sábado, 25 de diciembre de 2010

Las memorias del perro 2

La vida es un pañuelo remendado. Un trozo de tela diminuto de lino o seda.

Una noche abordé un taxi. Tenía prisa. Hacía frió y los sucesos recientes con balaceras, coches incendiados, sirenas, la intermitencia alarmante de las luces de patrullas, jalapeños armados con pasamontañas, rumores y levantónes a cualquier hora, no son cómo para no tomarse en serio. Abordé el auto e iba rodando sumergido en mi ya clásica disertación existencial silenciosa: la de ese octubre cíclico jamás suficientemente cercano, al tiempo que, nunca deja de estar tan lejos. Iba absorto en lo más profundo de mis pensamientos. “¿Ud. no estudió en el Saleciano, en Morelia?”. “¿Perdón..?” “Sí, digo. ¿No es ud. un tal Emilio o el pinche Labrocha que estuvo con los salecianos en la secundaria Antonio de Mendoza?” “Pues Emilio, sí. Pero pinche no. Jamás le atendí la cocina a su jefecita… Que yo recuerde” El fulano que me veía por el retrovisor con insistencia soltó la carcajada de buena gana y paró el carro. “¡Hijo de tu madre, sigues igual de hocicón! ¿Y qué..? ¿No te acuerdas de mí?” “¿Tendría por qué..?” “¿A poco he cambiado mucho? ¿No me reconoces..? ¡Soy Melgarejo, cabrón!” “¿Y qué con eso..?” “¡Pinche Emilio desmemoriado! El Perro, tu, el Banano, yo y la bandota que nos juntábamos a echar desmadre en los Abasolo… ¿A poco ya te olvidaste del billar, de las briagotas y del cine?” “La verdad ni te reconozco. Parece que te corrieron sin aceite guey… Además, ya me acordé de ti pendejo… ¡Tu fuiste el que se apañó a las gemelas lujurientas!”.



Hablando con el Melgarejo recordé mis buenos días de largas tardes de jueves en el cine Colonial. Ya he dicho en otro momento como el cine Colonial reunía a un buen numero de los estudiantes de preparatoria en la década de los años setenta. Recordé el galerón que albergaba la sala del cinema y que lo recuerdo enorme. Con butacas de madera maltratadas. En la galería pasamanos de herrería muy gastados. Sepa dios quién sabe cuantos años ya tenía funcionando como teatro o cine ese lugar que al parecer era de la misma familia Gallegos que poseía también el cine del Río, “el piojito” como también le decían y que ofrecía funciones de películas mexicanas de charritos y canciones bravías. Ahí por cierto ví “El ojo de vidrio” con Antonio Aguilar y el Chelelo. También varias de los hermanos Almada... Eso ya lo conté antes.

Los jueves en el Colonial había variedad. Ciclos formidables de películas internacionales. Fue ahí donde por primera vez me tocó ver la filmografía de Akira Kurosawa, el realizador japonés. Y lo primero que pude disfrutar de su cine fue: Los 7 samuráis. Cinta magnífica, en blanco y negro, de 1954.





La historia, ubicada en la época del Japón medieval, cuenta como un pueblito miserable se ve forzado ante el acoso sistemático de los forajidos a contratar guerreros mercenarios a cambio de lo único que poseen, su grano. Intentando de esa forma una defensa desesperada de sus cosechas, de su tierra y de sus vidas.





La trama se entreteje con extraordinaria simplicidad y narra como 6 guerreros samuráis de dotes excepcionales en lo moral, en lo ético y sobre todo en su quehacer como combatientes, son reclutados por el maestro arquero Kambei (Takashi Shimura). Y como el lúdico y jocoso Kikuchiyo (Toshiro Mifune), haciéndose pasar por un samurai verdadero, se transforma en el alma del grupo y la defensa. Así mismo muestra de refilón, la decadencia de una clase guerrera cuya importancia radica en el conocimiento de su arte y en la indiferencia ante la vida ajena, de ahí que los personajes de la cinta contrasten y se vuelvan humanos ante el dolor de los desprotegidos y míseros campesinos que habrán de defender. Posee muchos de los elementos narrativos y destrezas del teatro Kabuki. La película adquiere un dramatismo potenciado magníficamente por el silencio y las imágenes en las diversas gamas del gris y el claroscuro.



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