miércoles, 30 de marzo de 2011
Una de las del Santo
lunes, 28 de marzo de 2011
Día Internacional del Teatro
Triste Japón
viernes, 25 de marzo de 2011
miércoles, 23 de marzo de 2011
viernes, 18 de marzo de 2011
Hago eco
Reproduzco el siguiente texto porque me parece justo y en razón. La situación en general en Michoacán es triste y lamentable, en el caso particular de las acciones relativas al hacer cultural tienen un retraso formidable en pagos de actividades realizadas en 2010 y que según se sabe, siendo un año electoral, ya se redujo de un plumazo un 60% del gasto destinado a los programas. De ahí que la valides del texto se extienda no sólo a la denuncia, la ira y la desesperación, sino al hecho palpable y valiente.
No mas trato denigrante de parte del gobierno. Hagamos un acto creativo y levantemos nuestras voces de entre la ignominia. ¡¡10 meses sin recibir el pago de nuestro trabajo!!.
La sociedad se ha quedado desamparada de la gente del teatro cuando las luchas han llamado al pueblo. Lo único que nos queda es tener un poco de dignidad y exigir lo que legítimamente nos pertenece la justa retribución en tiempo y forma de nuestro trabajo.
Donde han quedado los recursos del presupuesto de cultura. No más corrupción, y que esta ves sea dicho de corazón. Que no cobren los funcionarios, los diputados, los ministros quienes sexenio tras sexenio se enriquecen y la sociedad que solo no solo se conforma con las sobras, sino que las celebra.
Mientras salarios groseramente ostentosos continúan enriqueciendo a funcionarios inexistentes. Alguien sabe por qué cobra Neftali Coria, amigo intimo del gobernador. Elí solís solo va dos o tres horas a la semana, y solo para beneficio de su negocio particular que crece bajo la sombra del Festival de Jazz. Otro funcionario que nunca esta en la oficina es Héctor García que en contubernio con proveedores gana sumas cuantiosas, junto a su operador Abraham y su empresa fantasma.
O quizá sean estas vicios en el poder el resultado de la insensibilidad o el total desconocimiento de cuestiones culturales por parte de los funcionarios a nivel Dirección. Quienes somos responsables de la cultura demos una respuesta creativa, no respondamos como los porros del COTACUM, tan malos como artistas que solo amenazando y hostigando, como el peor delincuente, consiguen acuerdos con funcionarios endebles.
No más corrupción
Hagamos acciones creativas dignificantes
ATTE
Rodolfo Quintero
jueves, 17 de marzo de 2011
Una suplica!!!!!
Fundación Procultura A.C.
miércoles, 16 de marzo de 2011
"I Lie, I trucos, yo Robar"
Es en la década de los años cincuenta del siglo pasado que el tema de los chicanos prolifera en el cine mexicano. Películas que en general se dedican a estereotiparlos como pochos, cholos, gringos a medias y pocas películas han logrado captar la esencia de la problemática de la comunidad mexicana-norteamericana.
Algunos títulos sólo por ejemplificar: El hijo desobediente (1945), Pito Pérez se va de bracero (1947) de Alfonso Patiño Gómez, Primero soy mexicano (1950) y Acá las tortas (1951) dirigidas por Joaquín Pardavé, Yo soy mexicano de acá de este lado (1951) dirigida por Miguel Contreras. En la mayoría de estos filmes la trama trata como tema central: los efectos de la americanización cuyo único remedio posible, es el retorno a los valores y costumbres del país natal. El asesino X (1954) dirigida por Juan Bustillo Oro; thriller policiaco ambientado en Los Ángeles, hay un giro evidente pues los personajes de los chicanos son tratados de modo positivo y están construidos con gran sensibilidad evitando premeditadamente los estereotipos. El pocho (1969) dirigida, producida y escrita por Eulalio González el piporro; la película consiste en plantear que el único lugar legitimo para el chicano, es justo ahí, en mitad de la frontera que señala el Río Bravo ya que no es ni de aquí ni de allá. El rechazo de ambas sociedades coloca al protagonista en una posición nada envidiable. A pesar de estos esfuerzos, la cascada de cintas realizadas en las décadas de los años sesenta, setenta y particular en los ochenta y noventa, con ejemplos pintorescos de la filmografía de los Hermanos Almada y algunos realizadores norteamericanos, y múltiples revistas fársicas que pretenden ser un divertimento jocoso: son creadas por razones puramente comerciales; recurren en exceso al sexo y la violencia; su acción se desarrolla siempre en Estados Unidos y coinciden así con la política oficial de México que insiste en la violencia y la opresión de que son víctimas los inmigrantes; se despreocupan por completo respecto a los factores internos de México que provocan la emigración masiva, pues nunca abordan los problemas de la estructura socioeconómica; con ciertas excepciones reciben apoyo estatal para su realización, difusión y promoción; y la mayor parte de sus ganancias se generan del mercado hispano de los Estados Unidos[1] que no mira en ello más que un entretenimiento; narco corridos y zagas simplonas.
Los estereotipos, desde una perspectiva psicosocial son simplificaciones de la realidad. Una vez que se institucionalizan y se repiten continuamente, influyen también en sus víctimas –espectadores inermes normalmente- quienes en cierta medida, empiezan a aceptarlos como reales. Recuérdese si no, el tono casi perruno que ha sido el estereotipo del hablar del alemán en nuestra país, durante el siglo XX. Por su parte el chicano, no ha dejado de ser la encarnación, para la cultura dominante –me refiero a la anglosajona-: del machismo, la violencia, el vicio, el flojo; el chichimeca en su barbarie que avanza del sur, cruzando la frontera con su cuota de analfabetismo y vileza; sex machine para las güeras; latin lover, dandi para los güeros; el enamoradizo y galán irredento a pesar de su baja estatura, marcado acento y color de piel de chocolate, sin llegar a los excesos de los afroamericanos; el siempre proclive y dispuesto a la trapacería, a la corruptela y la chicanada ruin con tal de ganar –arrebatar algo- a toda costa; ejemplo vivo y manifiesto de la mordida y la tranza que impera y se campea del otro lado de la frontera protegida por su ancho muro. En tanto estos ejemplos según esa visión, la raza, los otros, no significan nada; nada si me los tengo que llevar entre las espuelas con tal de lograr mi satisfacción muy personal: ganar, ganar y ganar.
Esta visión tan recalcitrante del estereotipo de lo español –que bien a bien, en esta generalidad, nos define en la impureza de mexicanos de nuestro propio mestizaje-, se acuñó en los siglos de la gran guerra entre el naciente imperio británico y el español, como una forma de combatir desde la ideología de la corona sajona lo diferente de los modos culturales bárbaros de sus adversarios españoles, para denostarlo a sus subditos y justificar de esta manera la superioridad de lo sajón, al tiempo justificada necesidad de la guerra, para salvaguardar a los mismos españoles de su condición bárbara.
Todos los niños de Estados Unidos saben que fueron 150 peregrinos los que se embarcaron en el Mayflower y llegaron, agotados, el 6 de noviembre de 1620. Esa era la tierra prometida. Plymounth, Massachussets. De entonces a la fecha son conocidos como los Pilgrim Fathers. De 1620 y hasta 1630 se dio la primera migración en gran escala de Europa a Estados Unidos del Norte compuesta por puritanos. (…) No eran tolerantes estos primeros habitantes de la costa este y la democracia que regía estas tierras estaba permeada por leyes severísimas a prácticas como la idolatría, blasfemia, adulterio y hechicería[2]. Cuando esto se analiza con calma, aparecen idénticos argumentos en las justificaciones de quienes promueven la guerra texano mexicana de 1847[3] y el actual estado de cosas en una hermandad de gobiernos, en el marco de la supuesta guerra que a éste país ya le vino costando poco más de 36 mil personas muertas; y el consumo, y la demanda, y la gran industria bélica sigue y seguirá estando de allá, del otro lado.
[1] David R. Michel. El bandolero, el pocho y la raza. Siglo XXI Editores y CONACULTA. México. 2000.
[2] Raúl Mejía. Sueños húmedos: crónicas de la migración. Secretaria de Cultura de Michoacán. 2006.
[3] sobre el origen de los estereotipos vinculados con los chicanos sitúa su génesis en la visión ideológica de los estadounidenses respecto de los mexicanos –por extensión latinoamericanos- desde la época de la colonia. Dicha característica negativa se derivo de una maldición que viene de los primeros colonizadores ingleses, en especial los puritanos, que veían lo español y lo católico como de segunda clase, al grado de que en algunas de las 13 colonias se restringió la práctica de ese culto. Amparados en la llamada leyenda negra y sin asomo de autocrítica, los estadounidenses del periodo colonial censuraban las prácticas violentas que acompañaron la colonización de América Latina. El bandolero, el pocho y la raza… pág. 31.
jueves, 10 de marzo de 2011
Bosquejo breve de la dramaturgia michoacana
El teatro, en nuestro país, es un género poco conocido, casi nunca leído, ya que entraña una forma más abstracta y sintética que el ensayo o la narrativa, es palabra escrita para decirse en voz alta y escucharse en compañía, requiere, por tanto, de la comunicación colectiva[1].
A pesar de las frecuentes visitas que a lo largo de su historia, a la ciudad de Morelia y el Estado de Michoacán han realizado distintas compañías teatrales, y los esfuerzos de dramaturgos y teatreros locales, de sus relativas largas temporadas y éxitos, a pesar de ello, el público potencial en todos sus niveles sociales y épocas, por una razón ha tenido como afición primordial a la música. Tal vez, ese gusto obedece a la fuerte tradición musical de la población de las comunidades indígenas, aun cuando la ciudad de Morelia no está ubicada sobre un asentamiento urbano tradicional como sucede en otras partes del país; quizá en las profundas raíces radique esa cercanía musical. Por otra parte desde el siglo XVI: en el traslado de la sede episcopal desde la ciudad de Pátzcuaro cuya Catedral contó siempre con buenos cantores y músicos; conn el establecimiento del Conservatorio de las Rosas y la Escuela Superior de Música Sacra en la ciudad de Morelia, con la actividad de compositores y maestros que a él llegaron a dar cátedra; con el Colegio de Infantes y con la presencia ‑en la primera mitad del siglo XIX‑ de compositores y pedagogos como Elizaga y Loreto; ya en el siglo XX con el denodado esfuerzo del canónigo José María Villaseñor y el maestro Bernal Jiménez que culmina una etapa en la llegada a la ciudad, en 1949 de Romano Picutti, quien inicialmente viene a impartir un curso vocal con duración de diez meses y que pronto se transformaría en el establecimiento de los Niños Cantores de Morelia. Con todo ello, y contra esa fuerte tradición musical, autores como: Sergio Magaña, Wilebaldo López, Alfredo Mendoza, Fernando López Alanís, José Manuel Alvares, José Luís Rodríguez Avalos, Bernardo Villarreal, Neftalí Coria, G. L. Conrado, Alberto Valencia Cuin, Sergio Camacho, Jorge Gutiérrez, Sergio Monreal, Gustavo Jiménez, Arnulfo Martínez, Alberto Valencia Cuin, José Luís Pineda, Hernández Doblas, entre otros; intentan consolidar, a través de su dramaturgia en años recientes, un movimiento teatral vivo y de características propias que corresponda a las necesidades de su medio y refleje el bullicioso interés por describirlo.
Demos un salto rápido al pasado tratando de realizar un bosquejo sucinto que nos situé en el presente.
A lo largo de la dominación española, dentro de la sociedad novohispana, por casi tres siglos subyace un acento extraordinario entre la desproporción económica, las disposiciones políticas, la indiferencia de la monarquía ante su propio debacle y el desgaste natural de las clases que posteriormente habrán de determinar el carácter y sentido de los grupos en cuanto a los partidarios de un proyecto de nación: por una parte, el conservadurismo a ultranza que buscó mantener los privilegios históricos de los terratenientes feudales peninsulares y la hegemonía de la iglesia; en el extremo contrario, quiénes deseaban la transformación de las fuerzas y contradicciones sociales, un estado progresista que aboliera la marginación existente y que se autodefine así mismo como liberal cuyas raíces inmediatas se pueden rastrear en la Ilustración del Siglo de las luces.
Las imágenes son, por supuesto, de Mariano de Jesús el Pingo Torres.
En nuestro país ‑describe Jaime Chabaud en un artículo periodístico de 1997- cuando México todavía no era México, aunque estaba en camino de conseguirlo. Al padre de la patria, Miguel Hidalgo, podemos considerarlo teatrero, entre otras cosas por haber traducido y representado a Moliere y a Racine en su curato[2]. En un sentido estricto las ideas de la Ilustración animan de forma poderosa la participación activa en la vida social y política que se manifiesta en el arte, lo que nos hace suponer que, intramuros, la vida artística cohabita a sus anchas junto a otras expresiones intelectuales durante esa última parte de la colonia: actividad vital donde el rico comerciante, el español peninsular, el criollo acomodado, encontraban un espacio en donde divertirse fuera del cinturón ajustado de la moralidad eclesiástica existente. Espacio intrínseco donde florecen y se desarrollan las ideas revolucionarias de la Ilustración. Ello se refuerza cuando se sabe que unos meses después del alzamiento independentista por parte del cura Miguel Hidalgo ya corrían y se representaban textos como "Las fazañas de Hidalgo, Quixote de nuevo cuño, Facedor de tuertos &.C" del conservador Agustín Pomposo Fernández de San Salvador tratando, como es obvio, de descalificar y vituperar al cura, a sus capitanes y partidarios[3]. En ese sentido salones, atrios y plazuelas, tal como sucedía en la península sede del reino, asumirán con vitalidad extraordinaria una postura, de cualquiera de los lados del conflicto, con respecto al movimiento independentista. En los años posteriores a su muerte y consumación de la Independencia, la imagen de Hidalgo será un tema recurrente: para denostarle o subirle al Olimpo.
En este sentido, la sociedad michoacana se ve enfrascada en una lucha intestina, cruel, entre dos bandos irreconciliables, entre clases dominantes deseosas de protagonismo y predominio. El siglo XIX se presenta a nuestra vista como una lucha de proyectos sociales y productivos antagónicos que se reflejan a sí mismas en la producción de sus artistas. Dicho enfrentamiento, en el terreno ideológico, como en el pasado, se encona y recrudece en dos instituciones de la ciudad capital: el Seminario Conciliar que representa las aspiraciones centralistas y conservadoras y, el Colegio de San Nicolás de Hidalgo como justo balance opositor, progresista y liberal. Ambos espacios ideológicos y políticos albergan entorno a sí a los más destacados valores de las letras michoacanas, de ambos lados del campo. Por tales motivos los planteles fueron cerrados en la época de la independencia, y en tanto el Seminario Conciliar es reabierto en la primera década del siglo XIX, el Colegio de San Nicolás esperará tres décadas antes de ser reabierto de forma significativa por el gobernador Melchor Ocampo.
Con los trabajos de la Academia Literaria del Seminario de Michoacán en 1833, primera agrupación formada por jóvenes seminaristas entorno al arte de la literatura, que dio nombres y obras como las de Clemente de Jesús Munguía, Ignacio Aguilar y Morocho, José Guadalupe Romero, Florentino Mercado y Pelagio, Antonio de Labastida y Dávalos, entre otros. Obras por supuesto, de acentuado sentido clasisísta, conservador y centralista, distinguidos en su mayoría más ‑nos dice la Historia General de Michoacán‑ como oradores y polemistas más que como poetas, sus versos, de una clara tendencia neoclásica, resultado sin lugar a dudas de la educación recibida[4]. Y que posteriormente fueron secundados, en la época de la Intervención, por otros como José Antonio del Río, Rafael Gómez, Tirso Rafael Córdova.
Tal y como era de suponerse, la contrapartida formada por la primera generación de ex alumnos del Colegio de San Nicolás no se hizo esperar. En ella destacan nombres como Ramón Álvarez, Jesús Echaíz, Vicente Moreno y les sigue Gabino Ortiz el preferido de la juventud ‑como señala en su sabrosa obra Morelia en la época de la República Restaurada, Xavier Tavera Alfaro‑: de esta generación sus versos son sonoros, vibrantes, identificados por completo con la corriente romántica y el nacionalismo patriótico, acorde a la realidad mexicana del momento. Posteriores a estos son Justo Mendoza, Eduardo Ruiz, Mariano de Jesús Torres el Pingo y Alipio Gaytán. Además de hacer poesía, este grupo incursionó en otros géneros como la novela costumbrista de carácter histórico, el periodismo, el teatro y el ensayo.
En este punto quiero dar un salto que deseo no resulte tan violento pero, es realmente en la segunda mitad del siglo XX, cuando los autores dramáticos michoacanos buscan consolidar y sistematizar conscientemente un movimiento teatral que se origine desde una dramaturgia y temáticas propias. Sergio Alejandro Magaña Hidalgo (Sergio Magaña) es la evidencia más desarrollada de esta labor. Nacido en Tepalcatepec, Mich. Magaña se busca a sí mismo a través de una lúcida inteligencia. Contradictorio como los jóvenes de su tiempo, es el más representativo de la generación de los dramaturgos mexicanos llevados a escena a mediados de siglo. En 1951 se da a conocer en Los signos del Zodíaco, quizá la obra más vital de la literatura dramática mexicana. Magaña plasma un orden moral y social de pretensiones y rechazos, de frustraciones y recelos, otorgándole una forma verbal cerrada y justa, un hálito melodramático que es la única salida a que estos personajes pueden aspirar. Magaña comprendió que el melodrama es, en la etapa presente de una colectividad como la mexicana, su estilización posible, el grado concebible de teatralización de las circunstancias cotidianas, la vía de acceso a los placeres del sufrimiento. En 1954 estrena Moctezuma II y salta a la tragedia desdeñando los procedimientos clásicos para señalar al México prehispánico, debilitado como el de hoy por la desunión de los mexicanos, proyecta a un Moctezuma elegido de los dioses que necesariamente habrá de ser destruido por adelantarse a su tiempo.[5]
En otros momentos he mencionado que tal vez, la obra más característica de un intelectual michoacano cuya estética se halla profundamente arraigada en nuestra sólida tradición cultural, sea la realizada hasta hoy en día por el zitacuarense Fernando López Alanís. Su escritura, sobre el teatro y la escena, ha transitado libremente de los textos de orientación como Teatro en la Escuela o sus pequeñas obras de interés social tales como El Huerto. Sin embargo, creo que la parte fuerte siempre se ha caracterizado por sus textos de reconstrucción histórica: donde su material son los eventos y sus héroes; los pasajes cotidianos de seres de carne y hueso que escriben con sus acciones la historia patria. Su obra dramatúrgica, como es característico de las obras teatrales perdurables, está entrañablemente imbricada a la labor de otro destacado creador de la escena michoacana, el santaclarense José Manuel Álvarez. Tal y como es del conocimiento público la mancuerna López Alanís-Álvarez cosechó triunfos nacionales, célebres con títulos tales como: Turátame y Cuanícuti; ambos textos ubicados firmemente en las tradiciones y leyendas purépechas recopiladas por el uruapense Eduardo Ruiz en el siglo XIX. Las cuales señalan un parte aguas en la intención por divulgar costumbres y particularidades culturales que en la época de sus estrenos, significaban un mundo casi desconocido, incluso, para los propios michoacanos. Y que al parecer, en otro plano, eran sólo un paso en la dirección señalada con respecto a lo realizado durante la década de los años cincuenta, sobre la cultura azteca, por Sergio Magaña.
El teatro -dice Yolanda Argudín en la introducción de Historia del teatro en México- es suma de las disciplinas artísticas que el hombre ha descubierto para trasmitir sus vivencias: es manifestación de la interacción armónica de dibujo, pintura, escultura, arquitectura, danza, música y literatura, reunión permanente y efímera de las formas de arte que activan la creatividad, susceptible de generar paisajes, estados emocionales y construcciones intelectuales por medio de la palabra, el silencio, el gesto, el desplazamiento que contienen las aproximaciones y los rechazos; los colores, las luces y las sombras que habitan los espacios, siempre didácticos; y las voces y los silencios imaginados para que las "personas teatrales" (autor, director, actor, escenógrafo y público) produzcan espectáculos generadores de imágenes como otras tantas posibilidades de la vida.
Si lo dicho por Yolanda Argudín es cierto, el teatro michoacano hoy espera sus mejores momentos. Los autores arriba mencionados son sólo la punta del iceberg. Un bloque cuya base es muchísimo más amplia y vigorosa pues su principal capital es la cantidad y la juventud de quienes les preceden. Esta afirmación se pone de relieve, en las realizaciones de la generación posterior a los años ochenta representada por personajes como Neftalí Coria, Alberto Valencia Cuin, Sergio Camacho, Sergio Monreal, Gustavo Jiménez; textos poseídos por un lenguaje poético cuya sonoridad e imágenes, alcanzan matices antes no construidos en la literatura dramática michoacana y que poseen en germen los procedimientos de una post contemporaneidad que la generación que le sigue ya desarrolla. Por parte, durante la primera década del siglos XXI, autores como Ernesto Hernández Doblas y José Luís Pineda han venido a refrescar esa búsqueda en las entretelas de la literatura dramática local, advirtiéndose el vigor de una generación intensa que pronto habrá de evidenciar las luces y las sombras de un teatro que pretende mostrarse a sí mismo, de cara y en contra sentido, a otras tradiciones imperantes dentro y fuera de la capital del Estado de Michoacán. En este sentido encuentra, en la poca oportunidad de publicaciones destinadas al teatro y su distribución, su principal lastre.
[1] Yolanda Argudin. Historia del Teatro en México: desde los rituales prehispánicos hasta el arte dramático de nuestros días. Colaboración de María Luna Argudin. 2ed. Panorama Editorial. México. 1986.
[2] Suplemento Sábado. Periódico: Uno más Uno. México. 1997.
[3] Escenificaciones de la Independencia (1810-1827). Selec., estudio introd. y notas Jaime Chabaud Magnus. México. CONACULTA 1995. (Teatro mexicano: historia y dramaturgia; 12).
[4] Historia General de Michoacán. Vol. II. Coord. Dr. Enrique Flores Cano. Instituto Michoacano de Cultura. México. 1989.
[5] Leslie Zelaya, Imelda Lobato y Julio César López. Una mirada a la vida y obra de Sergio Magaña (1924-1990). Secretaría de Cultura de Michoacán-Centro Nacional de Investigación Teatral “Rodolfo Usigli”. México. 2006.
lunes, 7 de marzo de 2011
Un ensayo más sobre el teatro.
Primera parte.
El teatro es vida viva[1]. Cautiva, desconcierta, consuela, desilusiona; alegra al espectador, lo confunde, lo pone en pie, lo toca o lo ilustra ello se debe, sin lugar a dudas, precisamente, a su resonancia vitalista.
En ese sentido, el misterio del teatro reside en una aparente contradicción: es un acto creador que se agota al término de su proceso; una vela que se extingue; un acto efímero que se consume en sí mismo. Dicho con otras palabras: una representación teatral transcurre, se convierte en acontecimiento y desaparece. Es más, el teatro no es un museo, las formas de representación del teatro en su diversidad aparentemente inagotables vienen y se eligen un museo imaginario de las vivencias del presente. Día con día, vez tras vez, en todos los rincones del mundo sin excepción, se representa las diversas temporalidades y multiétnicas presencias culturales del hombre. No existe ninguna forma teatral o antiteatral por nuevo o contemporáneo que parezca, que no pueda ser encuadrado en algún momento del pasado. Dicho de otra manera: si el teatro es vida viva como afirma la maestra Margot Berthold, entonces, desde siempre, ha sufridos los achaques de la vida. Un teatro indiscutido sería un museo: una entelequia; una institución satisfecha de sí misma, encargada de la representación del drama. Por lo contrario, un teatro que excita los ánimos, que arma la tremolina y alza la polvareda es un organismo sensible, febril, viviente.
He dicho y escrito en muchos otros momentos que el teatro es el hermano mayor de las religiones. No me equivoco ni me aventuro en vano. El teatro es tan antiguo como el hombre mismo. En sus formas primitivas el teatro ha acompañado a la humanidad desde los brumosos tiempos de sus inicios. La transmutación en otro yo pertenece a los arquetipos de la expresión humana. El hechizo mágico de todo teatro, en el más estricto sentido, se funda en la inagotable posibilidad de manifestarse a todos sin revelar su misterio. La diferencia entre el conjuro a la divinidad y el teatro, presupone dos cosas: en primer lugar la transmutación del actor en un ser que se encuentra por encima de las leyes naturales de lo cotidiano, que se transfigura en un médium para el encuentro con un conocimiento superior; en segundo lugar, la presencia del espectador que, espectando a través de la ventana, está preparado para recibir las revelaciones del mensaje que ese conocimiento superior habrá de proporcionarle.
Las formas primitivas y las formas más elevadas del teatro se distinguen entre sí, desde el punto de vista de una historia de la cultura, en una sola cosa: en el número de medios concedidos al actor para que manifieste su mensaje[2].
El teatro de los pueblos primitivos conserva su arraigo en el ancho subsuelo de los impulsos vitales originales de donde brotan las misteriosas fuerzas de la magia, del conjuro, de la trasmutación; de los cantos vinculados con la caza de los nómadas del Paleolítico; de las danzas de la fertilidad y la cosecha de los primigenios recolectores y agricultores; de los ritos de iniciación; del chamanismo; del culto a los dioses. El hombre ha personificado las fuerzas naturales. Ha convertido en seres a su imagen y semejanza al sol, la luna, el mar y los elementos que luchan, disputan y batallan entre sí, y que pueden ser influenciados en provecho del hombre mediante el sacrificio, la obediencia, la adoración, el ceremonial y la danza. He ahí el nacimiento de los misterios crípticos y las religiones.
Es el teatro, el arte que se modela sobre el propio cuerpo, que abarca todas las posibilidades del cuerpo animado; es el arte más primitivo y al mismo tiempo más variado, y en todo caso, el más antiguo de la humanidad. Y por ello mismo es aún hoy el arte más humano y conmovedor. El arte inmortal[3].
Cada vez sin duda alguna, la contemplación retrospectiva del estudio de las formas prehistóricas ofrece la existencia de paralelos sinópticos que permiten reconocer en el fenómeno teatro la evolución de la sociedad humana. No hay una forma artística que pueda reclamar para sí ese derecho con mayor fundamento.
En principio fue la epifanía de Dios. El empeño del hombre por asegurarse su favor y su ayuda. Los ritos de fertilidad, la siembre y la cosecha, donde los enigmáticos misterios de Eleusis son un significativo caso límite[4].
La tradición occidental reza que el drama antiguo se originó en el amplio círculo del teatro de Dionisio en Atenas ante los ojos de los ciudadanos congregados, en mitad de la penumbra del santuario de Deméter en Eleusis. Sin embargo, día tras día las nuevas evidencias arqueológicas van demostrando un teatro primitivo, todavía más vigoroso y anterior que se sirve de los medios extra corporales, máscaras, vestuarios, accesorios, decorados e instrumentos para trasmitir el conocimiento e invocar los buenos augurios durante la caza en los gélidos glaciales, en las inhóspitas praderas, en las impenetrables selvas tal como quedó plasmado en los muros de grutas como Cogul, Montespan o Lancaux. La transmutación que el actor-chamán-guía logra al vestirse con los comportamientos y ropajes del oso, el búfalo o el mamut que habrá de ser cazado, corresponde en las evidencias a la mayoría de las sociedades humanas aún antes de la aparición de los dioses hacedores del mundo, el universo y el mismo hombre. En estrecha conexión con la magia de la caza, con la anticipación espiritual o el ritual subsiguiente en expiación por la muerte de la bestia, se encuentran las prácticas esotéricas del chamanismo. Por consiguiente la meditación, las libaciones embriagadoras, el consumo de yerbas, raíces y hongos que permiten trastocar la realidad alterada, la danza, las canciones, el ruido ensordecedor: medios todos que buscan provocar el trance en el que cae el chamán para iniciar su mediación y conversación con los dioses o los demonios. Camino indispensable gracias al cual el abismado en esas visiones puede sanar enfermedades, romper o crear hechizos, provocar lluvias, aniquilar a los enemigos y, ante todo, continuar el diálogo con la divinidad.
En el trace, el chamán se sirve de todos los medios mágicos y artísticos posibles: es a menudo y, sobre todo en los tiempos primitivos, debe haber sido un verdadero artista[5].
En este sentido el chamanismo originario en sus raíces esta concebido como una técnica particular del cazador que se remonta a la época de las cavernas. Inscrito poderosamente en el panteón primitivo de los espíritus de las culturas cazadoras y se representada de manera zoomórfica hasta que habrá de sobrevenir en la máscara; máscara que anima de forma más objetiva dicha transmutación. De esta manera, el portador de la máscara pierde su identidad. Está atrapado, literalmente poseído, por el espíritu de aquello a quien encarna.
El teatro primitivo es una gran ópera. Una gran ópera al aire libre, debería añadirse, en muchos casos reforzada por la condición fantástica de la escenografía nocturna, cuando la luz de los hachones ardientes flameaban sobre los rostros de los demonios danzantes que se contorsionaban en las sombras y la penumbra de la noche[6].
Un terreno apisonado es el espacio escénico del teatro primitivo. Una gran piedra plana o poste totémico plantado en medio de ese solar reservado para el acto. Un puñado de lanzas clavadas en el suelo delimitando claramente el sitio propiciatorio. Una presa para el sacrificio. Un montón de semillas: de trigo, de arroz, de malta, maíz o cacao. He ahí, repetidamente en todas las civilizaciones y en todos los tiempos, las formas y los accesorios del sitio de representación. ¿No es acaso ésta la imagen de las mujeres danzantes impresas en el muro de la caverna de Cogul?
Como elemento primigenio, junto a la música y danza en coro, existe siempre en el teatro primitivo la procesión como promotor de la iniciación y camino inicial a la exaltación y la transmutación[7].
Las ceremonias de iniciación que las tribus realizan entorno a la ocasión de abrir paso a los jóvenes que llegan a la responsabilidad del círculo de los adultos, es más evidente en sus alcances místico-mágicos. Dos máscaras asimétricas parecen significar el sentido profundo del rostro humano en cualquier lugar y en cualquier tiempo. Una severa, seria, adusta que anticipa la gravedad de una negligencia irreparable que ponga en riesgo al individuo, al grupo o al clan; la otra jocosa, grotesca, jubilosa. Ambas máscaras representan, en su indudable carácter y asimetría, el paralelismo articulado de un sentido cargado de imaginería y ludismo particulares a ambas, y que en sí mismas, poseen en su naturaleza. Apenas se aflojan los lazos culturales, el arte de la imitación desemboca en la carcajada como un sinónimo propio de todas las culturas y civilizaciones, sin tiempo ni espacio.
La máscara más altiva o los ropajes más imponentes son incapaces de mostrar al emperador, al galán, al héroe o al mendigo sin el uso de la herramienta fundamental que todo hombre posee, la imaginación. El hechicero surgía del tronco hueco de un árbol seco, y golpeando con su pie o el bastón sobre la tierra, comenzaba la gran danza anticipatorio del ritual. El teatro, en este sentido, se encuentra presente y enraizado en el espacio donde los hombres están dispuestos a dejarse hechizar, atrapar, seducir por el encanto de una realidad superior a la de su vida cotidiana y prosaica. No importando si ese hechizo se desarrolla en una plaza pública, en una cabaña de bambú, sobre un tablado o en un moderno edificio que alberga un escenario con todos los recursos disponibles de la modernidad o que tenga como consecuencia fatal, una brutal desilusión.
[1] Margot Berthold. Historia social del teatro. Ed. Guadarrama, Madrid, 1974.
[2] Oscar Oberle. A study in the social origin´s of drama. 3ed. Ed. London, Londres. 1966.
[3] Op. cit. pág. 72.
[4] Erick Bentley. La vida del drama. Editorial Paidos Mexicana. México, 1985.
[5] Oscar Eberle. Cenalora. Leben, Glaude, Tanz und theater der urvolker. Olten und Freiburg im Breisgan. Berlín. 1955.
[6] Andreas Lommel. Mascaras: su significado y la función. Trad. Nadia Fowler. McGraw-Hill, New York. 1972.
[7] Op. cit. pág. 23.
miércoles, 2 de marzo de 2011
DE INTERÉS GENERAL PARA EL TEATRO
Aprueban apoyo fiscal a las producciones de teatro
El apoyo a las puestas en escena sólo se entregará a montajes realizados 80% en territorio nacional. S. NÚÑE
Será tarea de las compañías o responsables, generar nuevas estrategias para involucrar en sus proyectos a los coinversores interesados.
A REMOJAR BARBAS
Jacobo Zabludovsky
Lunes 28 de febrero de 2011
El terremoto político árabe no nos queda lejos. México está sentado hoy sobre el mismo polvorín en que se incubó y produjo el movimiento transformador de un planeta robado a millones de jóvenes impacientes y desesperados.
Las calles de las principales ciudades del norte de África y el Medio Oriente fueron tomadas por multitudes dispuestas a sacrificarse para acabar con las injusticias, mismas que padecemos los mexicanos, agravadas y aumentadas por el abuso de los que mandan realmente en este país.
Las causas del tsunami mediterráneo subyacen en lo insoportable de un sistema. Por debajo de túnicas y turbantes, lejos del hashish de los narguiles, olvidadas las mil y una noches de los cuentos orientales, encontramos una realidad coincidente entre pueblos en apariencia distintos y distantes, igualados en la miseria y lo que la genera, cercanos en la magia, esa sí palpable, de las telecomunicaciones que nos ubican junto a los que en otros países decidieron decir basta.
La corrupción es denuncia recurrente en todas las manifestaciones. Acusan a parentelas de zánganos lujuriosos de apoderarse de una riqueza ajena que hacen suya y dilapidan en gastos ostentosos y superfluos, mientras millones de sus compatriotas padecen hambre. La diferencia aparente estriba en que allá esas familias se perpetúan en los cargos públicos en tanto que en México los funcionarios principales cambian mediante elecciones, pero el andamiaje central y su cimentación son similares: los dueños de los poderes fácticos son permanentes (qué curioso: también familias): ponen, mueven y quitan a los políticos, deciden o influyen en las elecciones y riñen en público el reparto de bienes de la nación, como si fuera botín, ante el pasmo complaciente del gobierno.
Corrupción y concentración de la riqueza en unas cuantas manos van juntas casi siempre y a veces se confunden, se mezclan, se hacen una. Diez familias, no más, imponen autoridades para proteger y legitimar la acumulación indescriptible de propiedades y servicios cuyos auténticos dueños somos nosotros que nos vemos retratados en las caras desfiguradas de quienes se reúnen, protestan, gritan y mueren al pie de las mezquitas por lo mismo que padecemos quienes estamos frente a las pantallas.
Los miserables de Chiapas, de los suburbios urbanos, de la Sierra de Guerrero, ven a hombres y mujeres comunes y corrientes salir de sus casas, apoderarse de la calle, desafiar los cañones y tirar a sus déspotas sin disparar un arma. La lección no requiere de explicaciones.
Y si las causas de esta inesperada revolución popular sin fronteras existen en otros países, también el arma de los alzados existe: el celular, un objeto que cabe en la mano y transforma la Tierra en una enorme asamblea de conspiradores al aire libre, un instrumento donde no se impide el tránsito de las ideas, se convoca sin distorsiones, se denuncia sin temor y se deciden las conductas.
El celular, el twiter, el internet, pudieron más que las balas y tanques en Túnez, Egipto, Marruecos. Una quinta columna silenciosa y estridente unió las voluntades y no requirió siquiera el adoquín del 68: sustituyó la piedra por la voz.
En México funcionan no sé cuantos, 30, 40 o 50 millones de celulares. Los que sean, son una convocatoria al mitin o al motín. No se considere este Bucareli como un llamado a la subversión sino a lo contrario: a llamar a los poderosos a atender una realidad que los obliga, si no son suicidas, a solucionar los problemas fundamentales antes de llegar a su último recurso, ese sí suicida, de ametrallar a los ciudadanos.
Abrir espacios a la educación, distribuir equitativamente la riqueza, crear empleos, meter a la cárcel a los funcionarios corruptos, atender a la salud de los más pobres, procurar la alimentación sana desde el nacimiento, garantizar elecciones justas empezando por el acceso justo a los medios de propaganda, abrir cauces reales a la esperanza de millones de jóvenes, dar tranquilidad y atención a los viejos son, entre otras, las soluciones pacíficas, preventivas del desastre cuyo principio estamos viendo y cuyo final es impredecible.
Según la Unión Internacional de Telecomunicaciones de la ONU, que se encarga de la coordinación de los satélites, 2 mil millones de personas accedían al Internet en 2010, 5 mil 300 millones más tenían celular y su número aumenta cada día.
El arma nueva está distribuida y el apenas iniciado aprendizaje de sus usos imprevistos tiene la dimensión de arenga con ecos de La Marsellesa, para una toma de las Bastillas erguidas todavía en muchos lugares del mundo.
Como dice Catón: "Si nosotros no vamos a los pobres, los pobres vendrán a nosotros".