quién es el Perro. La respuesta es simple: es un amigo de aquellos años que tenía como unos veintiocho o veinticinco que no veía. Estudiamos la secundaria, y en la casa de Hidalgo y egresamos de ingenieros; solo que él lo hizo como ingeniero químico y yo salí cómico. De ahí que este salto al chapoteadero de la nostalgia no sea gratuito. Juntos tuvimos la primera misma novia. Hicimos el servicio militar en el 51 regimiento. Casi nos rompimos las patrullas echando saltos en las motocicletas de los hermanos de Hugo Marcouzet, en el Bosque Cuahutémoc. No pocas veces nos dimos de trompones y patines con más de un “rebelde sin causa” que buscaba pasarse de veras. Jugamos en el Tauro. Nos lanzamos a la aventura de andar en un circo, que debo decirlo para mi era la segunda vuelta, hasta que nuestros padres nos agarraron y devolvieron a terminar la escuela. Creo que con el Perro, en el saleciano, fue con quien me puse mi primera borrachera. Lo recuerdo, porque la pena y la vergüenza de los sucesos que la acompañaron no me dejan.., todavía.

Y por cierto, otro de los muchos descubrimientos y gustos que disfrutamos y compartimos el Perro y yo, fue el cine. Ya en aquellos primeros años de nuestra amistad, en el Oratorio saleciano, el maestro Chiribín montaba el proyector y nos armaba un choremón melodramático condimentado con las sabías conocencias del maestro Tena que nos tiraba un sermón dominical antes de la cinta. Ah, el Cristo del Calvario, con Enrique Rambal, barba postiza y seseo delicado. Ah, un culebrón educativo de Simitrio, con Domingo Soler. O uno que otro lacrimógeno esperpento con Carmen Montejo, Isabela Corona o Libertad Lamarque. La aleccionadora e histórica Cruz Diablo con Manuel Arvide. Ah, o ese “no tiene la menor importancia” de Arturo de Córdova y Amparo Ribelles, en aquel célebre filme de humor negro que ahora mismo olvide el nombre pero que igual se mueren todos por andar brindando felices con el licorcillo de la señora… Y, por supuesto, Marcelino Pan y Vino.

¡Ah, la nostalgia! Hacía tanto que no veía al buen Perro que, muchas de estas remembranzas las había olvidado o simplemente, no las tenía tan presentes como ahora. Nos acordamos y nos reímos mucho de tantas cosas. De aquellos “chotitos” que en cierta ocasión echamos de cabeza a la pila de la Suterrania y que después nos traían asoleados con ganas de pelarnos el pellejo vivos. También las taquizas olorosas a cilandro y cebolla que metíamos a la última función del cine Morelos, los martes. De aquellas gemelas que nos compartíamos en la prepa porque no había modo de identificarlas a simple vista, eran tan idénticas, que solo en la oscuridad de la luneta del cine Colonial y gracias al sentido del tacto, sabíamos de quién se trataba. Ah que vida tan difícil la de la investigación táctil y teniendo solo dos gemelitas en cada gemela para acertar…



El gato arrojo durante los años setenta una de las pestes más terribles sobre la industria cinematográfica mexicana. Pero a ratos, también, momentos jocosa y memorables. Por razones inevitables los movimientos cinematográficos de pronto, las más de las veces, razones de financiamiento, se acercan unos a otros en todo el mundo: tanto en lo estético, en lo temático, así como en los modos de producción. Y situaciones diversas parecieran acerca de forma inevitable estéticas y temas. El mercadeo pareciera ser el mismo, pues la clientela potencial –el espectador cinematográfico- parece pasar etapas que se suceden unas a otras, tanto como en las maneras, como en el recibimiento a los productos finales. En este sentido, los principales cambios de estos paralelismos, son evidentísimos en base al resultado, cuando el financiamiento privado logra penetrar los férreos controles que ejerce la industria estatal, y por lo tanto, se asumen ciertas concesiones en lo creativo tanto como en lo que se refiere al negocio y sus diversas vertientes. Al amparo de las legislaturas imperantes y de los recovecos y socavones que de normal las leyes de todos los países poseen, la posible industria deberé aprender -particularmente la producción artística, el cine es un ejemplo- a vivir y mantenerse dentro del ceñido cinturón de la censura, como forma aleatoria de negociación y control. Y que el estado esgrime sobre la industria de una forma rampante.



La década de los años setenta fue maravillosa por muchas razones. Fue un crisol donde los grandes cambios de la década anterior fue encontrando asiento. Si los años sesenta habían enseñado que era posible lograr cambiar las cosas, esta década permitió el entendimiento de que cambios sin causas, no tienen sentido. Es un decir, el autoritarismo había llegado a su clímax con Díaz Ordaz. El populismo del gobierno de Luís Echeverría sólo fue un pasito más cerca al debacle lopezportillista. Pero por otra parte, la llegada del sexenio de 1976 a 1982, con la horda López Portillo, trajo a escena las delicias de un cine picante, amplio en el uso de las palabras y el albur, y sobre todo, plagado de desnudos justificados e injustificados que rompieron con el paradigma, al menos en la pantalla de celuloide, de un México ñoño y mojigato que vendía a todo pulmón la televisión del “maese” Azcarraga.

Pero como ya se ha dicho, nada surge de la nada. Ni mucho menos, por creación espontánea. Si bien, el cine de ficheras se instaló en las salas cinenatográficas exhibiendo temas tales como: Bellas de Noche (1974), Las ficheras (1976) dirigidas por Miguel M Delgado, Noches de Cabaret (Aka reinas del talón) (1978), La pulquería (1981) entre otras muchísimas con música de la Santanera, Chico Ché y la crisis o la orquesta de Pepe Arévalo y sus mulatos; que provocaron enconados debates porque de alguna manera no “propiciaban un retorno al cine familiar” y el regreso “ a la época de Oro” jamás repetido, si permitió de manera violenta, y hasta grosera, una mirada anticipada y rápida a lo que sucedía en las esferas populares durante los años cuarenta y cincuenta con la cinta Tivoli (1974), dirigida por Alberto Isaac. En un sentido, este movimiento había sido anticipado por la literatura de Ricardo Garibay y Armando Ramírez. Se nostalgeaba en una suerte de pintura avejentada apenas rota por la presencia de los medio desnudos de Lyn May, de Angélica Chaín, Sasha Montenegro y cuanta actriz carentota y cincuentona anda brincando en la pantalla chica de esta década.

En la Escuela Popular de Bellas Artes, en donde también estudié música por aquellos años. Se exhibía un ciclo de cómicos del cine mudo. Ahí vimos a Chaplín, a Búster Keaton, al Gordo y al Flaco. El Perro recuerda con gusto la luneta del cine Colonial, por diversas razones. Ya conté una. Pero También porque ahí intentamos ver dos o tres veces completa Contacto en Francia (1971) de William Friedkim, primera y segunda parte. Por alguna razón desconocida siempre pasaba un incidente: se iba la luz, se arma un pleito, el cácaro andaba más briago que de costumbre o cualquier incidente inimaginable. La segunda parte la vine viendo como unos quince años después en VHS. De esas memorias recordamos il merlo maschio (el mirlo macho) (1971) con Lando Buzzanca y la deslumbrante belleza y picardía de Laura Antonelli (que aquí ilustra el texto).



Obviamente, el género del cine erótico italiano nació mucho antes que el cinito de ficheras mexicano. Pero lo quiero mencionar porque arriba hablé del paralelismo de ciertos movimientos artísticos tan cercanos unos de otros. Se ha dicho que, por otra parte, es inevitable que un movimiento artístico muera para que surja el que le sigue. La aparición a mediados de la década de los años sesenta en el cine italiano del erotismo fue como a mencionado S. De la Casa: “una auténtica revolución de las costumbres, fruto de la modernización forzosa de la época y de la transformación de Italia de país agrícola a potencia industrial, con la consiguiente urbanización y el crecimiento de las zonas masificadas urbanas”. Directores como Marco Bellocchio, Salvatore Samperi, Fernando Di Leo, Marco Vicario, Bruno Gaburro, Mariano Laurenti y Pasquale Festa Campanile (director de il merlo maschio). Abrieron un horizonte que en el caso del cine italiano estaba muy abonado en la vieja tradición de la lírica popular, el teatro pícaro de la Comedia d´l Arte, las máscaras bufas, en la tradición de la literatura de Boccaccio y en el propio cine del maestro Felllini.

Las memorias del Perro me han llevado por recovecos olvidados, que pensé que no habían sucedido o simplemente fueron momentos a medio soñar, tras la amanecida.

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