viernes, 24 de octubre de 2014

Sigfrido, el erguido


Con el advenimiento del neo salinismo disfrazado de priísmo reformador, ha sido más que evidente el desprecio que los hombrecitos enquistados en la cátedra universitaria, los títulos, la lisonja heredada de heroicas simulaciones pasadas (o nuevas, al amparo de la complicidad partidaria), las incapacidades disfrazadas y el oropel de la notoriedad sienten por las artes; sus sacerdotes, sus novicios, sus diletantes, sus correligionarios de bregas.

¿En qué baso mi argumento?: se preguntará el hipotético lector.

Es evidente que, el neo salinismo enmascarado, explusador de mano de obra e inteligencias baratas, por décadas no hizo nada por revertir esto.., ¿Por qué tendría que hacerlo hoy? ¿En el tiempo de las reformas estructurales que habrán de rendir sólo utilidad, utilidad y sólo eso? La vanagloria ha sido siempre que el partido fue y será el gran acuñador de las instituciones. El gran papá hace todo; proveedor de retrasos, miseria, promesas incumplidas, ignorancias cabalgantes sin coto ni escrúpulo. Compuesto por cuadros (familias), cortes poseedoras de la todología y remediadores de todas aquellas insufribles limitaciones que la maza; bullanguera e ignorante, futbolera y televiadicta; puso en sus manos; destino signado por “el dedo de Dios” en el inexorable libro del futuro mexicano y que con prontitud reza el mismísimo Himno Nacional.





Pero, la realidad es y ha sido diferente. Distinta porque los hombrecitos enmascarados en el boato y la pompa (parásitos ajenos a generar algo que no sea papelpiedra, complicidad y cinismo), no han podido borrar la evidencia incuestionable: hombres ignorantes, la gran mayoría sin escuela, desprovisto de algún futuro, agarrados con pies, manos y garras a la ilusión endeble del “American dream” heredado de sus abuelos y padres. Expulsados a fuerza del paraíso han ido a nutrir otras economías, otras ensoñaciones, otros anhelos, cargando a cuestas la otredad de su color de piel, de sus ignorancias, sus complejos, sus esclavitudes y sometimientos también herencia de un pasado no muy lejano. Pero esa inmensa humanidad, ese cúmulo de sueños y anhelos; esa enorme maza de personas abismadas al olvido y los malos tratos; discriminaciones, corredizas, miedos a deportaciones y acusaciones hijas del temor y el miedo del otro. Esos mismo no olvidan: pues cargan en su faldriquera la nostalgia por la tierra, la herencia de la fe, el idioma (en muchos casos el dialecto) y el deseo de la vuelta, aunque sea a ver la construcción jamás terminada de un país inexistente, depredado; jamás abrigador; jamás cariñoso con el hijo ausente que nunca olvido donde está enterrado su ombligo, dónde el pomito que guarda sus anhelos, dónde su sonrisa, dónde sus suspiros…

Así fue para Sigfrido Aguilar. Nacido en un pueblito de la geografía michoacana, luego de un pasaje muy nutritivo en las inmediaciones del teatro vallisoletano de la Escuela Popular de Bellas Artes se marchó, como tantos otros; miles, millones; a buscar el sueño americano sólo llevando a cuestas una maleta exigua, el rumor de viejas canciones, el rostro de la marca de origen, la herencia de múltiples voces, susurros, consejas, cuentos… Y se vio sólo, parado en una empinada y larga culebra cubierta de nieve que ayudaba a limpiar para que los esquiadores pudieran transitarla. En esos días y noches de soledad, de trasiego y faenas interminables es que descubrió una riqueza, un tesoro, una joya que él había exportado y que llevaba sin saberlo: la pantomima. El arte del gesto; de la comunicación sin palabras; la vía de acceso a corazones y entendimientos ajenos por todos los medios in imaginados.





Se debe decir que no fue un descubrimiento sencillo. Que los primeros balbuceos y pasos nacieron en mitad de los escuincles que consentían una manualidad mientras esperaban a sus padres esquiadores. Posesionarse del gusto, romper con el ridículo, desarrollar el hambre por saber, atrapar y ser atrapado por el oficio, no es ni será cosa fácil. Existen muchos escollos: la desinformación, los pocos estudios, el que los libros sobre esas materias estén escritos en otros idiomas, los pocos maestros dispuestos a compartir, el éxito aparente que se extingue como el efímero espectáculo, la autocomplacencia, la carencia de humildad, la comprensión de que el común denominador será y es la nula paga… Todo eso y más.

Pero Sigfrido se abrazó a su descubrimiento. Se aventuró como quien quema las naves -ya las había quemado antes-, lanzándose al vacío… Arrastrando detrás de sí la carreta del destino; los bueyes, el carretero, el camino... Hasta ahí la historia parece ser convencional de nuevo. Más lo que hace gracia, es que sin ninguna ostentación, sin buscar la gloria y el reconocimiento Sigfrido ha ido por el mundo –literal-, por décadas y décadas –ya olvide cuantas-, llevando a cuestas su rostro, su cultura mexicana, su herencia michoacana… Sin importar que aquí, en México y en Michoacán, pocos le conozcan y sepan quien es, que ha hecho, que persigue teniendo en alto sus propias banderas y símbolos que comparten miles y millones de co nacionales  obligados a partirse el lomo y enjugar el sudor en otros confines porque aquí, en su propia tierra, donde esta enterrado su ombligo, donde duermen sus sueños y habitan sus anhelos, los hombrecitos desletrados enquistados en el aula, los cargos burocráticos, la todología alivia todo y la exhibición de la incapacidad le desprecian, porque no conocen su trayecto, historia y generosidad.

Añado diciendo que, Sigfrido Aguilar, “el mejor mimo mexicano y michoacano de los últimos tiempos”; pienso que el mote más adecuado es: “el mimo emigrado exportador de la cultura mexicana”, nunca en su estado natal y país le hemos realizado un reconocimiento del calado de su dimensión.

Nunca es tarde. Los honores deberían ser en vida, aún es tiempo.




* Imñagenes de los archivos personales del maestro Águilar.

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