A
Rules Mejía, a su magnifica crónica culinaria
He de señalar que no me gusta el mole. No soy afecto a ese
pesado platillo dulce o picoso ni oaxaqueño, ni poblano, ni guanajuatense.
Tampoco me gusta la comida japonesa exuberante en sus formas y colores, pero
insípida -para mi gusto-. Y sé de que hablo, porque mi familia paterna fue, es
y será molera por los días de los días de la primera aurora, hasta la
eternidad.
Como he dicho en otros momentos nací horneado en casa, con
doctor y comadrona junto a la cama, en la calle de Manuel Muñiz. Ahí entre el
mercado de Carrillo, la Ciudad Perdida y la calle Cuautla; entre las glamorosas
Zamora y Guerrero. Lo aclaro porque en los años cincuenta, sesenta, setenta y
ochenta vivió, guisó y comerció la molera más famosa del orbe vallisoletano de
quien se tenga memoria en esas décadas aún no cargadas de chilanga presencia:
Doña Cata; cuyo mole fue y es objeto de culto y recuerdo memorable a tal sazón.
Y al cual, por supuesto, mi familia paterna fue asiduo comensal con motivos
celebratórios o sin ellos, por mero placer de celebrarse la tragona angustia
del gusto dominical acallado con un muslo de pollo o una pierna de guajolote…
Ya he mencionado que no soy afecto al mole, prefiero otro
tipo de cocina mexicana, menos barroca, aunque no desprecio los pipianes o
exóticos platillos con reminiscencias peninsulares. Entiendo que en gustos se
rompen géneros. También comprendo que hay una suerte de memoria de sabores que
todos guardamos y llevamos en la faldriquera, dispuesta siempre a brotar a la
menor provocación, trayendo a las papilas gustativas la remembranza de placeres
idos. En ese sentido prefiero, hablando de cocina michoacana, unos chiles
capones de la región de Acámbaro con su respectivo queso Cotija, la delicadeza
de la sopa fría de aguacate al tequila, unos trozos de carne de puerco con un
molito de olla con ciruelas de la región lacustre, el sabor delicado del
consomé –que me recuerda la tradicional cabeza en caldo moreliana que se vendía
junto a la estación de guajolo-flechas en el Carmen- de cabeza de res que sin
tanto orégano venden los domingos a la entrada del mercado en Pátzcuaro, o
aquel sabor nunca imitado y crujiente del chivo adobado de Don Felix, hecho en
horno de ladrillo.
Tampoco soy muy afecto a los pozoles. Sin embargo lo
prefiero puerco puerco, blanco sin mucho caldo, con cebolla picada, chile perón
y limón; más chunches -me parece- verduras y acompañamientos, son superfluos.
Por supuesto, hablando de sopa de arroz, estoy de acuerdo
totalmente con Rules Mejía, de ninguna manera, nunca, jamás los ingredientes
deshidratados de un sobrecito globalizado -por más rápido que ello fuera-
imitaran el sabor asado de jitomates, ajos y cebolla en cazuela de barro
indispensables para la hechura de una sopa de arroz tradicional; cuando una
sopa deshidratada podrá sustituir el sabor del ajo asado y la cremosa
aportación de la leche, en un arroz blanco. Siguiendo con estos ejemplos,
jamás, nunca, no pensable me resulta suponer que una sopa Maruchan –o cualquier
producto similar- pueda siquiera alentar la vaga idea del parecido con un
spaghetti al dente: ¿quién puede suponer que una pasta deshidratada al aceite
pueda recuperarse con sólo un poco de agua caliente? ¿quién –sólo atrofiadas
las papilas gustativas- puede suponer que un saborizante globalizado en polvo
puede suplantar algún sabor?
Como he dicho sé de cuanto hablo. En mi infancia y
adolescencia aprecie, comí, gusté y observé cuanto guiso fuera posible de
degustar de la fauna silvestre terrestre, acuífera y marina que estas tierras
mexicas pudieran albergar en la segunda mitad del siglo XX. Mi padre fue
cazador y lo mismo cazo cimarrón, venado, jabalí, ardillas, conejos, patos,
gansos, huilotas, codornices, márlin, atún, crustáseos, etc. etc. Toda fauna
que se moviera o reptara ante la mira de su escopeta, trampa o red. Pero de
nada sirve lo cazado sin unas buenas cocineras que pongan sazón y punto a
guisos, potajes y menjures cuyo ingrediente principal es el placer y orgullo
que causa la satisfacción de los comensales que se chupan –literalmente- los
dedos. No hay secretos en la cocina: hay técnica, tradición, productos; un
gusto y un placer que se origina en el cocinero(a) que sabe que sólo se aprecia
lo que se quiere, se ama lo que se conoce y se disfrutan las cosas ricas.
Gracias Rules por tu hermoso texto.
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