Ayer, hace treinta años ya, decidiste irte a otro plano de
la existencia. Mal haría si dijera que a “la eternidad”, esa, la eternidad, ya
la habías ganado de a poquito, andando sin salpicar sobre las aguas alborotadas
y turbias de todos los días, durante décadas. Te fuiste sin tapa, como quien
lanza un escupitajo al mar, sin esperar respuesta, dejando atónitos a todos…
cabizbajos, nostálgicos… enterándonos de que eras Rodolfo Guzmán Huerta.
Pienso que la eternidad la ganaste a base de trompones, mandobles,
patadas, topes voladores, llaves y contra llaves. Pienso que fue esa primera
vez que calzaste en tu rostro la tapa plateada que te identificaba como un ser
calmo, de bondad y probidad… aunque en el bando de los rudos: -uno pensaría que
a lo mejor hacías una manda sanadora para iniciar el camino-. Pero ese día,
ante las marrullería de la novateada que te propinaba el adversario, los
alaridos soeces, estridentes, chillones, majaderos y ciertamente mentadores de
progenitora que te escupía “el respetable”, y es más, lo injusto de la justicia
representada por el tercero en el rin: ¿quién podría aguantar tanta basura en
tan corto tramo? ¿quién? ¿dónde un prohombre ajeno a tanta podredumbre? Ni un
Santo… Así, luego de un feo lance que te azotó entre las gradas de la
audiencia, en respuesta a tanto improperio en seguidilla, armaste la de Dios
padre a base de sopla mocos, topes, patines saca muelas, jalones de greñas y
demás lindeces… tanto que tubo que intervenir la gendarmería con razones, con
palabras, con mentadas, con toletes y macanas… las cruces para cargar tanto
herido, y las julias, para echar a los rijosos al botiquín. Reprimenda y multa:
“no lo vuelva hacer, joven”.
Sobre el pancracio
mexicano se fundió parte de tu historia. Otro de elemento fue tu campeonato
universal de peso medio y el que jamás, nunca perdiste la máscara con todo y
que te llegaron a poner unas de padre y señor mío. La invencibilidad de tu tapa
plateada fue tu marca. Pero a la par, otra vertiente de tu inconmensurable fama
creció en los puesto de periódico… si bien el mexicano nunca ha leído, y es
analfabeto funcional por autonomacia, las historietas en color sepia y con
magníficos dibujos fueron forjando parte de tu culto… el imbatible justiciero,
el cabestro jijo de su contra la injusticia, el incorruptible en una sociedad
llena de defectos –la corrupción, el malevaje y la desigualdad: “me suena, me
suena”- fueron parte del triunfo. Mejor que la pandilla de Marvel que aparte es
gringa, ganaba en las noche de sudor y saliva sobre el cuadrilátero, y ganaba
en los días de historieta entre romances, asombrosas hazañas y gloriosas
recompensas sólo dignas de un héroe.
Un buen día, tus aventuras enigmáticas y logros
insuperables, empezaron a proliferar en el celuloide haciendo más grande tu
fama y presencia en el imaginario del “respetable” que por supuesto apretujaba
las salas de exhibición. Ya no sólo eras el icono de carne y hueso que se batía
sobre la tarima noche a noche con el Dr. Wagner, Gori Guerrero o el Cavernario
Galindo, entre otros; ni el héroe de historieta que encontraba sus adversario
en Drácula o el Hombre Lobo en parajes fantasmagóricos; ahora, con voz de
Víctor Alcocer o Narciso Busquet, acompañado de voluptuosas nenas, villanos
desalmados y artefactos increíbles para la época: –luego utilizados a la nausea
por el espía británico del M6 con “permiso para matar”-. Y así, montado y al
galope del corcel de la posteridad, hiciste factible los sueños y las
pesadillas de muchos.
Hace apenas unas dos décadas, de la mano de moneros
jalisquillos Jis y Trino, el Santos v.s la Tetona Mendoza, con un humor ácido,
escatológico y virulento, vinieron a complementar en la reserva patriótica del
imaginario colectivo y la prensa nacional, el tapiz del suelo de tus andanzas.
Y ahí estabas porque nunca, como tu máscara, te habías ido.
Ayer acaso debí recordarte y hacer un paréntesis, calzarme
la tapa plateada, asomarme al balcón y ondear la bandera tricolor como si fuera
un quince de septiembre cualquiera cantando tu alabanza: “¡Santo, Santo,
Santo!”.
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