El
teatro es un animal voraz e insaciable; temible. [1]
A diferencia de las letras, la pintura, la música u otras
artes, el teatro que trabaja con seres humanos, tan finitos como el mismo
procedimiento de la puesta en escena, fenece, se descompone, se extingue en el
olvido más profundo en cuanto se celebra y tiene como limite universal los
linderos de la vida histórica de sus ejecutantes. Pocos son, comparativamente
con las otras artes, los nombres de los hombres dedicados al teatro que han
tejido huella indeleble en el quehacer teatral; muy pocos aún los que han
logrado trascender el tiempo y el espacio, y son más reconocidos por su obra
literario dramática que por sus verdaderas aportaciones a la escena. Es verdad,
el teatro manifiesta el problema totalizador de la sociedad humana, el finito e
irremediable proceso de ruptura con la esencia de la vida: la puesta en escena
es finita, se ejecuta y se extingue como el ser humano en la línea de tiempo
jamás detenida, nunca cíclica. El poder del arte teatral, en este sentido, es
presencial.
No poco se discute si la vida verdadera del arte está en el
“oficio” del actor que interpreta en la escena el pasaje y reacciones del
personaje en la situación que le toca afrontar. Eso para los actores es un
mandato y razón suficiente para que proclamen su independencia; solos están
ante el publico que con impaciencia espera de ellos el cuento, la historia que
habrá de maravillarle o sumir en el hastío más profundo y que cómo en el siglo
XVII les sacan las ganas y deseos de largar bancos y verduras a la escena. Se
habla igual de la construcción del espacio escénico, el cosmos creado cual
cavidad propicia, traje a la medida donde las situaciones dadas dan margen al
personaje que habrá de transitar en el eje central del totalizador ejercicio de
la puesta en escena; luces, colores, espacios y volúmenes incluidos. Y desde
que el teatro adquirió esa parte de manifestación no sacra, donde el papel del
financiamiento y la repetición ante un publico diverso que asume sus costos, el
productor se montó en la elección de repartos y repertorios más propios de su
bolsillo y las necesidades de sobrevivencia del negocio, por lo tanto, se
proclamó el verdadero dueño del teatro; no es de extrañar que muchos de estos
productores se hubieran asumido como realizadores y creadores, y “el mundo del
reconocimiento” vea en ellos verdaderos artistas, sin jamás tomar una decisión
estética al respecto o donde las toma en virtud sólo de la utilidad.
“No todo lo que teatro es arte. Ya lo advertía Horacio a los
Pisones; cualquier actividad capaz de liberarse de la finalidad que la
esclaviza, para convertirse ella misma en su finalidad, puede alcanzar la
soberanía del arte. Pero también sucede al revés, cuando una actividad esencialmente
artística vende su soberanía al mejor postor en el intercambio mercantil que
rige la conveniencia de las relaciones sociales, ese hacer deja de ser arte
para convertirse en prostitución” [2].
Para algunos, la aparición del oficio del director de
escena, es el resultado “de un tipo particular de deseos edípicos e
identificaciones inconcientes y de una combinación especial de actitudes e
intereses paternos”, otros lo atribuyen a la ampliación del papel del actor “en
un esfuerzo demiúrgico por sujetar a su voluntad todos los oficios de la
escena, todas las formas de la practica del teatro” [3].
Sin embargo, ya en el segundo tercio del Siglo XIX al igual
que había sucedido con otros oficios colectivos -principalmente la música-, era
indispensables un orden en medio del caos imperante y como resultado del
advenimiento del mecenas en productor. En la música, los compositores,
ejecutantes de su propia obra desde tiempo atrás habían adquirido la palestra y
la batuta para dirigir con otros el sentido de sus notas. En el teatro, los
primeros informes que tenemos al respecto son los pasos dados por el Duque de
Meiningen quien ordena, sitúa, elige y organiza la disposición, forma y manera
del relato e historias que habrán de contarse al público que asiste a la representación.
Organiza y compone la disposición de la “Compañía” y abre brecha al
advenimiento del elector principal de la puesta en escena. Es importante
señalar que en la línea histórica, la presencia del Goerge II duque de Saxe
Meiningen señala la aparición del director como rector del todo en la
escenificación sin embargo antes, no pocos actores directores, hicieron lo
mismo; una de las historias más conocidas y estudiadas es el caso de Mollière
que escribió, actuó y dirigió durante el Romanticismo francés. Años antes del
advenimiento del Duque Meiningen, Lessing quien dice: “nosotros tenemos
actores, pero no un arte dramático. Si antaño existió, ahora ya no lo tenemos;
se ha ido perdiendo; y es preciso volverlo a crea” [4],
para enseguida proclama la República del Teatro y con ello fortalece la aparición
del totalizador creador de la escena contemporánea.
Como otras artes, el director de la obra teatral, es el
pintor de la obra pictórica, el interpretador de la partitura, el guarda
ejecutor de las emociones del conjunto, el moldeador de los materiales de la
escultura, el diseñador en situ de las situaciones creadas por el dramaturgo;
es en suma, el pensamiento rector que da sentido al caos prevaleciente sobre el
escenario. No quiero decir con ello ni eximir las buenas direcciones ni los
malos juicios tomados al calor de la necedad soberbia de quién supone que su
labor es dictatorial y absolutista.
“La puesta en escena es el dibujo de una acción dramática,
el conjunto de movimientos, gestos o actitudes; acuerdos de fisonomías, voces y
silencios” [5]: según
Jacques Copeau a eso se refiere la puesta en escena. Pero quién es sí no es el
director de escena quien logra el “dibujo”, “el conjunto”, la unidad de la
puesta.
“El director de escena ha introducido la composición y la
unidad que caracteriza la obra de arte, allí donde el azar reinaba como amo y
señor. Considerado así, es un creador como cualquier otro artista. En el pintor
la creación se produce en dos tiempos: aquel en que coloca los colores en la tela
y aquel otro en que se retira para juzgar el efecto que produce. El actor se
encuentra privado de este segundo tiempo. El director de escena se encargará de
él” [6].
Es obvio que el actor es el rostro manifiesto de la
ejecución de la puesta en escena; la punta del iceberg de una gran cantidad de
esfuerzos compartidos, atados, unidos, enhebrados en una madeja de procesos
relacionados con la planeación, la realización, la ejecución del acto efímero;
subsume los significados y conlleva implícito paso a paso todos los elementos y
procesos. Desde el momento de elección del texto, que no es otra cosa que el
pensamiento en forma de literatura dramática del dramaturgo, pasando por la
producción en sus etapas distintas y ensayos de mesa, trazo y conexión, hasta
llegar al momento del “teatrón” donde espectador y actores por medio de los
personajes y las situaciones en sucesivas secuencias se ven las caras –es un
decir-, todo el proceso va ceñido, conducido, sobrellevado por la mano firme
del unificador del pensamiento que en todos los momentos incidirá con su acento
particular: el director que puede variar de muchas maneras el enfoque de esa
misma dirección; habrá quién particularice su esfuerzo en la dirección de
actores, en la dirección del espectáculo o en la ideal complicidad de una cosa
y otra; pero habrá también quien se desentienda en aras de la fidelidad al
autor y al texto, contraviniendo una ley esencial de la escena, proponer un
viaje maravilloso y secreto al espectador que observa las incidencias de una
aventura jamás contada aunque la partitura del texto la repita en voz baja en
la penumbra amiga y discreta.
Hay una temperatura precisa entre la historia contada y el
espectador. Temperatura que varia conforme el genero, el estilo, el núcleo
social de espectadores a quien va dirigido y la manera en que los sucesos del
cuento son contados. El director debe poseer ese termómetro: intuición, oficio,
recurso. Debe tener el tino suficiente como para percibir los giros más leves
de la peripecia de cada personaje y la historia. Y aquí quiero abrir un
paréntesis y decir que no hay teatro para niños o teatro para adultos, o teatro
para libélulas: sólo existe, simplemente, el teatro; maravilloso, terrorífico y
voluble. Entender los momentos de contención o explosión plena que el actor
debe observar es un principio elemental de la dirección de actores. Porque a
veces el actor realiza una partitura de acciones físicas, limpia, multitareas,
al tiempo que la impecable alharaca de un parlamento entreverado pero sin un
sentido concreto de verdad del personaje en la situación, dando al traste con
la ficción. Y entonces entendemos que actor y director no fueron capaces de
entender al tercero en discordia, al personaje.
¿Pero que es dirigir?
Hasta ahora no hemos planteado el problema real, damos por
sentado que todos los que esto leen entienden que es dirigir; tomar decisiones,
afrontar problemas y buscar soluciones para llegar a una meta común. Dirigir
resulta, simplemente, el control por decreto. ¿Pero el control de qué? ¿De la historia?
Cuento inventado normalmente por otro; el dramaturgo sigue las reglas
elementales de la forma dramática que en esencia es acción tridimensional forma
en el mapa geométrico que conforma el texto dramático. ¿Del colectivo humano
que contituyen los creadores? Se puede tener control o dominio sobre la
imaginación del escenógrafo, el compositor de la música, el coreógrafo, etc.
Todos aquellos especialistas que confluyen en el proceso de la creación
anterior a los ensayos con el elenco. ¿Puede dominar y sujetar al colectivo de
actores que intervendrán en la ejecución? ¿Entonces existe esta suerte de
paternalismo a fuerza que prevalece entre actores y director? Y las decisiones
que dan por resultado fracaso o triunfo de una obra de teatro se limitan a un vínculo
de emociones solidarias o dependientes del otro. Dirigir resulta entonces como
ser dueño del balón y formar su propia reta, si no se gana o resultan las cosas
como se desean, se va y con él el fin del juego sin balón.
“Dirigir es coordinar todo cuanto sea necesario, para
encontrar coherencia escénica de lo que uno piensa. Dirigir es plasmar los
mundos internos del “règisseur” a través de un espectáculo; es expresar nuestro
sentido de la vida mediante una estética y un sentido teatral. Ahí entra todo:
coordinación, no coordinación y todos los aspectos de dirección escénica en
general. Pero aún más importante que lo anterior: dirigir es realizar un hecho
poético, un hecho autoral que implique una moral, una ética y una
responsabilidad por lo que suceda en el escenario a través de un lenguaje
teatral, a través de una puesta en escena. Habrá puesta en tanto que el
director sea un poeta y tenga algo que decir sobre su realidad y en la medida
con que lleve su disputa con el teatro. De otra forma no habrá nada,
simplemente será un oficio de ilustración. Únicamente en la medida de que sea
poesía, le será posible a un director plasmar mundos internos que se
objetivicen, que encuentren la materialización en el escenario” [7].
¿Entonces el proceso y procedimientos de la dirección
escénica es algo muchísimo más complejo y complicado?
[1] Théâtre du Vieux Colombier (1913-1993). Marie-Françoise Christout, Noëlle
Guibert, Danièle Pauly. Editorial Norma. París. 1993.
[2]
El espectáculo invisible:
paradojas sobre el arte de la actuación. Luís de Tavira. 1e. Ediciones el Milagro. México. 1999.
[3]
Sociología del teatro: ensayo
sobre las sombras colectivas. Jean Duvignaud. Fondo de Cultura Económica. Mexico, 1981.
[4]
Dramaturgia de Hamburgo. G.
E. Lessing.
(Traducción de Feliu Formosa. Introducción de Paolo Chiarini traducida por
Luigia Perotto). Publicaciones ADE. (Serie Teoría y práctica del teatro).
Madrid, 1993.
[5]
Principios de dirección
escénica. Selección
y notas Edgar Ceballos. Colección Escenología. 1e. Gobierno del Estado de
Hidalgo y Grupo Editorial Gaceta. 1992.
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