Hace 23 años ya, un día como hoy pero de 1991, en la plaza
de San Francisco –sitio de la fundación de Valladolid, hoy Morelia- celebramos
con un espectáculo escénico el aniversario 450 de su fundación. Jamás, desde
entonces, autoridad alguna municipal o estatal, ha tratado siquiera de
retomarlo. Por lo tanto, fue único.
Habría que decir que fue un espectáculo complejo, en su
estructura y maniobrabilidad interna de ejecución; tanto como complicado por
las situaciones externas que arrastró desde el principio: a saber en ese
momento en Morelia se dirimía una batalla política -¿cuándo no?-, a ratos
silenciosa y otras perversa por su grilla intestina; el primer ayuntamiento
perredista en México tenía un momento exaltado a consolidar –Samuel Maldonado
era el Presidente-, y otro de los muchos gobiernos interinos priístas –Genovevo
Figueroa era el interino- que trataba de detener la avalancha, en su terruño en
formación en ese momento. No hablaré más de lo complejo de esa circunstancia
pero se debe tener en cuenta cuando el talentoso, también ex rector de la casa
de Hidalgo, programó a la misma hora, en el centro de la ciudad, frente a
Palacio de Gobierno a los Bukis y asomado al balcón central mostró el
menosprecio por todo lo demás.
Sin embargo la gente inundó la plaza y atiborró las
graderías. El espectáculo inició con los rayos últimos de la tarde, desde un
principio, en los días lejanos ahora de septiembre o octubre del año anterior,
así se había determinado. Abrimos, con un silencio en la casi oscuridad sobre
la plaza que la muchedumbre apiñada en las gradería que rodeaban el rectángulo
sólo rompió con un aplauso breve cuando los primeros acordes de la Sinfónica y
el coro monumental de las Rosas; fue una overtura del maestro Gerardo Cárdenas
que también conducía al conjunto musical.
Quienes estábamos sobre los templetes frente a la plaza,
viendo en dirección a la arquitectura de la Casa de las Artesanía y el Templo
de San Francisco, quienes teníamos el control de la ejecución en ese momento,
había una inmensa sensación de seguridad tamizada por el nervio natural del
indecible inesperado. Pero cuando vimos el chisporroteo casi mágico de las
pezuñas al impacto con las lozas del piso, bailando el penco, aquel caballito
brioso que nos significaba la muerte que acompaña a la vida inexorable, y
notamos el murmullo que corría de tribuna en tribuna, quiero decir que nuestro
pecho se llenó de valor y placer, “estábamos por el camino correcto”.
Recuerdo con mucho gusto aquello. El trabajo ante todo fue
muy aleccionador y lleno de experiencias. Yo participé como Jefe de la
Producción, bajo las ordenes del maestro Roberto Briceño, quien fue el Director
General del evento. El papel principal lo realizó Manuel Guiza. La dirección
escénica fue de Alfredo Durán, la escenografía del maestro Octavio Vázquez, la
parte coreográfica correspondió a la maestro Dalia Próspero y un gran numero de
personas –todos con mucho talento-, pusieron su manota de arena para lograr
dicho resultado. Yo también escribí, estructuré y rehice gran parte del texto
escenificado ese día adjudicado a Neftalí Coria; si alguien dudara de esta
afirmación se le puede preguntar a el maestro Briceño que aún vive.
Para Gustavo López Jiménez, hoy sobresaliente escenógrafo,
escribí un texto. Fue la representación del emperador Itrubide, nuestro único
personaje histórico que se recreó en ese espectáculo a pesar de existir tanto
pro hombres. A Pepe Ortiz, sobre le templete armado encima de la pila y rodeado
de hermosas y rubicundas cortesanas vallisoletanas, se le construyó un texto
recreativo, jocoso y lúdico que realmente provocó hilaridad por su fraseo
preciso.
Una anécdota recurrente de esos recuerdos, es cuando al
pasar de la gente en el transporte público o caminando en torno de la plaza, en
los días previos al evento, liberada de los toldos y lonas de los muchos
comerciantes que por años la habían tupido, las personas decían: “Mira si es
una plaza. Que grande… ¿Qué irán hacer? Y esa gente ha de ser bien pudiente que
hasta una pila con agua ya le pusieron en el centro”.
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