viernes, 17 de diciembre de 2010

Otro fragmento: de la crónica




El flamante sargento Calixto Trinidad Labrocha Rosiles, se incorporó de acuerdo a las órdenes recibidas al cuerpo de escolta personal del Primer Jefe, en Sonora. Ya en marzo de 1913 Álvaro Obregón, entonces comandante militar de Hermosillo, tomó Nogales, acción que le permitió seguir abasteciéndose de armas y pertrechos adquiridos del otro lado de la frontera; Cananea y Naco. La estrategia militar se complementó permanentemente con el empleo de todos los productos, mineros o agrícolas en calidad de empréstito para la guerra que las haciendas, minas y ranchos siguieron produciendo como un río interminable para adquirir recurso bélicos necesarios para la contienda. En mayo del mismo año, Obregón derrotó a las fuerzas federales en Santa Rosa y puso sitio, sin éxito, a Guaymas. Contento por las noticias de los triunfos en Sonora, sabiéndose vulnerable en su propia tierra al señor Carranza, en un arrebato de entusiasmo y prudencia, se le ocurrió acompañado de un pequeño grupo de amigos y soldados una marcha de epopeya, desde Coahuila hasta aquellas regiones sonorenses. Cruzando las sierras por pasos solamente usados por cuatreros y cuidadores de ganado. Esa marcha, se puede decir aventura pura, la cual duró poco más de dos meses a lomo de cuaco, fue evidenciada por el piricho y famélico aspecto de la tropilla acompañante y del propio Primer Jefe, quién llegó a su destino vistiendo un traje remendado, descolorido e inservible. Lo primero que hicieron los vecinos de Hermosillo fue bañarlos a todos, rasurarlos, y a don Venustiano confeccionarle un terno de fina tela inglesa, darle un sombrero nuevo y el maestro de la lente Jesús H. Abitia sacarle unas cuantas fotos sobre un bien alimentado caballo prestado que sirvieron de propaganda, porque el suyo, ese penco en donde había realizado la gran travesía estaba trasijado, igualito al matalote montado por el sin par hidalgo don Quijote de la Mancha. Después, las obligaciones, vinieron los bailes y las comilonas que tanto gustaban al Primer Jefe.

Unas semanas más tarde y las buenas nuevas de la División del Norte. Y otra vez, como si fuera aquella telenovela famosa El carruaje dirigida y producida por Ernesto Alonso, otra ocurrencia y se decide la marcha del contingente que acompaña al Primer Jefe, quien deja Sonora para avanzar atravesando la Sierra Madre por el cañón de Púlpito hasta el estado de Chihuahua. El sargento Calixto Labrocha Rosiles iba en la avanzada permanentemente. Hábil en la lectura de las cosas invisibles y más mínimas de aquellos andurriales pedregosos, era capaz de tomar decisiones y aún acciones, a veces inexplicables, que evitaron de esa manera encuentros desafortunados con bandas volantas de alzados o gavillas de cuatreros; largos rodeos innecesarios en aquel paisaje inhóspito; el encuentro con manadas hambrientas de lobos u osos; el hallazgos de ojos de agua en lugares increíbles; presas para alimentar al contingente en despeñaderos agrestes; abrigo en las noches inclementes y frías; leña en los pasos inaccesibles; crecientes inesperadas en los arroyos y encuentros con tolvaneras y trombas. En enero de 1914, el general Villa toma Ojinaga, pasando a controlar todo el estado de Chihuahua.


La tropilla que acompañaba al Primer Jefe divisó entre el lomerío los toldos de techos planos de las construcciones que señalaban las goteras de Ciudad Juárez. A la distancia, también el verde prado y las factorías del otro lado del Río Bravo. Ese aspecto chipocles de la libre empresa gringa invitadora a dormir el anhelado sueño americano. Un respiro profundo y aliviador provocó esa vista a Carranza que no terminaba de sonreír y saludar a las gentes con su mano al aire. Tras un descanso de varios días, el Primer Jefe avanzó con su guardia y amigos en tren hasta la ciudad de Chihuahua. Encontró con cara colorada y mal genio al general Villa que de inmediato le reprochó la mala decisión de que la plaza de Torreón se hubiera entregado a las tropas constitucionalistas, que por supuesto, la perdieron al primer zarpazo de las fuerzas de Huerta. Le molestaba básicamente a Pacho Villa el hecho de perder hombres, caballada, equipos y tiempos realmente necesarios para lograr el objetivo de vencer al usurpador, pero no se podía dejar un bastión enemigo detrás de la línea. Don Venustiano le sonrió con cándida estupidez al tiempo que se alisaba la piocha, luego se quitó y limpió sus lentes: "¡Chimpiotas! ¿Y ora qué hacemos general?"


El 20 de marzo de 1914 iniciaron las maniobras de la tercera conquista de Torreón. Calixto Trinidad Labrocha Rosiles que durante la travesía con el Primer Jefe había ascendido a teniente, por disposición expresa de don Venustiano, pasó a formar parte del cuerpo de infantería del ejercito comandado por el general Eugenio Aguirre Benavides. Inexplicable hubiera sido la disposición si no fuera porque en uno de los pasajes pedregosos de la sierra, el Primer Jefe rodara con su caballo por una pequeña pendiente, sin mayores desgracias que la ruptura del tiro del pantalón del alto jerarca y la muerte del caballo al torcerse el pescuezo. El teniente Calixto Trinidad fue el único que estando cerca asistió a don Venustiano. Sin quererlo, mirando nomás de soslayo, no pudo evitar una leve sonrisa. Debajo del pantalón de dril roto del Primer Jefe no había otra cosa que una calzonera de manta más apestosa, amarilla y cagada como inevitable fue el incidente. Carranza matrero observó el leve gesto, el quien vive pudoroso de su subordinado y rencoroso como solo él, guardo la purga vengativa, hasta el momento oportuno. De ahí que el teniente Labrocha Rosiles dejara el cuerpo de guardia personal del Primer Jefe y entrara a formar parte de la infantería de la División del Norte, donde lo ascendieron de inmediato a capitán, nomás por darle en la torre al viejo cagón.


Lo primero que el flamante capitán hizo bajo su nuevo mando fue formar un eficiente cuerpo de infantería que él mismo reclutó, con anuencia del general Aguirre Benavides, de entre los demás cuerpos del ejercito del que se componía la Brigada Aguirre Benavides. Al igual que la primera instrucción que recibiera en su iniciación con el cuerpo de zapadores, formó el nuevo contingente en tres compañías activas, una reserva y una compañía de abastecimientos. La diferencia fundamental con los otros cuerpos habilitados como infantería dentro y fuera de la División del Norte era su orden, la táctica y disciplina a la hora de avanzar en pequeños pelotones de once miembros seguidos, de inmediato, por otros pelotones con igual número de unidades. Todos uniformados y los rostros cubiertos con paliacates rojos. Sin excepción las unidades llevaban el máuser preparado y el dedo pegado al gatillo listos para abrir fuego. Se desplazaban con pasos cortos pero seguiditos, en fila india. En una carrerita violenta que imitaba al lince en su acecho. Un poco encorvados los cuerpos y dobladas las rodillas para reaccionar lo más rápido posible. También se les instruyó en el uso de toda clase de combates, armas, explosivos, cableados y en la guerra furtiva de guerrillas. La mayoría de las órdenes se daban a través de señas y en silencio absoluto. La estrategia principal fue la sorpresa, el sigilo y el fuego nutrido. "No siempre la infantería –según la teoría táctica del coronel Calixto Trinidad Labrocha Rosiles escrito en un pequeño cuadernillo de notas encontrado en Zacatecas- debía enfrentarse al enemigo como un cuerpo compacto, sólido. A veces, la táctica y la improvisación, deberán responder a las necesidades de cada nuevo suceso en el campo de batalla".


El cuerpo de infantería formado en la brigada Aguirre Benavides, cuya insignia fue una calavera con un paliacate sobre la boca cruzada por un par de ballonetas, tomó sin demasiada resistencia un tren que iba a Tlahualilo cargado de armas. En el tren avanzaron de manera furtiva y secreta llegando hasta la estación de Lerdo, donde anularon los puestos de avanzada de los pelones provocando la rápida huida de las guarniciones de Bermejillo, Tlahualilo y Mapimí. El general huertista José Refugio Velasco no se explicaba cómo se había realizado dicha maniobra, desde su cuartel en Torreón mandó telegramas a la Ciudad de México para que alguien le explicara cómo y sucesivos espías al campo villista, tratando de encontrar pie con bola de aquella táctica. Entonces, diez mil hombres de la División del Norte, avanzaron ocupando los llanos y lomas cercanos a Torreón. Soldado caballeroso como siempre, el general Felipe Ángeles conferenció por teléfono desde la estación de Bermejillo con el general Velasco, su intención fue evitar el derramamiento innecesario de sangre, pero el otro todavía sorprendido por el reciente avance tan vertiginoso nada más atinaba a preguntar: "Aquí entre nos. Como cortesía y secreto profesional entre militares. Dígame señor general Ángeles: ¿cómo entraron en mis defensas sin que nos diéramos cuenta? ¿Acaso, ahí entre sus muchachos, trae algunos brujos o chamanes? ¿Gente de humo? Dígame, no me deje con esa duda". Y la cosa hubiera terminado a lo mejor en una plática telefónica amena sino hubiera intervenido el propio general Villa, quien con un par de malas razones y tres mentadas de madre puso a Velasco en su lugar. "¿Cómo vamos a vender los secretos?" :- dijo Villa nomás colgó. "Y por cierto general: ¿cómo le hicieron?". Ángeles alzó los hombros.

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