martes, 14 de diciembre de 2010

Fragmento de mi texto: Breve Crónica de la Verdadera y Maravillosa Conquista de las Indias Nuevas



El vértigo minero y la reactivación industrial hicieron nacer durante el porfiriato los primeros batallones obreros de México en el sentido moderno de la palabra. Los minerales norteños atrajeron, con sus altos salarios, emigrantes de todo el país: se erigieron en meses junto a los tiros, decenas de ciudades provisionales, desarregladas y bulliciosas marcadas por la promiscuidad, el trabajo duro, la discriminación y la voluntad indesafiable de los propietarios; generalmente norteamericanos e ingleses. Las compañías explotaban la mina y controlaban la vida municipal, nombraban al alcalde, pagaban la fuerza policíaca, sostenían la escuela, dominaban el comercio y no pocas veces poseían las zonas ganaderas y agrícolas circundantes. La compañía era el amo y señor de la pecera y todo lo que dentro se moviera, también era suyo.


El viejo Labrocha recibió un documento de la secretaría particular de la presidencia: comunicaban que el general Díaz lo quería visitar esa misma tarde. No era normal que realizara el General Presidente una visita de ese tipo por muy su amigo que fuera. Luego entonces pensó el otrora guerrero indomable que aquello debía tratarse de algo verdaderamente serio, que involucraba directamente sus intereses o ponía en serio predicamento su estabilidad lograda después de muchos trabajos y heroicas hazañas realizadas en el mismísimo campo de batalla. Las respuestas no tardaron mucho en llegar. Con voz recia, aunque debilitada por la edad como era natural, el dictador enfundado en un fino traje de casimir inglés, relató cómo los obreros de un perdido mineral sonorense, casi en la frontera con Arizona, se habían lanzado a la huelga. Relató que aquellos trabajadores se habían organizado bajo el influjo del magonismo y de la ebullición radical que plagaba fábricas y minerales al otro lado de la frontera, en California y Arizona. También dijo que sus informantes habían dado cuenta exacta de las actividades y agravios que dos Labrochas, hijos suyos, creados por madres distintas en aquellas latitudes habían realizado sediciosamente bajo la bandera del anarcosindicalismo que basa sus argumentos en la filosofía de un nacionalismo agraviado por la supuesta permanente discriminación laboral en favor de los extranjeros. Y afirmó categórico que estaba ahí presente para que el viejo amigo conociera de su propia voz las siguientes novedades impresas en el informe siguiente: Luego de tres días de huelga, de motines, de saqueos e incendios; acudieron a la mina Cananea rangers y voluntarios de Arizona y 500 soldados enviados por el gobernador Izábal, quien coordinó personalmente la pacificación. Hubo, oficialmente, diez muertos y cien presos. De tus vástagos, uno está preso. El otro, al parecer cruzó la frontera con documentación importante. Y éste es el mensaje que ahora mismo enviaré por el telégrafo al General Reyes: "Quémalos en caliente”. ¿Qué dices?


Destiérralos. Si los matas, ni yo podría quedarme quieto… Esa historia no terminará ahí.


En los treinta años de paz porfiriana el norte de México sufrió cambios más definitivos que en toda su historia anterior. El auge capitalista del otro lado de la frontera y sus inversiones en éste. El boom petrolero en el Golfo. El minero en Sonora, Chihuahua y Nuevo León. El industrial en Monterrey. El marítimo y comercial en Tamaulipas y Guaymas trajeron en esos años para el norte el impulso material de una doble y efectiva incorporación: por un lado, al pujante mercado norteamericano, por el otro, a la red inconclusa pero practicable de lo que podía empezar a llamarse República Mexicana. En esos años el norte fue un foco de inversión y nuevos centros productivos que diversificaron notablemente su paisaje económico y humano. Esa realidad novedosa configuró la aparición de un tipo nuevo de trabajador emigrante que ejercía libremente el tránsito de una zona a otra en busca de buen salario y mejores condiciones laborales. Inestable y sin arraigo local, cosechaba las ventajas de un mercado libre y semilibre de mano de obra bien pagada. Ese norte también poseía sus desventajas profundas: inseguridad en el empleo, carencia de familia, comunidad o vínculos tradicionales donde cobijarse en las épocas malas. Ese mismo norte, tatemado al sol y a la intemperie del desierto, en sus complicadas serranías nutrió a los ejércitos norteños revolucionarios, frente a los cuales tuvo la doble disponibilidad del enlistamiento y la movilización militar fuera de su zona de reclutamiento que señaló una diferencia clara y fundamental con los de procedencia agraria, como el zapatista.


Una noche de aquellas tantas, mientras fumaba parsimonioso, un espigado y fornido muchachón Labrocha de nombre Benjamín, de esos enraizados en la profundidad del desierto y la tierra norteña dijo las siguientes palabras que sonaron a presagio: "Es indispensable una oleada de sangre nueva que reponga la sangre estancada que existe en las venas de la República, enferma de viejos chochos, en parte honrosos restos del pasado, si se quiere, pero momias que estorban materialmente la marcha de nuestro progreso".


Ciertamente –y tal como afirmara el prócer de la patria azul- se ha dicho una y otra vez, repetidas veces hasta el cansancio que, ésta nación de engrudo y papel de china, es un país sin memoria. Siempre expuesto a repetir sus errores y calamidades más sombrías. Pero esa verdad a medias, se podría revertir con un poco de atención al escudriñar estantes, cajones y armarios de las casas de antiguas familias de prosapia como la Labrocha. En archivos personales, diarios de viaje y almanaques de imágenes fotográficas. Apenas reconocida la invención de la fotografía en el 1839, en favor de Louis Jaques Mandè Daguerre, llegó a las tierras mexicanas por Veracruz ese mismo año dejando evidencias y muestras de un pasado no tan lejano y que la fotografía puede desvelar con amplia claridad. Los fotógrafos ya en 1866 se auto publicitaban mediante tarjetas de visita. Las familias gustosas, normalmente las pudientes, asistían a los estudios previa cita para que se les realizara uno o dos deguerrotipos. Mediante ese sistema es que la historia y desarrollo –florecimiento y decaimiento- de las hermanas Labrocha Peral se conserva y puede seguirse detalladamente. Su primer estudio fotográfico lo realizaron en el prestigiado estudio Cruces y Campa y Valero & Co. Vestiditas de igual manera, bucles ensortijados y sombrillitas, rosario en mano aparecen Lucrecia, Clementina, Josefina y la pequeña Ángela. Unos años después sólo se ven formadas de grande a chica con uniforme de colegialas y en la cintura un corte de tela de lino en forma de cinta gruesa, a las tres primeras, pues ya para ese momento había pasado el suceso de Ángelita en la feria. A lo largo de los años, las tres hermanas gustaron de fotografiarse regularmente dejando evidencia del paso del tiempo en sus personas, de la época que se extinguía y de otros muchos aspectos y miembros de la familia Labrocha. Por lo mismo, costumbre se hizo que después de cada nueva reunión familiar, sumados los regulares y nuevos vástagos que asistían a las reuniones en la casa de Coyoacán, se realizaba la fotografía colectiva que fue formando parte de la gran memoria común de la familia y que las tías guardaron con celo en hermosos almanaques de cartulinas en pastas de cuero.


Josefina, Clementina y Lucrecia crecieron tal cómo se ha dicho, al cuidado de instituciones, institutrices, maestros particulares y de doña Socorro que si antes del suceso de Ángelita era su sombra, después de la regañada y de la certeza propia de haber fallado, se transformó en el aliento de su respiración. Desde que arribaron a la vida del ancestro Labrocha las hijas se supieron comprometidas hasta el tuétano con su padre, por el respeto que desde siempre les mostró, sus cuidados y sobre todo, con su entrañable amor demostrado a cada paso. Después del acontecimiento de la feria y de la forma como el viejo Labrocha lo enfrentó, dándole cabalidad total a la decisión tomada por su hermana menor, con más lucidez, convicción y mayor decisión fue como encararon el reto, conformándose en un verdadero triunvirato que gobernaba con mano inquebrantable la casa, la hacienda y los negocios del padre y la familia. Ellas fueron las principales promotoras de las reuniones familiares. Del reconocimiento sin límites de cuanto medio hermano existiera. Laboriosas enviaban invitaciones, regalos y cartas de todo tipo a los múltiples hermanos y familias que ellas mismas iban reconociendo. Incansables intercambiaban sus tiempos para atender las tierras, las parcelas y los medieros, las relaciones con otros rancheros, hacendados, pobladores y negociantes de diversas ramas. Crearon varios negocios de autoservicio de ropa, telas y de cuanto chunche se podría traer de Europa, a donde viajaron con regularidad. Compraron otras tierras y abrieron una ganadería de reses bravas cuya primer vacada la trajeron de tierras ibéricas y que Rodolfo Gaona no terminaba de disfrutar y deleitarse cuando los toreaba a inicios del nuevo siglo. Tuvieron una finca de henequén y goma de chicle. Nunca olvidaron su condición de orfandad por lo que ayudaron a muchos hospitales y orfanatos del país en absoluta discreción. Hablaban con fluidez total varios idiomas: español, inglés, francés, alemán y muchas lenguas nativas de México en las que se comunicaban con sus muchos medios hermanos. Fueron grandes amazonas, y debido a que él ancestro Labrocha siendo muy pequeñas les enseñó las artes de la guerra, sabían esgrima con sable y florete; tiraban con pistola, rifle y escopeta con gran destreza. Nunca fueron mujeres medrosas que no supieran comportarse en cualquier situación. Pero doña Socorro también las enseñó a bordar, zurcir, cocinar y cuanta arte femenina de la época deberían conocer a la perfección. Si como se ha dicho detrás de un gran hombre hay una gran mujer, detrás del ancestro Labrocha, siempre hubo un triunvirato granítico y creativo.


Los almanaques de tanta gozosa existencia están plagados de imágenes que muestran congelada lo mismo la vida cotidiana de Labrochas de muchos rincones, status y clases sociales, vestidos a la usanza y la época que se extingue, en algunos casos de maneras estrafalarias entre levitas, lustrosos vestuarios militares de cadetes u oficiales, trajes de charro o caporal, calzonudos de manta, sombrero y gabán o sarape terciado. Vestimentas de los más variados oficios y faenas de la vida cotidiana: cirqueros, trapicheros, músicos, campesinos, maestros de escuela, aguadores, catrines, maquinistas, cargadores, mineros, poetas, obreros, reos, soldados, deportistas, curas, rurales. Vistas de recién nacidos venidos a engrosar las filas ya rebosantes de la familia; parejas en su día de boda; bautizos; personajes entrañable; fiestas populares; imágenes de familias con los padres y los retoños mirando con inocencia al ojo de la cámara mientras un personaje indefinible les repite insistente: ¡Miren al pajarito! ¡Pajarito! ¡Pajarito!; segundos antes del estallido refulgente del bromuro. Deliciosa resulta la serie de fotografías en las que satisfecho se ve al ancestro Labrocha rodeado de sus muchos ramales.


Cierta mañana, mientras el general Díaz departía opíparo desayuno en el comedor del Castillo de Chapultepec, presentes el viejo Labrocha y algunos otros comensales, los incondicionales científicos, periodistas y también alzados pudientes dueños del capital y la tenencia de la tierra. El mandamás emocionado por los recuerdos de hazañas e indias nuevas -y las no tanto por supuesto- que en otras épocas heroicas había vivido tan de cerca; a pelo y grupa. En ese instante particular. Emocionalmente ubicado en la alberca de la nostalgia a donde viajó con los recuerdos de la sobremesa para echarse un chapuzón y nadar de bucito haciendo gorgoritos... El viejo dictador, luego de un lapso breve con la miradilla vidriosa puesta en algún punto de la habitación, declaró tras de un largo suspiro. Suspiro hondo, profundo, como si fuera un alarde final de un héroe que, evidentemente, sólo el amigo de correrías y batallas comprendió del todo-: México está listo para la democracia y acogeré como una bendición del cielo el nacimiento de un partido de oposición. Y le siguió un largo silencio. Un reportero norteamericano que andaba metiendo la nariz por las viandas y la falda de la servidumbre presidencial, apresurado salió del recinto y buscó un telégrafo por el cuál se comunicó a su redacción para complementar con esa frase la entrevista que horas antes le había realizado al chocho general. El resultado, nomás se conoció la declaración firmada por James Creelman -que era el nombre del reportero gringo-, fue como una especie de orden divina. Un mandamiento. Las ansias postergadas, antiporfiristas, vinieron a la arena pública en forma de organizaciones políticas y partidos antireelecionistas que brotaron como la mala hierba en el llano. Un cohetón espontáneo rompiendo la calma chicha de la paz porfiriana. Una salva pestilente. Reguero de pólvora. Una esclusa abierta de súbito para que el deporte nacional, el rumor, tomara esencia y cuerpo en forma de chisme. Un encontronazo de placas tectónicas. Un sismo al interior político de la sociedad que de inmediato tomó la plaza pública como baluarte. La murmuración se hizo folleto. La agitación tomó cuerpo en volúmenes de libros. ¿Hacia dónde vamos?: publicó Querido Moheno. Cuestiones electorales: Manuel Calero. La reelección indefinida: Emilio Vázquez Gómez. Lo que puede la añoranza del betabel: Ramón Labrocha Sierra. La organización política: Francisco de P. Sentíes. El problema de la organización política: Ricardo García Granados. La sucesión presidencial en 1910: Francisco I. Madero.

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