miércoles, 3 de agosto de 2011

Inicio de mi nueva novela: COINCIDIR

Vladislav Pérez Ramírez no es un nombre propio, es verdaderamente, una calamidad. Una peste. Un desastre. Una catástrofe. ¿Quién llamándose Vladislav Pérez Ramírez en éste país de porquería puede vivir sin sobresaltos? Es más: ¿quién se llama Vladislav Pérez Ramírez? Pero aunque nadie lo crea, yo me llamo así. Y en mi nombre está el sino tristísimo de una historia.

Anunciado mi nacimiento por los augurios :-quisiera decirlo pontificalmente. Quisiera tener el cinismo de señalar que una paloma trajo la feliz noticia, recibida con alegría y gozos inauditos apesar de que el vientre intocado habría de engendrar. Quisiera incluso, advertir que el anuncio de mi llegada provocó dicha, entereza y renovación de los votos entre mis progenitores… No fue así. Vine al mundo como tantos otros, de una madre que ya antes se esforzaba por mantener a flote otros dos lastimeros retazos de carne famélica que ha duras penas podían sobrevivir de la manera como lo hacían. Vine al mundo, de una madre soltera que no lo era, pero que en cuanto quien me engendró en ella supo que pariría de nuevo, harto de no contener el flujo de sus deseos y los frutos de esos mismos la dejó, dejándonos de paso con ella. Y la vida, antes y después del parto, fueron un martirio. Una constante batalla con los remordimientos, con los anhelos rotos, con los amores truncados, con la paupérrima dotación de alimentos, con el vestido, con la vivienda, con todo. Nada alcanzaba para tres hambrientos chiquillos y una madre sin brújula ni futuro. A mi madre los paraísos, si los hubo, se habían postergado. Las esperanzas, de un día nuevo y menos triste, se habían extinguido. Los anhelos se habían secado. Y secos ya, se humedecieron con los meses y los años, en el alcohol y el embrutecimiento consentido de amores prometidos bajo el influjo siempre embriagador del licor.

Todavía, en los días siguientes de melancolía y profunda tristeza post parto de la madre, viendo el estado raquítico del recién nacido que se debatía en un insólito ataque de bronquitis, decidió la partera llevarlo a bautizar pensando que si el agua bendita no le salvaba la vida, cuando menos sería un buen pasaporte para la otra: aquella, la eterna que le sigue a la vida terrena. Pero oh contradicciones de la existencia, el escuincle después del bautizo pareció ganar nuevos bríos, y milagro de lo inescrutable, salvar la vida no sin harto batallar y sobrevivir a fuerza del milagro. En aquél día importante por evento de las coincidencias, no teniendo nombre que poner en la fe de bautismo lo nombraron Vladislav, que era el primer nombre del monaguillo que acompañaba al cura que se llamaba Deciderato y que bautizaba a destajo, a las prisas en aquella iglesia de barrio los días de visita, previniendo cualquier tipo de sofocón o asalto. Pérez por el padre, y Ramírez, por la madre. Así se escribió el sino de esta historia que comenzó de esa manera.

Los días, los meses, los años se fueron pronto. Andando con el frenesí de la inconciencia etílica, las amenazas, los padres postizos que pasan de largo uno detrás de otro, la depresión, los malos modos, los gritos, los golpes. Días de gris frenesí apenas recompensado con una caricia, una torta, a veces una sonrisa. Pero qué lastima en apariencia a los niños que crecen y se esfuerzan por entender, a su manera, por qué los tunden a gritos, a órdenes y contra órdenes, a rasguños, a manazos. Y entonces la inteligencia infantil dicta hacer berrinches desaforados, hacer cómo que no se entiende nada, que no se oye, que no se sufre… Y el cinismo aparece resultado de la batalla sorda, sin ganador porque todos pierden. Así crecí, llamándome Vladislav.

Mi hermana Herminia, por más despierta se quedó con una madrina, terminó la primaria y dos años de secundaria. Saúl nomás la primaria y echó carrera para el norte. Yo por pequeño y enfermizo, con dificultades, hice el tercero de primaria. Pero salí bueno para los mandados. Para entrometerme aquí y allá. Para traer y llevar mercancías a cambio de unas monedas: nunca sin el cambio correspondiente ni el cumplimiento del acuerdo de recibir algo por mis servicios cabales. Por esa razón, desde los siete años ya me ocupaban en todos los comercios, merenderos, cantinas, tugurios y casas de todo el barrio para hacer mandados, recados y alcahuetear. Unos decían: “Vladi trae aquello”; otros: “Vladi trae acá”; y muchas otras: “Vladi unas monedas de propina por ser tan servicial”. Pero jauja no dura para siempre y fui creciendo, encontrando obstáculos nuevos a mis servicios, competencia y especialidades que ya no estaban a mi alcance ni gustos. A los once años entré de aprendiz de la imprenta de don Cuco Gutiérrez y me di cuenta de la necesidad de ver la vida de otro modo.

Llevaba un paquete e iba en una bicicleta prestada rodando al paso. El que recibiría el paquete estaría en una cenaduría a las ocho treinta en punto y unos diez minutos después se iría, eso me dijeron y por eso iba apurado. Si cruzaba por el parque sería más corto, pero inseguro. Así que fui por la avenida que es camino más largo. Pedaleando parado sobre los pedales ni cuenta me di cuando el carro se cruzó, arrollándome y mandando bicicleta y tripulante al suelo. Tres fulanos se bajaron del carro, dos me dieron de patadas y puñetazos y el otro esculcó la mochila que llevaba en la espalda. Sacaron el paquete, se subieron a su carro y ahí me dejaron desmayado hecho un ovillo. Don Cuco me recogió de la calle y llevó a la clínica más cercana. Así empezó mi vida de aprendiz en la imprenta semanas después.



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