viernes, 23 de noviembre de 2012

II. (continuación de la entrada anterior)



“La historia del teatro parece ser imposible. Si el teatro no es reductible a la literatura dramática, si se trata de un arte colectivo, interdisciplinario, vivo y por lo mismo efímero, su existencia aparece y desaparece sin dejar huellas palpables, más de los textos, los edificios y las crónicas de sus efectos más superficiales en la sociedad. Hoy como antes, esta es una certeza que se impone a todo esfuerzo por documentar la existencia histórica del teatro, tal vez porque, parafraseando a Usigli, la esencia del teatro es antihistórica”. [1]

Antes lo he dicho, una y otra vez, el teatro no es una política, un panfleto, un alarido inocuo; el teatro no es un museo inerte habitado por entidades sin esencia; el teatro tampoco es el diván donde habrá de expurgarse las neurosis, los demonios ni las fobias; el teatro no es ese cubículo propicio para enaltecer nuestros egos, vanidades y miserias. Por lo contrario el teatro es, ante todo, una estética personalísima; una didáctica y una pedagogía: todo teatro, aquel el mas humilde o el más oneroso, el más primitivo o el contemporáneo, conlleva un mensaje. Desde los tiempos remotos en que el “hombre santo” hacía contacto con los divinidad; hablando con la voz de los dioses, bailando enmascarado para espantar a los demonios o el actor que infunde de vida a la obra del poeta; el teatro pretendió mostrar una realidad distinta y más verdadera que si bien no hace que la realidad objetiva de la vida se transforme sí, al mostrarla desde otra posición, hace que ésta se transforme. En este sentido el teatro es político, porque es vivo, discutibles, dinámico y obedece a reglas elementales que con facilidad le pueden transformar en un pleonasmo.

Hasta el cansancio hemos escuchado o leído cosas como que el nuevo montaje escénico de determinada persona “es novedoso”, “renovado”, “más sincero”, “más profundo”, “mas, más… más”; y al verlo, al sopesarlo como espectador, tenemos la impresión absoluta de a verlo visto todo: el mismo discurso espacial, los mismos berridos habituales de siempre en el colectivo, el mismo fondo emocional vacuo, la misma pobreza de una estética chata, la misma ilustración del texto que le ha acompañado desde sus pininos más remotos. Y después, al leer las crónicas de los relatores de diarios, de los comentadores de sucesos periodísticos que con tamaños epítetos llenan los espacios de las exiguas páginas culturales y que por supuesto, ni gustan ni han visto teatro suficiente como para poder tener una ética profesional ante la materia que discurren, uno se pregunta inevitablemente: ¿y el talento y el genio?

¿Dirigir o actuar parece ser, como si de la noche a la mañana, por arte de magia o frenesí, nos plantáramos en un quirófano y diéramos por hecho que somos aptos para destazar o sanar gente? Puede ser, todo es posible gracias al uso de la irrefrenable lengua, resulta un acto de impunidad sobresaliente… Y puede ser, porque no, si hablar es aire saliendo por la boca sin ningún acto que lo sustente.

Al abrirse el telón, al encenderse la luz, al irrumpir la música que pone la atención del respetable en el sitio de representación, o cualquier otro tipo de formula empleada para ello, ya de suyo inicia la partitura de acción. Ya subyacen mensajes que el espectador va detectando. “Visibles o invisibles”: como sugería Augusto Boal.

El maestro Tavira ha escrito: “Nada sale de la nada, todo proviene de algo: de una filtración enormemente complicada y una acumulación muy vasta, que en un determinado momento florece de una manera, quizá muy particular…” [2].  Entonces el fenómeno del talento resulta como consecuencia de cosas voluntarias o involuntarias, consecuencias determinadas por diversas coyunturas de la individualidad. Un ejemplo de esto son los elementos de flexibilidad, conformación de huesos, peso o estatura que en una edad temprana determinan si se es apto o no para cierto tipo de danza. Existen elementos racionalistas que pueden explicar el talento, y también elementos, que permiten asegurar que no cualquier persona puede ser actor, dramaturgo, director o escenógrafo. Entendiendo que el talento no se hace, pero sí, se desarrolla. Así podemos entender claramente que no cualquiera puede autodenominarse pintor, poeta, músico. Que no es un estado de gracia, un don y que depende de muchas cosas: ante todo de una vocación, un ejercicio de voluntad que fortalece y templa las fortalezas, humildad y sobre todo disposición para afrontar los “misterios secretos” de lo desconocido que son el mundo habitable e inhóspito del personaje.

¿Y hay quien careciendo de talento para esto, hace teatro? Pues si… Tiene derecho a perder, engañarse o engañar –conciente o inconcientemente-, y hacer perder el tiempo a los demás.

Hace ya casi cuarenta años que veo y participo del ejercicio teatral, y no pocas veces me ha chocado ver puestas donde la persona que se pasea por el escenario, es una moronita o un gigante inconmensurable que difícilmente cabe en el espacio, no hablo de sus cacareos ni de sus berreantes intentos por mantener la línea de la memoria que escapa, si no de su volumen perdido en la dimensión del espacio o puesto en él con calzador, y que no es achacable de ninguna manera a la visión visionaria del director de escena que ha pasado por alto ese mínimo detalle. Y no digamos cuando hay utensilios escénicos que resultan ser una de cosas puestas ahí, como por ocupar algo: contradiciendo ese principio elemental de la “economía escénica”.

He dicho desde siempre que el teatro es una geometría. Espacialmente lo es. “Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro lo observa, y esto es todo lo que se necesita para realizar un acto teatral” [3]. Sin importar las medidas de ese espacio vacío, su dimensión amplia o corta, monumental o breve, patio o escenario formal, esta dividido en nueve áreas que a su vez se subdividen en nueve áreas menores, y así sucesivamente, que permiten el manejo de volúmenes que son un lenguaje plástico, elemental previsto en cualquier puesta en escena; independientes del color, forma, textura, mobiliario, etc.. El hombre que camina en este espacio vacío del razonamiento de Peter Brook, es una geometría en movimiento que responde a volúmenes isométricos corporales, particulares y distintivos. Observar una puesta que no considera ni siquiera esto, como punto de partida, es tanto como intentar tragar un pedazo de pastel que carece de sal y azúcar como potenciadotes del sazón.

Hoy, con facilidad irresponsable, vemos el uso de herramientas visuales que pretenden aportar “sentido” al discurso de la puesta, y bien, vivimos en una sociedad visual por excelencia, eso no se puede negar, pero estas herramientas también conforman un elemento de la geometría escénica en proceso. Su empleo, más allá del sentido escenográfico, debe considerar su viabilidad geométrica.

Si el espacio físico donde se desarrolla el proceso de la puesta es una geometría como se ha dicho, el texto del dramaturgo es un mapa, donde están determinadas las coordenadas esenciales –las visibles y las invisibles- de su estructura.

Hablar de geometría escénica es hablar por supuesto del instrumento central: el cuerpo del actor. Flaco, alto; robusta, chaparra; chaparro y gordo, alta y rubicunda; cualquier composición de masa da pie a un volumen espacial a considerar. Ello propicia escalas que en el Renacimiento los grandes autores de las obras monumentales pictóricas estudiaron y codificaron profusamente.

Meyerhold aporta diciendo: “El movimiento esta subordinado a las leyes de la forma artística. En una representación, es el medio más poderoso” [4]. Parafraseando a Peter Brook, esto es cierto. El actor paseando por el escenario vacío ya de sí manda mensajes que el espectador lee sin duda y esto en el puro espacio físico altera el sentido de la composición. No es impune su transito. Y Peter Brook remata su planteamiento inicial diciendo: “Sin embargo, cuando hablamos de teatro no queremos decir exactamente eso. Telones rojos, focos, verso libre, risa, oscuridad, se superponen confusamente en una desordenada imagen que se expresa con una palabra útil para muchas cosas”. Cualquier acción o inacción crea una partitura: los silencios también son parte de la música.

Asimetrías, simetrías; alturas; unidad, composición espacial en tanto los objetos fijos y los volúmenes de la masa de los actores en movimiento del ejercicio en proceso, son observaciones mínimas que cualquier dirección debe cuidar, a reserva de que posea los servicios de un escenógrafo destacado y hábil; sin embargo, siendo el director el propietario del pensamiento rector de la puesta en escena, es su obligación cuidar los trazos; si el espacio escénico determina la puesta, es el director quien determina el espacio y el escenógrafo quien propone su distribución. Y estos datos, vistos así, son elementos cuantitativos simples que ponen coto a la idea del subjetivismo tan elocuente y propio en nuestra profesión.




[1] Luís de Tavira, La ciudad del teatro. Prólogo al IV tomo del Teatro completo de Rodolfo Usigli. CFE. México. 1996.
[2] Teoría y Praxis del teatro en México (especulaciones… en busca de una escuela). Sergio Jiménez y Edgar Ceballos. Un teatro para nuestras días. Luís de Tavira. Colección la memoria del olvido. Grupo Editorial Gaceta. México. 1982.
[3] El espacio vacío. Peter Brook. Ediciones Península. Madrid. 1969.
[4] Les poissons rouges. Jean Anouilh. La table ronde. París. 1971.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Apuntes sobre dirección escénica


El teatro es un animal voraz e insaciable; temible. [1]

A diferencia de las letras, la pintura, la música u otras artes, el teatro que trabaja con seres humanos, tan finitos como el mismo procedimiento de la puesta en escena, fenece, se descompone, se extingue en el olvido más profundo en cuanto se celebra y tiene como limite universal los linderos de la vida histórica de sus ejecutantes. Pocos son, comparativamente con las otras artes, los nombres de los hombres dedicados al teatro que han tejido huella indeleble en el quehacer teatral; muy pocos aún los que han logrado trascender el tiempo y el espacio, y son más reconocidos por su obra literario dramática que por sus verdaderas aportaciones a la escena. Es verdad, el teatro manifiesta el problema totalizador de la sociedad humana, el finito e irremediable proceso de ruptura con la esencia de la vida: la puesta en escena es finita, se ejecuta y se extingue como el ser humano en la línea de tiempo jamás detenida, nunca cíclica. El poder del arte teatral, en este sentido, es presencial.

No poco se discute si la vida verdadera del arte está en el “oficio” del actor que interpreta en la escena el pasaje y reacciones del personaje en la situación que le toca afrontar. Eso para los actores es un mandato y razón suficiente para que proclamen su independencia; solos están ante el publico que con impaciencia espera de ellos el cuento, la historia que habrá de maravillarle o sumir en el hastío más profundo y que cómo en el siglo XVII les sacan las ganas y deseos de largar bancos y verduras a la escena. Se habla igual de la construcción del espacio escénico, el cosmos creado cual cavidad propicia, traje a la medida donde las situaciones dadas dan margen al personaje que habrá de transitar en el eje central del totalizador ejercicio de la puesta en escena; luces, colores, espacios y volúmenes incluidos. Y desde que el teatro adquirió esa parte de manifestación no sacra, donde el papel del financiamiento y la repetición ante un publico diverso que asume sus costos, el productor se montó en la elección de repartos y repertorios más propios de su bolsillo y las necesidades de sobrevivencia del negocio, por lo tanto, se proclamó el verdadero dueño del teatro; no es de extrañar que muchos de estos productores se hubieran asumido como realizadores y creadores, y “el mundo del reconocimiento” vea en ellos verdaderos artistas, sin jamás tomar una decisión estética al respecto o donde las toma en virtud sólo de la utilidad.

“No todo lo que teatro es arte. Ya lo advertía Horacio a los Pisones; cualquier actividad capaz de liberarse de la finalidad que la esclaviza, para convertirse ella misma en su finalidad, puede alcanzar la soberanía del arte. Pero también sucede al revés, cuando una actividad esencialmente artística vende su soberanía al mejor postor en el intercambio mercantil que rige la conveniencia de las relaciones sociales, ese hacer deja de ser arte para convertirse en prostitución” [2].

Para algunos, la aparición del oficio del director de escena, es el resultado “de un tipo particular de deseos edípicos e identificaciones inconcientes y de una combinación especial de actitudes e intereses paternos”, otros lo atribuyen a la ampliación del papel del actor “en un esfuerzo demiúrgico por sujetar a su voluntad todos los oficios de la escena, todas las formas de la practica del teatro” [3].

Sin embargo, ya en el segundo tercio del Siglo XIX al igual que había sucedido con otros oficios colectivos -principalmente la música-, era indispensables un orden en medio del caos imperante y como resultado del advenimiento del mecenas en productor. En la música, los compositores, ejecutantes de su propia obra desde tiempo atrás habían adquirido la palestra y la batuta para dirigir con otros el sentido de sus notas. En el teatro, los primeros informes que tenemos al respecto son los pasos dados por el Duque de Meiningen quien ordena, sitúa, elige y organiza la disposición, forma y manera del relato e historias que habrán de contarse al público que asiste a la representación. Organiza y compone la disposición de la “Compañía” y abre brecha al advenimiento del elector principal de la puesta en escena. Es importante señalar que en la línea histórica, la presencia del Goerge II duque de Saxe Meiningen señala la aparición del director como rector del todo en la escenificación sin embargo antes, no pocos actores directores, hicieron lo mismo; una de las historias más conocidas y estudiadas es el caso de Mollière que escribió, actuó y dirigió durante el Romanticismo francés. Años antes del advenimiento del Duque Meiningen, Lessing quien dice: “nosotros tenemos actores, pero no un arte dramático. Si antaño existió, ahora ya no lo tenemos; se ha ido perdiendo; y es preciso volverlo a crea” [4], para enseguida proclama la República del Teatro y con ello fortalece la aparición del totalizador creador de la escena contemporánea.

Como otras artes, el director de la obra teatral, es el pintor de la obra pictórica, el interpretador de la partitura, el guarda ejecutor de las emociones del conjunto, el moldeador de los materiales de la escultura, el diseñador en situ de las situaciones creadas por el dramaturgo; es en suma, el pensamiento rector que da sentido al caos prevaleciente sobre el escenario. No quiero decir con ello ni eximir las buenas direcciones ni los malos juicios tomados al calor de la necedad soberbia de quién supone que su labor es dictatorial y absolutista.

“La puesta en escena es el dibujo de una acción dramática, el conjunto de movimientos, gestos o actitudes; acuerdos de fisonomías, voces y silencios” [5]: según Jacques Copeau a eso se refiere la puesta en escena. Pero quién es sí no es el director de escena quien logra el “dibujo”, “el conjunto”, la unidad de la puesta.

“El director de escena ha introducido la composición y la unidad que caracteriza la obra de arte, allí donde el azar reinaba como amo y señor. Considerado así, es un creador como cualquier otro artista. En el pintor la creación se produce en dos tiempos: aquel en que coloca los colores en la tela y aquel otro en que se retira para juzgar el efecto que produce. El actor se encuentra privado de este segundo tiempo. El director de escena se encargará de él” [6].

Es obvio que el actor es el rostro manifiesto de la ejecución de la puesta en escena; la punta del iceberg de una gran cantidad de esfuerzos compartidos, atados, unidos, enhebrados en una madeja de procesos relacionados con la planeación, la realización, la ejecución del acto efímero; subsume los significados y conlleva implícito paso a paso todos los elementos y procesos. Desde el momento de elección del texto, que no es otra cosa que el pensamiento en forma de literatura dramática del dramaturgo, pasando por la producción en sus etapas distintas y ensayos de mesa, trazo y conexión, hasta llegar al momento del “teatrón” donde espectador y actores por medio de los personajes y las situaciones en sucesivas secuencias se ven las caras –es un decir-, todo el proceso va ceñido, conducido, sobrellevado por la mano firme del unificador del pensamiento que en todos los momentos incidirá con su acento particular: el director que puede variar de muchas maneras el enfoque de esa misma dirección; habrá quién particularice su esfuerzo en la dirección de actores, en la dirección del espectáculo o en la ideal complicidad de una cosa y otra; pero habrá también quien se desentienda en aras de la fidelidad al autor y al texto, contraviniendo una ley esencial de la escena, proponer un viaje maravilloso y secreto al espectador que observa las incidencias de una aventura jamás contada aunque la partitura del texto la repita en voz baja en la penumbra amiga y discreta.

Hay una temperatura precisa entre la historia contada y el espectador. Temperatura que varia conforme el genero, el estilo, el núcleo social de espectadores a quien va dirigido y la manera en que los sucesos del cuento son contados. El director debe poseer ese termómetro: intuición, oficio, recurso. Debe tener el tino suficiente como para percibir los giros más leves de la peripecia de cada personaje y la historia. Y aquí quiero abrir un paréntesis y decir que no hay teatro para niños o teatro para adultos, o teatro para libélulas: sólo existe, simplemente, el teatro; maravilloso, terrorífico y voluble. Entender los momentos de contención o explosión plena que el actor debe observar es un principio elemental de la dirección de actores. Porque a veces el actor realiza una partitura de acciones físicas, limpia, multitareas, al tiempo que la impecable alharaca de un parlamento entreverado pero sin un sentido concreto de verdad del personaje en la situación, dando al traste con la ficción. Y entonces entendemos que actor y director no fueron capaces de entender al tercero en discordia, al personaje.

¿Pero que es dirigir?

Hasta ahora no hemos planteado el problema real, damos por sentado que todos los que esto leen entienden que es dirigir; tomar decisiones, afrontar problemas y buscar soluciones para llegar a una meta común. Dirigir resulta, simplemente, el control por decreto. ¿Pero el control de qué? ¿De la historia? Cuento inventado normalmente por otro; el dramaturgo sigue las reglas elementales de la forma dramática que en esencia es acción tridimensional forma en el mapa geométrico que conforma el texto dramático. ¿Del colectivo humano que contituyen los creadores? Se puede tener control o dominio sobre la imaginación del escenógrafo, el compositor de la música, el coreógrafo, etc. Todos aquellos especialistas que confluyen en el proceso de la creación anterior a los ensayos con el elenco. ¿Puede dominar y sujetar al colectivo de actores que intervendrán en la ejecución? ¿Entonces existe esta suerte de paternalismo a fuerza que prevalece entre actores y director? Y las decisiones que dan por resultado fracaso o triunfo de una obra de teatro se limitan a un vínculo de emociones solidarias o dependientes del otro. Dirigir resulta entonces como ser dueño del balón y formar su propia reta, si no se gana o resultan las cosas como se desean, se va y con él el fin del juego sin balón.

“Dirigir es coordinar todo cuanto sea necesario, para encontrar coherencia escénica de lo que uno piensa. Dirigir es plasmar los mundos internos del “règisseur” a través de un espectáculo; es expresar nuestro sentido de la vida mediante una estética y un sentido teatral. Ahí entra todo: coordinación, no coordinación y todos los aspectos de dirección escénica en general. Pero aún más importante que lo anterior: dirigir es realizar un hecho poético, un hecho autoral que implique una moral, una ética y una responsabilidad por lo que suceda en el escenario a través de un lenguaje teatral, a través de una puesta en escena. Habrá puesta en tanto que el director sea un poeta y tenga algo que decir sobre su realidad y en la medida con que lleve su disputa con el teatro. De otra forma no habrá nada, simplemente será un oficio de ilustración. Únicamente en la medida de que sea poesía, le será posible a un director plasmar mundos internos que se objetivicen, que encuentren la materialización en el escenario” [7].

¿Entonces el proceso y procedimientos de la dirección escénica es algo muchísimo más complejo y complicado?





[1] Théâtre du Vieux Colombier (1913-1993). Marie-Françoise Christout, Noëlle Guibert, Danièle Pauly. Editorial Norma. París. 1993.
[2] El espectáculo invisible: paradojas sobre el arte de la actuación. Luís de Tavira. 1e. Ediciones el Milagro. México. 1999.
[3] Sociología del teatro: ensayo sobre las sombras colectivas. Jean Duvignaud. Fondo de Cultura Económica. Mexico, 1981.
[4] Dramaturgia de Hamburgo. G. E. Lessing. (Traducción de Feliu Formosa. Introducción de Paolo Chiarini traducida por Luigia Perotto). Publicaciones ADE. (Serie Teoría y práctica del teatro). Madrid, 1993.
[5] Principios de dirección escénica. Selección y notas Edgar Ceballos. Colección Escenología. 1e. Gobierno del Estado de Hidalgo y Grupo Editorial Gaceta. 1992.
[6] La esencia del teatro. Henri Gaston Gouhier. Ediciones del carro de Tespis. Madrid. 1956.
[7] Memorias Ludwik Margules. Rodolfo Obregón.1e. CONACULTA y Ediciones el Milagro. México. 2004.

lunes, 5 de noviembre de 2012

In memoria del Emilio



Luminarias. Velas. Flores de cempasúchil. Parpadeo como si quisiera atrapar permanentemente esas instantáneas; imágenes luminosas que lastiman la pupila, confusas pero reconocibles en mis memorias más añejas. Incluso percibo el sonido del obturador abriéndose cada vez que mis parpados se cierran y abren. Es una sensación locuaz. Gente limpiando lápidas, quitando marañas de hojas secas, lavando lozas, pintando leyendas sobre los surcos bien conocidos de grafías que hablan cosas indestructibles de los difuntos. Gente en corrillo riendo, comiendo, contando anécdotas, chistes, melancólicos, beodos; niños, hombres, mujeres, viejos… Gente bailando, cantando allá, expresión de sones y boleros echados al aire por los mariachis, tríos, músicos de improvisa que apenas puedo registrar en las imágenes locas que pasan por mis ojos y se quedan en la memoria como un torbellino girando en vértigo… Altares y ofendas. Moles, tamales, papel picado, botellas llenas y a medio vaciar… Camino unos pasos hacia atrás, quiero tener una perspectiva más amplia de ese truculento torbellino de lúdicas presencias. Mis piernas endebles me hacen rodar, alzando las suelas de las botas y cayendo pesadamente sobre otros montículos de tierra que inexorable pienso son tumbas…



“¡Labrocha! ¡Labrocha! ¡Labrocha!” :- rugue el respetable tras fiero golpe a la tabla de la mesa. He dejado en un santiamén la ficha ganadora, me pongo en pie abriendo los brazos como abrazando a mis “dignos” rivales condescendiente y espeto una sonora carcajada llena de orgullo, de satisfacción, de burlona prepotencia. ¡Veintidós pesos! Cuando la apuesta por juego ha sido de a tostón. ¡Veintidós pesos!

.- “¡Perros! ¡Súbditos! ¡Mortales al fin metidos a juegos de dioses! … ¡Paguen! ¡Apoquinen la marmaja sustraída a sus débiles ilusiones!”.



Alzo la copa y brindo con la prole que aún me mira estupefacta y llena del orgullo que irradia el vencedor. Ese etílico mengur cruza por mi garganta, quema y baja a las entrañas calentando los intestinos ya de por sí calientes de otros muchos vasos de mezcales, aguardientes y tequilas. He bebido, sí. Pero he ganado a ley, reponiéndome de un mal inicio, contra viento y marea… El triunfo efímero es mi estandarte y nada podrá hacerme sentir frustración ni pena por los derrotados que ya pagan…

“¡Sigamos festejando! ¡Qué viva la fiesta!” :- grita un desocupado de aquel lado del galerón. Sigamos, quiero cantar y bailar. Llevar serenata. Cantarle a la vida, en esta noche de jubilo y festejo. Quiero compartir mi dicha. No le aunque que mañana los dragones de la cruda sean mi sino. Cantémosle al canto, a las estrellas, a las durmientes…



Salimos en batallón. Trepamos a los carros y empezamos el tour del descaro, el cinismo al cantar con aires alcohólicos, voces pastosas, camino del “despierta, dulce amor de mi vida. Despierta, si te encuentras dormida.” Y ahí andamos, con éxito rotundo; seis de siete; “son sordas o de plano andamos urgidos”. Seis ventanas, seis postillos que se abren al cuchicheo casi imperceptible, al rose de pieles menos imperceptible y a la promesa de mañana: colofón de esperanza a las ansias hoy prendidas. Hay quien de plano se pierde en el trayecto hundido en el torbellino…

Estamos frente a la puerta, me toca a mí avanzar dejando en claro de quien ha sido el triunfo y la noche. Estamos de cara al lumbral y dos últimos tragos me ofrecen el valor y entereza suficiente para dar el estirón postrero. Avanzo en los vapores de esos brazos etílicos que me llevan sin titubeos, sin tropiezos, a ganar otra apuesta echada al aire por las voces que me acompañan y que se han quedado atrás en cuanto cruzo el limite. Camino y mis ojos son ese lente que descubre un mundo como la canción de José Alfredo: “Un mundo raro”. Mis parpadeos son ese sonido del obturador abriendo y cerrando… Atrapando las imágenes vertiginosas, huidizas, aún ahora no completas... Caigo en situ de forma grosera. Hacia atrás y alzo las patas al tiempo que siento en la espalda la tierra floja; siento ansiedad, temor creciente, miedo… Manojos de cempasúchil y nube seca. Rastrojo. Tierra quebradiza entre los dedos. Un horrendo miedo en crecendo. Me pongo en pie como un rayo que se va de lado. Pero trato… Estoy solo y me rodea el largo caminos al muro exterior, filas interminables de lapidas, monumentos de petra in animación, árboles oscuros meciendo las ramas al compás de un viento parsimonioso y la luna llena mirando insomne el horizonte cuajado de estrellas. El silencio que cala en los huesos. Corro zigzagueando, caigo aquí, reboto allá… El camino es largo, recto e interminable… el pánico estalla en mis entrañas. Aprieto el paso indeciso… Soy un grotesco payaso que se deshace en jirones de tiempo tratando de llegar a la meta… Toco el umbral y salgo ileso. Afuera, nada. Nomás la avenida desierta en la madrugada. El viento bailando entre los toldos de los puestos de flores vacíos; nadie, solo y mi alma. Caigo de bruces. Vomito. Y me desmayo…