viernes, 16 de noviembre de 2012

Apuntes sobre dirección escénica


El teatro es un animal voraz e insaciable; temible. [1]

A diferencia de las letras, la pintura, la música u otras artes, el teatro que trabaja con seres humanos, tan finitos como el mismo procedimiento de la puesta en escena, fenece, se descompone, se extingue en el olvido más profundo en cuanto se celebra y tiene como limite universal los linderos de la vida histórica de sus ejecutantes. Pocos son, comparativamente con las otras artes, los nombres de los hombres dedicados al teatro que han tejido huella indeleble en el quehacer teatral; muy pocos aún los que han logrado trascender el tiempo y el espacio, y son más reconocidos por su obra literario dramática que por sus verdaderas aportaciones a la escena. Es verdad, el teatro manifiesta el problema totalizador de la sociedad humana, el finito e irremediable proceso de ruptura con la esencia de la vida: la puesta en escena es finita, se ejecuta y se extingue como el ser humano en la línea de tiempo jamás detenida, nunca cíclica. El poder del arte teatral, en este sentido, es presencial.

No poco se discute si la vida verdadera del arte está en el “oficio” del actor que interpreta en la escena el pasaje y reacciones del personaje en la situación que le toca afrontar. Eso para los actores es un mandato y razón suficiente para que proclamen su independencia; solos están ante el publico que con impaciencia espera de ellos el cuento, la historia que habrá de maravillarle o sumir en el hastío más profundo y que cómo en el siglo XVII les sacan las ganas y deseos de largar bancos y verduras a la escena. Se habla igual de la construcción del espacio escénico, el cosmos creado cual cavidad propicia, traje a la medida donde las situaciones dadas dan margen al personaje que habrá de transitar en el eje central del totalizador ejercicio de la puesta en escena; luces, colores, espacios y volúmenes incluidos. Y desde que el teatro adquirió esa parte de manifestación no sacra, donde el papel del financiamiento y la repetición ante un publico diverso que asume sus costos, el productor se montó en la elección de repartos y repertorios más propios de su bolsillo y las necesidades de sobrevivencia del negocio, por lo tanto, se proclamó el verdadero dueño del teatro; no es de extrañar que muchos de estos productores se hubieran asumido como realizadores y creadores, y “el mundo del reconocimiento” vea en ellos verdaderos artistas, sin jamás tomar una decisión estética al respecto o donde las toma en virtud sólo de la utilidad.

“No todo lo que teatro es arte. Ya lo advertía Horacio a los Pisones; cualquier actividad capaz de liberarse de la finalidad que la esclaviza, para convertirse ella misma en su finalidad, puede alcanzar la soberanía del arte. Pero también sucede al revés, cuando una actividad esencialmente artística vende su soberanía al mejor postor en el intercambio mercantil que rige la conveniencia de las relaciones sociales, ese hacer deja de ser arte para convertirse en prostitución” [2].

Para algunos, la aparición del oficio del director de escena, es el resultado “de un tipo particular de deseos edípicos e identificaciones inconcientes y de una combinación especial de actitudes e intereses paternos”, otros lo atribuyen a la ampliación del papel del actor “en un esfuerzo demiúrgico por sujetar a su voluntad todos los oficios de la escena, todas las formas de la practica del teatro” [3].

Sin embargo, ya en el segundo tercio del Siglo XIX al igual que había sucedido con otros oficios colectivos -principalmente la música-, era indispensables un orden en medio del caos imperante y como resultado del advenimiento del mecenas en productor. En la música, los compositores, ejecutantes de su propia obra desde tiempo atrás habían adquirido la palestra y la batuta para dirigir con otros el sentido de sus notas. En el teatro, los primeros informes que tenemos al respecto son los pasos dados por el Duque de Meiningen quien ordena, sitúa, elige y organiza la disposición, forma y manera del relato e historias que habrán de contarse al público que asiste a la representación. Organiza y compone la disposición de la “Compañía” y abre brecha al advenimiento del elector principal de la puesta en escena. Es importante señalar que en la línea histórica, la presencia del Goerge II duque de Saxe Meiningen señala la aparición del director como rector del todo en la escenificación sin embargo antes, no pocos actores directores, hicieron lo mismo; una de las historias más conocidas y estudiadas es el caso de Mollière que escribió, actuó y dirigió durante el Romanticismo francés. Años antes del advenimiento del Duque Meiningen, Lessing quien dice: “nosotros tenemos actores, pero no un arte dramático. Si antaño existió, ahora ya no lo tenemos; se ha ido perdiendo; y es preciso volverlo a crea” [4], para enseguida proclama la República del Teatro y con ello fortalece la aparición del totalizador creador de la escena contemporánea.

Como otras artes, el director de la obra teatral, es el pintor de la obra pictórica, el interpretador de la partitura, el guarda ejecutor de las emociones del conjunto, el moldeador de los materiales de la escultura, el diseñador en situ de las situaciones creadas por el dramaturgo; es en suma, el pensamiento rector que da sentido al caos prevaleciente sobre el escenario. No quiero decir con ello ni eximir las buenas direcciones ni los malos juicios tomados al calor de la necedad soberbia de quién supone que su labor es dictatorial y absolutista.

“La puesta en escena es el dibujo de una acción dramática, el conjunto de movimientos, gestos o actitudes; acuerdos de fisonomías, voces y silencios” [5]: según Jacques Copeau a eso se refiere la puesta en escena. Pero quién es sí no es el director de escena quien logra el “dibujo”, “el conjunto”, la unidad de la puesta.

“El director de escena ha introducido la composición y la unidad que caracteriza la obra de arte, allí donde el azar reinaba como amo y señor. Considerado así, es un creador como cualquier otro artista. En el pintor la creación se produce en dos tiempos: aquel en que coloca los colores en la tela y aquel otro en que se retira para juzgar el efecto que produce. El actor se encuentra privado de este segundo tiempo. El director de escena se encargará de él” [6].

Es obvio que el actor es el rostro manifiesto de la ejecución de la puesta en escena; la punta del iceberg de una gran cantidad de esfuerzos compartidos, atados, unidos, enhebrados en una madeja de procesos relacionados con la planeación, la realización, la ejecución del acto efímero; subsume los significados y conlleva implícito paso a paso todos los elementos y procesos. Desde el momento de elección del texto, que no es otra cosa que el pensamiento en forma de literatura dramática del dramaturgo, pasando por la producción en sus etapas distintas y ensayos de mesa, trazo y conexión, hasta llegar al momento del “teatrón” donde espectador y actores por medio de los personajes y las situaciones en sucesivas secuencias se ven las caras –es un decir-, todo el proceso va ceñido, conducido, sobrellevado por la mano firme del unificador del pensamiento que en todos los momentos incidirá con su acento particular: el director que puede variar de muchas maneras el enfoque de esa misma dirección; habrá quién particularice su esfuerzo en la dirección de actores, en la dirección del espectáculo o en la ideal complicidad de una cosa y otra; pero habrá también quien se desentienda en aras de la fidelidad al autor y al texto, contraviniendo una ley esencial de la escena, proponer un viaje maravilloso y secreto al espectador que observa las incidencias de una aventura jamás contada aunque la partitura del texto la repita en voz baja en la penumbra amiga y discreta.

Hay una temperatura precisa entre la historia contada y el espectador. Temperatura que varia conforme el genero, el estilo, el núcleo social de espectadores a quien va dirigido y la manera en que los sucesos del cuento son contados. El director debe poseer ese termómetro: intuición, oficio, recurso. Debe tener el tino suficiente como para percibir los giros más leves de la peripecia de cada personaje y la historia. Y aquí quiero abrir un paréntesis y decir que no hay teatro para niños o teatro para adultos, o teatro para libélulas: sólo existe, simplemente, el teatro; maravilloso, terrorífico y voluble. Entender los momentos de contención o explosión plena que el actor debe observar es un principio elemental de la dirección de actores. Porque a veces el actor realiza una partitura de acciones físicas, limpia, multitareas, al tiempo que la impecable alharaca de un parlamento entreverado pero sin un sentido concreto de verdad del personaje en la situación, dando al traste con la ficción. Y entonces entendemos que actor y director no fueron capaces de entender al tercero en discordia, al personaje.

¿Pero que es dirigir?

Hasta ahora no hemos planteado el problema real, damos por sentado que todos los que esto leen entienden que es dirigir; tomar decisiones, afrontar problemas y buscar soluciones para llegar a una meta común. Dirigir resulta, simplemente, el control por decreto. ¿Pero el control de qué? ¿De la historia? Cuento inventado normalmente por otro; el dramaturgo sigue las reglas elementales de la forma dramática que en esencia es acción tridimensional forma en el mapa geométrico que conforma el texto dramático. ¿Del colectivo humano que contituyen los creadores? Se puede tener control o dominio sobre la imaginación del escenógrafo, el compositor de la música, el coreógrafo, etc. Todos aquellos especialistas que confluyen en el proceso de la creación anterior a los ensayos con el elenco. ¿Puede dominar y sujetar al colectivo de actores que intervendrán en la ejecución? ¿Entonces existe esta suerte de paternalismo a fuerza que prevalece entre actores y director? Y las decisiones que dan por resultado fracaso o triunfo de una obra de teatro se limitan a un vínculo de emociones solidarias o dependientes del otro. Dirigir resulta entonces como ser dueño del balón y formar su propia reta, si no se gana o resultan las cosas como se desean, se va y con él el fin del juego sin balón.

“Dirigir es coordinar todo cuanto sea necesario, para encontrar coherencia escénica de lo que uno piensa. Dirigir es plasmar los mundos internos del “règisseur” a través de un espectáculo; es expresar nuestro sentido de la vida mediante una estética y un sentido teatral. Ahí entra todo: coordinación, no coordinación y todos los aspectos de dirección escénica en general. Pero aún más importante que lo anterior: dirigir es realizar un hecho poético, un hecho autoral que implique una moral, una ética y una responsabilidad por lo que suceda en el escenario a través de un lenguaje teatral, a través de una puesta en escena. Habrá puesta en tanto que el director sea un poeta y tenga algo que decir sobre su realidad y en la medida con que lleve su disputa con el teatro. De otra forma no habrá nada, simplemente será un oficio de ilustración. Únicamente en la medida de que sea poesía, le será posible a un director plasmar mundos internos que se objetivicen, que encuentren la materialización en el escenario” [7].

¿Entonces el proceso y procedimientos de la dirección escénica es algo muchísimo más complejo y complicado?





[1] Théâtre du Vieux Colombier (1913-1993). Marie-Françoise Christout, Noëlle Guibert, Danièle Pauly. Editorial Norma. París. 1993.
[2] El espectáculo invisible: paradojas sobre el arte de la actuación. Luís de Tavira. 1e. Ediciones el Milagro. México. 1999.
[3] Sociología del teatro: ensayo sobre las sombras colectivas. Jean Duvignaud. Fondo de Cultura Económica. Mexico, 1981.
[4] Dramaturgia de Hamburgo. G. E. Lessing. (Traducción de Feliu Formosa. Introducción de Paolo Chiarini traducida por Luigia Perotto). Publicaciones ADE. (Serie Teoría y práctica del teatro). Madrid, 1993.
[5] Principios de dirección escénica. Selección y notas Edgar Ceballos. Colección Escenología. 1e. Gobierno del Estado de Hidalgo y Grupo Editorial Gaceta. 1992.
[6] La esencia del teatro. Henri Gaston Gouhier. Ediciones del carro de Tespis. Madrid. 1956.
[7] Memorias Ludwik Margules. Rodolfo Obregón.1e. CONACULTA y Ediciones el Milagro. México. 2004.

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