viernes, 23 de noviembre de 2012

II. (continuación de la entrada anterior)



“La historia del teatro parece ser imposible. Si el teatro no es reductible a la literatura dramática, si se trata de un arte colectivo, interdisciplinario, vivo y por lo mismo efímero, su existencia aparece y desaparece sin dejar huellas palpables, más de los textos, los edificios y las crónicas de sus efectos más superficiales en la sociedad. Hoy como antes, esta es una certeza que se impone a todo esfuerzo por documentar la existencia histórica del teatro, tal vez porque, parafraseando a Usigli, la esencia del teatro es antihistórica”. [1]

Antes lo he dicho, una y otra vez, el teatro no es una política, un panfleto, un alarido inocuo; el teatro no es un museo inerte habitado por entidades sin esencia; el teatro tampoco es el diván donde habrá de expurgarse las neurosis, los demonios ni las fobias; el teatro no es ese cubículo propicio para enaltecer nuestros egos, vanidades y miserias. Por lo contrario el teatro es, ante todo, una estética personalísima; una didáctica y una pedagogía: todo teatro, aquel el mas humilde o el más oneroso, el más primitivo o el contemporáneo, conlleva un mensaje. Desde los tiempos remotos en que el “hombre santo” hacía contacto con los divinidad; hablando con la voz de los dioses, bailando enmascarado para espantar a los demonios o el actor que infunde de vida a la obra del poeta; el teatro pretendió mostrar una realidad distinta y más verdadera que si bien no hace que la realidad objetiva de la vida se transforme sí, al mostrarla desde otra posición, hace que ésta se transforme. En este sentido el teatro es político, porque es vivo, discutibles, dinámico y obedece a reglas elementales que con facilidad le pueden transformar en un pleonasmo.

Hasta el cansancio hemos escuchado o leído cosas como que el nuevo montaje escénico de determinada persona “es novedoso”, “renovado”, “más sincero”, “más profundo”, “mas, más… más”; y al verlo, al sopesarlo como espectador, tenemos la impresión absoluta de a verlo visto todo: el mismo discurso espacial, los mismos berridos habituales de siempre en el colectivo, el mismo fondo emocional vacuo, la misma pobreza de una estética chata, la misma ilustración del texto que le ha acompañado desde sus pininos más remotos. Y después, al leer las crónicas de los relatores de diarios, de los comentadores de sucesos periodísticos que con tamaños epítetos llenan los espacios de las exiguas páginas culturales y que por supuesto, ni gustan ni han visto teatro suficiente como para poder tener una ética profesional ante la materia que discurren, uno se pregunta inevitablemente: ¿y el talento y el genio?

¿Dirigir o actuar parece ser, como si de la noche a la mañana, por arte de magia o frenesí, nos plantáramos en un quirófano y diéramos por hecho que somos aptos para destazar o sanar gente? Puede ser, todo es posible gracias al uso de la irrefrenable lengua, resulta un acto de impunidad sobresaliente… Y puede ser, porque no, si hablar es aire saliendo por la boca sin ningún acto que lo sustente.

Al abrirse el telón, al encenderse la luz, al irrumpir la música que pone la atención del respetable en el sitio de representación, o cualquier otro tipo de formula empleada para ello, ya de suyo inicia la partitura de acción. Ya subyacen mensajes que el espectador va detectando. “Visibles o invisibles”: como sugería Augusto Boal.

El maestro Tavira ha escrito: “Nada sale de la nada, todo proviene de algo: de una filtración enormemente complicada y una acumulación muy vasta, que en un determinado momento florece de una manera, quizá muy particular…” [2].  Entonces el fenómeno del talento resulta como consecuencia de cosas voluntarias o involuntarias, consecuencias determinadas por diversas coyunturas de la individualidad. Un ejemplo de esto son los elementos de flexibilidad, conformación de huesos, peso o estatura que en una edad temprana determinan si se es apto o no para cierto tipo de danza. Existen elementos racionalistas que pueden explicar el talento, y también elementos, que permiten asegurar que no cualquier persona puede ser actor, dramaturgo, director o escenógrafo. Entendiendo que el talento no se hace, pero sí, se desarrolla. Así podemos entender claramente que no cualquiera puede autodenominarse pintor, poeta, músico. Que no es un estado de gracia, un don y que depende de muchas cosas: ante todo de una vocación, un ejercicio de voluntad que fortalece y templa las fortalezas, humildad y sobre todo disposición para afrontar los “misterios secretos” de lo desconocido que son el mundo habitable e inhóspito del personaje.

¿Y hay quien careciendo de talento para esto, hace teatro? Pues si… Tiene derecho a perder, engañarse o engañar –conciente o inconcientemente-, y hacer perder el tiempo a los demás.

Hace ya casi cuarenta años que veo y participo del ejercicio teatral, y no pocas veces me ha chocado ver puestas donde la persona que se pasea por el escenario, es una moronita o un gigante inconmensurable que difícilmente cabe en el espacio, no hablo de sus cacareos ni de sus berreantes intentos por mantener la línea de la memoria que escapa, si no de su volumen perdido en la dimensión del espacio o puesto en él con calzador, y que no es achacable de ninguna manera a la visión visionaria del director de escena que ha pasado por alto ese mínimo detalle. Y no digamos cuando hay utensilios escénicos que resultan ser una de cosas puestas ahí, como por ocupar algo: contradiciendo ese principio elemental de la “economía escénica”.

He dicho desde siempre que el teatro es una geometría. Espacialmente lo es. “Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro lo observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral” [3]. Sin importar las medidas de ese espacio vacío, su dimensión amplia o corta, monumental o breve, patio o escenario formal, esta dividido en nueve áreas que a su vez se subdividen en nueve áreas menores, y así sucesivamente, que permiten el manejo de volúmenes que son un lenguaje plástico, elemental previsto en cualquier puesta en escena; independientes del color, forma, textura, mobiliario, etc.. El hombre que camina en este espacio vacío del razonamiento de Peter Brook, es una geometría en movimiento que responde a volúmenes isométricos corporales, particulares y distintivos. Observar una puesta que no considera ni siquiera esto, como punto de partida, es tanto como intentar tragar un pedazo de pastel que carece de sal y azúcar como potenciadotes del sazón.

Hoy, con facilidad irresponsable, vemos el uso de herramientas visuales que pretenden aportar “sentido” al discurso de la puesta, y bien, vivimos en una sociedad visual por excelencia, eso no se puede negar, pero estas herramientas también conforman un elemento de la geometría escénica en proceso. Su empleo, más allá del sentido escenográfico, debe considerar su viabilidad geométrica.

Si el espacio físico donde se desarrolla el proceso de la puesta es una geometría como se ha dicho, el texto del dramaturgo es un mapa, donde están determinadas las coordenadas esenciales –las visibles y las invisibles- de su estructura.

Hablar de geometría escénica es hablar por supuesto del instrumento central: el cuerpo del actor. Flaco, alto; robusta, chaparra; chaparro y gordo, alta y rubicunda; cualquier composición de masa da pie a un volumen espacial a considerar. Ello propicia escalas que en el Renacimiento los grandes autores de las obras monumentales pictóricas estudiaron y codificaron profusamente.

Meyerhold aporta diciendo: “El movimiento esta subordinado a las leyes de la forma artística. En una representación, es el medio más poderoso” [4]. Parafraseando a Peter Brook, esto es cierto. El actor paseando por el escenario vacío ya de sí manda mensajes que el espectador lee sin duda y esto en el puro espacio físico altera el sentido de la composición. No es impune su transito. Y Peter Brook remata su planteamiento inicial diciendo: “Sin embargo, cuando hablamos de teatro no queremos decir exactamente eso. Telones rojos, focos, verso libre, risa, oscuridad, se superponen confusamente en una desordenada imagen que se expresa con una palabra útil para muchas cosas”. Cualquier acción o inacción crea una partitura: los silencios también son parte de la música.

Asimetrías, simetrías; alturas; unidad, composición espacial en tanto los objetos fijos y los volúmenes de la masa de los actores en movimiento del ejercicio en proceso, son observaciones mínimas que cualquier dirección debe cuidar, a reserva de que posea los servicios de un escenógrafo destacado y hábil; sin embargo, siendo el director el propietario del pensamiento rector de la puesta en escena, es su obligación cuidar los trazos; si el espacio escénico determina la puesta, es el director quien determina el espacio y el escenógrafo quien propone su distribución. Y estos datos, vistos así, son elementos cuantitativos simples que ponen coto a la idea del subjetivismo tan elocuente y propio en nuestra profesión.




[1] Luís de Tavira, La ciudad del teatro. Prólogo al IV tomo del Teatro completo de Rodolfo Usigli. CFE. México. 1996.
[2] Teoría y Praxis del teatro en México (especulaciones… en busca de una escuela). Sergio Jiménez y Edgar Ceballos. Un teatro para nuestras días. Luís de Tavira. Colección la memoria del olvido. Grupo Editorial Gaceta. México. 1982.
[3] El espacio vacío. Peter Brook. Ediciones Península. Madrid. 1969.
[4] Les poissons rouges. Jean Anouilh. La table ronde. París. 1971.

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