domingo, 9 de noviembre de 2014

Miserias y mentiras


La ultima vez que me dijo con sinceridad: “No sabes lo que me importas”. Fue un par de días antes de iniciar la embestida: “Necesito espacio, tiempo para mi… Siento que eres demasiado intoxicante, posesivo, controlador, obsesivo, asfixiante… Si tenemos otra casa podré tener tiempo… Espacio… Otra casa que yo, por supuesto, compraré para estar más tranquila”. Pensé que tal vez sí, tenia razón. No me importó mucho, en realidad el amor estaba estancado por la costumbre, el trabajo y la familia creciendo: la casa que construimos era suficientemente grande, espaciosa y cómoda para nosotros y los hijos pero, ella, decía necesitar espacio.

No más de dos o tres meses después nos vimos en una fiestecilla, mientras que yo jugaba con mis hijos, con un muy mi compadre que luego de dos tragos me dijo: “En verdad que me siento mal, compadre… Pero, te falle… Hace tiempo quería hablar… Como amigo te no hice lo que debía y lo sé… ¡Amigos del alma siempre cabrón! Entiendo que un fallo es un fallo… Compadre, tu entiendes: uno no es siempre la fortaleza que debiera… Pero de verse, de estar juntos tantas horas y ella… Tan frágil y necesitada de comprensión con tanta indiferencia de tu parte… Monotonía. Incomprensión; tanta que ni juntos están, siempre. Y sabes, comprendes, ¿verdad? Todo es empezar y luego lo que le sigue es natural… La pena me quema la cara, compadre…”

Sentí que me ahogaba, sólo un necio no comprende… Y ella me miró con la cándida expresión similar a “necesito espacio y mi propio tiempo..” En serio que en ese momento, moviendo la cabeza para salir del entumecimiento, pensé en darles un par de balazos, justificada estaba mi cólera pero al mismo tiempo, con uno de mis hijos en los brazos, el pensamiento de mandar todo al diablo y aguantar el ridículo –los cachos es lo de menos-, la indignación, las burlas del circulo de amistades que seguramente ya reían a mis espaldas; la presencia de mis hijos pudo más. No proferí maldiciones como la ira mandaba. No hice aspavientos. Y me quedé quieto, secándome por dentro. Con la puerta abierta de mi casa a mis hijos y muchas veces a ella, que venía a buscar algo faltante en su alacena.

Mi buen compadre no tomó posesión de la casa nueva por dos razones definitivas: Que su “dichosa” relación duro poco y porque su propia mujer no fue tan condescendiente como yo. Pasaron volando cinco años de puertas abiertas a mis vástagos, de despelucadas a la alacena, almohadas, cobijas y una que otra exigencia. Por mi parte, como los armadillos, me enconché en el silencio, las lecturas y mi vida pública que nunca mostró desdoro –bueno, eso creo-.

Al final de esos cinco años: los milagros existen. Inicie una relación propia, con todos los resabias y conflictos que un mal sabor siempre deja; pero bajo el anhelo de encontrar un poco de luz, felicidad y alegría. Avanzando a tientas, sin prisas, midiendo de a poquito cuanto te entregas y vas reconociendo el mundo de las expectativas.

Sin embargo, la reacción de aquella que me “pidió espacio y tiempo” fue furibunda, explosiva, inexplicable, como lo son las conductas femeninas alocadas y coléricas… Nunca hice ningún movimiento legal en el pasado: hoy me arrepiento. La casa –según yo-, la construimos para los hijos… La primera reacción fue valerse de la ley que protege indiscriminadamente a las mujeres, ayudarse de la jauría de género que pulula en los juzgados y de cuanta artimaña “legal” a diestra y siniestra…

En síntesis: me despojó de la casa familiar, del grueso de mi sueldo que la empresa para la cual trabajo le deposita como pensión; siendo lo que más me duele, el secuestro de mi familia, a base de la abducción parental de la conciencia infantil que poco sabe, entiende y se defiende ante la mentira.

¿Por qué quiero recordar?

Porque hoy como ayer la herida sangra, por motivos no tan diferentes. Y me arrastro, y me consumo… Y no deja de supurar la herida.


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