La
ultima vez que me dijo con sinceridad: “No sabes lo que me importas”. Fue un
par de días antes de iniciar la embestida: “Necesito espacio, tiempo para mi…
Siento que eres demasiado intoxicante, posesivo, controlador, obsesivo, asfixiante…
Si tenemos otra casa podré tener tiempo… Espacio… Otra casa que yo, por
supuesto, compraré para estar más tranquila”. Pensé que tal vez sí, tenia
razón. No me importó mucho, en realidad el amor estaba estancado por la
costumbre, el trabajo y la familia creciendo: la casa que construimos era
suficientemente grande, espaciosa y cómoda para nosotros y los hijos pero,
ella, decía necesitar espacio.
No
más de dos o tres meses después nos vimos en una fiestecilla, mientras que yo
jugaba con mis hijos, con un muy mi compadre que luego de dos tragos me dijo:
“En verdad que me siento mal, compadre… Pero, te falle… Hace tiempo quería
hablar… Como amigo te no hice lo que debía y lo sé… ¡Amigos del alma siempre
cabrón! Entiendo que un fallo es un fallo… Compadre, tu entiendes: uno no es
siempre la fortaleza que debiera… Pero de verse, de estar juntos tantas horas y
ella… Tan frágil y necesitada de comprensión con tanta indiferencia de tu
parte… Monotonía. Incomprensión; tanta que ni juntos están, siempre. Y sabes,
comprendes, ¿verdad? Todo es empezar y luego lo que le sigue es natural… La
pena me quema la cara, compadre…”
Sentí
que me ahogaba, sólo un necio no comprende… Y ella me miró con la cándida
expresión similar a “necesito espacio y mi propio tiempo..” En serio que en ese
momento, moviendo la cabeza para salir del entumecimiento, pensé en darles un
par de balazos, justificada estaba mi cólera pero al mismo tiempo, con uno de
mis hijos en los brazos, el pensamiento de mandar todo al diablo y aguantar el
ridículo –los cachos es lo de menos-, la indignación, las burlas del circulo de
amistades que seguramente ya reían a mis espaldas; la presencia de mis hijos
pudo más. No proferí maldiciones como la ira mandaba. No hice aspavientos. Y me
quedé quieto, secándome por dentro. Con la puerta abierta de mi casa a mis
hijos y muchas veces a ella, que venía a buscar algo faltante en su alacena.
Mi
buen compadre no tomó posesión de la casa nueva por dos razones definitivas:
Que su “dichosa” relación duro poco y porque su propia mujer no fue tan
condescendiente como yo. Pasaron volando cinco años de puertas abiertas a mis
vástagos, de despelucadas a la alacena, almohadas, cobijas y una que otra
exigencia. Por mi parte, como los armadillos, me enconché en el silencio, las lecturas
y mi vida pública que nunca mostró desdoro –bueno, eso creo-.
Al
final de esos cinco años: los milagros existen. Inicie una relación propia, con
todos los resabias y conflictos que un mal sabor siempre deja; pero bajo el
anhelo de encontrar un poco de luz, felicidad y alegría. Avanzando a tientas,
sin prisas, midiendo de a poquito cuanto te entregas y vas reconociendo el
mundo de las expectativas.
Sin
embargo, la reacción de aquella que me “pidió espacio y tiempo” fue furibunda,
explosiva, inexplicable, como lo son las conductas femeninas alocadas y
coléricas… Nunca hice ningún movimiento legal en el pasado: hoy me arrepiento.
La casa –según yo-, la construimos para los hijos… La primera reacción fue
valerse de la ley que protege indiscriminadamente a las mujeres, ayudarse de la
jauría de género que pulula en los juzgados y de cuanta artimaña “legal” a
diestra y siniestra…
En
síntesis: me despojó de la casa familiar, del grueso de mi sueldo que la
empresa para la cual trabajo le deposita como pensión; siendo lo que más me
duele, el secuestro de mi familia, a base de la abducción parental de la
conciencia infantil que poco sabe, entiende y se defiende ante la mentira.
¿Por
qué quiero recordar?
Porque
hoy como ayer la herida sangra, por motivos no tan diferentes. Y me arrastro, y
me consumo… Y no deja de supurar la herida.
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