Estrenada el 2013 en los cines locales, Lincoln de Spielberg
es un filme de esa clase –digamos- alentadora, ensalzadora, promotora del
emblemático orgullo nacionalista legitimador por los héroes o esos paladines
que hacen de cada nación un acto único. En algún momento nos recuerda a la tv
mexicana con “El carruaje”, “El vuelo del águila” o “Hecho en México” que en su
momento sirvieron –más allá de la enorme carga ideológica-, para que las
mayorías mexicanas analfabetas, afectas a las telenovelas, se enorgullecieran
de las obras de personajes como Juárez o Porfirio Díaz, y las asiduos al cine,
con los pasajes musicales del país según Televisa.
Lincoln es un espectáculo cinematográfico cargado,
eminentemente verbal, a diferencia de otros filmes de Spielberg sin tanta
parafernalia, Más puesta en el tenor de un discurso que va explicándose sin
demasiadas referencias históricas de la época a que se refiere –aunque es bueno
conocerlas-, y que juega mucho con los aspectos universales, no verbales, de
las emociones significadas por los personajes que eso sí, cuenta con una muy
buena dirección de actores –entiéndase en los términos cinematográficos-.
Pienso que la película de Spielberg esta dentro de esas
cintas que ensalzan la egolatría norteamericana. La politización de un
pensamiento único, ese mismo pensamiento que animo en su momento a las hordas,
comerciantes y patricios romanos conquistadores del mundo sometido a su ley.
Recibirá muchas estatuillas Oscar pues celebra ese maravilloso mundo recurrente
donde se vanagloria la idea de liberar a “hombres de color”, hoy sólidos
votantes de la Academia, productores de bienes y dineros, pero que es incapaz
de mirar en los emigrantes latinoamericanos una pizca de aportación a esa
pujante economía.