III.
Lancé una botella de vidrio, con un tapón de corcho, con
todas mis fuerzas a las agua azules. Antes de cerrarlo puse en su interior una
hoja del libro que leo con fervor. Una hoja al azar. Tengo esa sensación
intuitiva de que algún día, en algún mar, volverá y regresará para formar parte
de mi Ulises de Joyce.
Trescientas sesenta y cinco islas tiene este archipiélago
panameño. Una isla para cada día del año. Islas grandes con aldeas y montes,
con parcelas y animales en majadas; otras diminutas de escasos centímetros
arenosos sobre el nivel del agua salada saltando sobre el arrecife; y aquellas
otras irregulares o medianas donde los nativos crearon reservas que igualan al
paraíso.
2.
La playa arenosa es un muladar: desperdicios, pedacera,
escombros; cosas ahora inútiles, naufragio de utensilios, jirones, retazos…
todo cuanto sea imaginable está regado a siniestra y diestra, en ovillos de
trizas, en disparatados montículos, en irregulares montones por la costa sobre
esta playita de olas calmas, junto a los riscos de piedra calcárea e impasible;
paseando de lado a lado…
Sobre el viento, en las cumbres de los farallones, se
columpian las gaviotas y el sol se bambolea entre las nubes grises de un largo
medio día nubloso.
No alcanzo a entender cuanto tiempo ha pasado, tirado como
estoy, echo un ovillo cuasi mortuorio tragando agua salada, masticando de a
puños granos de arena fina. No sé siquiera sí aún estoy con vida. Perdido en la
inconciencia más profunda por tiempo indefinido. Alcanzo sí, en lo profundo del
sueño, a ver las olas elevándose, tragando a mordiscos feroces la cubierta del
buque, balanceando el sólido mástil hasta el límite de su resistencia,
quebrando las voluntades de marinos profesionales y echando al agua fría,
negra, violentamente agitada los despojos de aquello que va arrancando a la
fuerza del barco que cruje y se estremece a cada embate. Me veo aterrizando en
las olas, como simplísima cáscara de nuez echada a esas fauces por el poder del
viento que me levanta de la cubierta cual papalote y me estrella en las
furibundas fauces negras.
Lamentos, gritos desesperados, cuchicheos que parecen
bisbiseos ansiosos de golpecitos repetidos cual picos de aves graznando. No sé,
algo me saca del sopor más profundo, de la inconciencia más devastadora: ¿mi
sentido de conservación? Lo primero que miro son los cuervos que ya tratan de
picotear mi carne, luego las gaviotas y los colmoranes que brincan lejos con
mis bruscos y agitados gestos, guturales sonidos surgiendo de una garganta en
colapso; no muy potentes pues me siento fatal, pero suficientes para que lo
piensen un momento y se pongan a resguardo… Puedo parecer un platillo gourmet,
exánime, semidesnudo para esta parvada de forajidos playeros: el banquete, al
menos ahora, esperará para mejores tiempos… El esfuerzo me tumba pero me ha
reactivado los sentidos.
Estoy rodeado de escombros desperdigados por una playa de
arenas diminutas, aguas calmas, profundas, farallones colosales y una selva
espesa y profunda que se extiende al fondo. No se ve salida pues rocas inmensas
flanquean ambos costados. Y el sol campea en lo alto pasando el cenit por
arriba de los riscos.
Estoy a punto de caer en la fase dos del miedo.
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