jueves, 10 de marzo de 2011

Bosquejo breve de la dramaturgia michoacana

El teatro, en nuestro país, es un género poco conocido, casi nunca leído, ya que entraña una forma más abstracta y sintética que el ensayo o la narrativa, es palabra escrita para decirse en voz alta y escucharse en compañía, requiere, por tanto, de la comunicación colectiva[1].

A pesar de las frecuentes visitas que a lo largo de su historia, a la ciudad de Morelia y el Estado de Michoacán han realizado distintas compañías teatrales, y los esfuerzos de dramaturgos y teatreros locales, de sus relativas largas temporadas y éxitos, a pesar de ello, el público potencial en todos sus niveles sociales y épocas, por una razón ha tenido como afición primordial a la música. Tal vez, ese gusto obedece a la fuerte tradición musical de la población de las comunidades indígenas, aun cuando la ciudad de Morelia no está ubicada sobre un asentamiento urbano tradicional como sucede en otras partes del país; quizá en las profundas raíces radique esa cercanía musical. Por otra parte desde el siglo XVI: en el traslado de la sede episcopal desde la ciudad de Pátzcuaro cuya Catedral contó siempre con buenos cantores y músicos; conn el establecimiento del Conservatorio de las Rosas y la Escuela Superior de Música Sacra en la ciudad de Morelia, con la actividad de compositores y maestros que a él llegaron a dar cátedra; con el Colegio de Infantes y con la presencia en la primera mitad del siglo XIX‑ de compositores y pedagogos como Elizaga y Loreto; ya en el siglo XX con el denodado esfuerzo del canónigo José María Villaseñor y el maestro Bernal Jiménez que culmina una etapa en la llegada a la ciudad, en 1949 de Romano Picutti, quien inicialmente viene a impartir un curso vocal con duración de diez meses y que pronto se transformaría en el establecimiento de los Niños Cantores de Morelia. Con todo ello, y contra esa fuerte tradición musical, autores como: Sergio Magaña, Wilebaldo López, Alfredo Mendoza, Fernando López Alanís, José Manuel Alvares, José Luís Rodríguez Avalos, Bernardo Villarreal, Neftalí Coria, G. L. Conrado, Alberto Valencia Cuin, Sergio Camacho, Jorge Gutiérrez, Sergio Monreal, Gustavo Jiménez, Arnulfo Martínez, Alberto Valencia Cuin, José Luís Pineda, Hernández Doblas, entre otros; intentan consolidar, a través de su dramaturgia en años recientes, un movimiento teatral vivo y de características propias que corresponda a las necesidades de su medio y refleje el bullicioso interés por describirlo.

Demos un salto rápido al pasado tratando de realizar un bosquejo sucinto que nos situé en el presente.

A lo largo de la dominación española, dentro de la sociedad novohispana, por casi tres siglos subyace un acento extraordinario entre la desproporción económica, las disposiciones políticas, la indiferencia de la monarquía ante su propio debacle y el desgaste natural de las clases que posteriormente habrán de determinar el carácter y sentido de los grupos en cuanto a los partidarios de un proyecto de nación: por una parte, el conservadurismo a ultranza que buscó mantener los privilegios históricos de los terratenientes feudales peninsulares y la hegemonía de la iglesia; en el extremo contrario, quiénes deseaban la transformación de las fuerzas y contradicciones sociales, un estado progresista que aboliera la marginación existente y que se autodefine así mismo como liberal cuyas raíces inmediatas se pueden rastrear en la Ilustración del Siglo de las luces.

Las imágenes son, por supuesto, de Mariano de Jesús el Pingo Torres.

En nuestro país ‑describe Jaime Chabaud en un artículo periodístico de 1997- cuando México todavía no era México, aunque estaba en camino de conseguirlo. Al padre de la patria, Miguel Hidalgo, podemos considerarlo teatrero, entre otras cosas por haber traducido y representado a Moliere y a Racine en su curato[2]. En un sentido estricto las ideas de la Ilustración animan de forma poderosa la participación activa en la vida social y política que se manifiesta en el arte, lo que nos hace suponer que, intramuros, la vida artística cohabita a sus anchas junto a otras expresiones intelectuales durante esa última parte de la colonia: actividad vital donde el rico comerciante, el español peninsular, el criollo acomodado, encontraban un espacio en donde divertirse fuera del cinturón ajustado de la moralidad eclesiástica existente. Espacio intrínseco donde florecen y se desarrollan las ideas revolucionarias de la Ilustración. Ello se refuerza cuando se sabe que unos meses después del alzamiento independentista por parte del cura Miguel Hidalgo ya corrían y se representaban textos como "Las fazañas de Hidalgo, Quixote de nuevo cuño, Facedor de tuertos &.C" del conservador Agustín Pomposo Fernández de San Salvador tratando, como es obvio, de descalificar y vituperar al cura, a sus capitanes y partidarios[3]. En ese sentido salones, atrios y plazuelas, tal como sucedía en la península sede del reino, asumirán con vitalidad extraordinaria una postura, de cualquiera de los lados del conflicto, con respecto al movimiento independentista. En los años posteriores a su muerte y consumación de la Independencia, la imagen de Hidalgo será un tema recurrente: para denostarle o subirle al Olimpo.

En este sentido, la sociedad michoacana se ve enfrascada en una lucha intestina, cruel, entre dos bandos irreconciliables, entre clases dominantes deseosas de protagonismo y predominio. El siglo XIX se presenta a nuestra vista como una lucha de proyectos sociales y productivos antagónicos que se reflejan a sí mismas en la producción de sus artistas. Dicho enfrentamiento, en el terreno ideológico, como en el pasado, se encona y recrudece en dos instituciones de la ciudad capital: el Seminario Conciliar que representa las aspiraciones centralistas y conservadoras y, el Colegio de San Nicolás de Hidalgo como justo balance opositor, progresista y liberal. Ambos espacios ideológicos y políticos albergan entorno a sí a los más destacados valores de las letras michoacanas, de ambos lados del campo. Por tales motivos los planteles fueron cerrados en la época de la independencia, y en tanto el Seminario Conciliar es reabierto en la primera década del siglo XIX, el Colegio de San Nicolás esperará tres décadas antes de ser reabierto de forma significativa por el gobernador Melchor Ocampo.

Con los trabajos de la Academia Literaria del Seminario de Michoacán en 1833, primera agrupación formada por jóvenes seminaristas entorno al arte de la literatura, que dio nombres y obras como las de Clemente de Jesús Munguía, Ignacio Aguilar y Morocho, José Guadalupe Romero, Florentino Mercado y Pelagio, Antonio de Labastida y Dávalos, entre otros. Obras por supuesto, de acentuado sentido clasisísta, conservador y centralista, distinguidos en su mayoría más ‑nos dice la Historia General de Michoacán‑ como oradores y polemistas más que como poetas, sus versos, de una clara tendencia neoclásica, resultado sin lugar a dudas de la educación recibida[4]. Y que posteriormente fueron secundados, en la época de la Intervención, por otros como José Antonio del Río, Rafael Gómez, Tirso Rafael Córdova.

Tal y como era de suponerse, la contrapartida formada por la primera generación de ex alumnos del Colegio de San Nicolás no se hizo esperar. En ella destacan nombres como Ramón Álvarez, Jesús Echaíz, Vicente Moreno y les sigue Gabino Ortiz el preferido de la juventud ‑como señala en su sabrosa obra Morelia en la época de la República Restaurada, Xavier Tavera Alfaro‑: de esta generación sus versos son sonoros, vibrantes, identificados por completo con la corriente romántica y el nacionalismo patriótico, acorde a la realidad mexicana del momento. Posteriores a estos son Justo Mendoza, Eduardo Ruiz, Mariano de Jesús Torres el Pingo y Alipio Gaytán. Además de hacer poesía, este grupo incursionó en otros géneros como la novela costumbrista de carácter histórico, el periodismo, el teatro y el ensayo.

En este punto quiero dar un salto que deseo no resulte tan violento pero, es realmente en la segunda mitad del siglo XX, cuando los autores dramáticos michoacanos buscan consolidar y sistematizar conscientemente un movimiento teatral que se origine desde una dramaturgia y temáticas propias. Sergio Alejandro Magaña Hidalgo (Sergio Magaña) es la evidencia más desarrollada de esta labor. Nacido en Tepalcatepec, Mich. Magaña se busca a sí mismo a través de una lúcida inteligencia. Contradictorio como los jóvenes de su tiempo, es el más representativo de la generación de los dramaturgos mexicanos llevados a escena a mediados de siglo. En 1951 se da a conocer en Los signos del Zodíaco, quizá la obra más vital de la literatura dramática mexicana. Magaña plasma un orden moral y social de pretensiones y rechazos, de frustraciones y recelos, otorgándole una forma verbal cerrada y justa, un hálito melodramático que es la única salida a que estos personajes pueden aspirar. Magaña comprendió que el melodrama es, en la etapa presente de una colectividad como la mexicana, su estilización posible, el grado concebible de teatralización de las circunstancias cotidianas, la vía de acceso a los placeres del sufrimiento. En 1954 estrena Moctezuma II y salta a la tragedia desdeñando los procedimientos clásicos para señalar al México prehispánico, debilitado como el de hoy por la desunión de los mexicanos, proyecta a un Moctezuma elegido de los dioses que necesariamente habrá de ser destruido por adelantarse a su tiempo.[5]

En otros momentos he mencionado que tal vez, la obra más característica de un intelectual michoacano cuya estética se halla profundamente arraigada en nuestra sólida tradición cultural, sea la realizada hasta hoy en día por el zitacuarense Fernando López Alanís. Su escritura, sobre el teatro y la escena, ha transitado libremente de los textos de orientación como Teatro en la Escuela o sus pequeñas obras de interés social tales como El Huerto. Sin embargo, creo que la parte fuerte siempre se ha caracterizado por sus textos de reconstrucción histórica: donde su material son los eventos y sus héroes; los pasajes cotidianos de seres de carne y hueso que escriben con sus acciones la historia patria. Su obra dramatúrgica, como es característico de las obras teatrales perdurables, está entrañablemente imbricada a la labor de otro destacado creador de la escena michoacana, el santaclarense José Manuel Álvarez. Tal y como es del conocimiento público la mancuerna López Alanís-Álvarez cosechó triunfos nacionales, célebres con títulos tales como: Turátame y Cuanícuti; ambos textos ubicados firmemente en las tradiciones y leyendas purépechas recopiladas por el uruapense Eduardo Ruiz en el siglo XIX. Las cuales señalan un parte aguas en la intención por divulgar costumbres y particularidades culturales que en la época de sus estrenos, significaban un mundo casi desconocido, incluso, para los propios michoacanos. Y que al parecer, en otro plano, eran sólo un paso en la dirección señalada con respecto a lo realizado durante la década de los años cincuenta, sobre la cultura azteca, por Sergio Magaña.

El teatro -dice Yolanda Argudín en la introducción de Historia del teatro en México- es suma de las disciplinas artísticas que el hombre ha descubierto para trasmitir sus vivencias: es manifestación de la interacción armónica de dibujo, pintura, escultura, arquitectura, danza, música y literatura, reunión permanente y efímera de las formas de arte que activan la creatividad, susceptible de generar paisajes, estados emocionales y construcciones intelectuales por medio de la palabra, el silencio, el gesto, el desplazamiento que contienen las aproximaciones y los rechazos; los colores, las luces y las sombras que habitan los espacios, siempre didácticos; y las voces y los silencios imaginados para que las "personas teatrales" (autor, director, actor, escenógrafo y público) produzcan espectáculos generadores de imágenes como otras tantas posibilidades de la vida.

Si lo dicho por Yolanda Argudín es cierto, el teatro michoacano hoy espera sus mejores momentos. Los autores arriba mencionados son sólo la punta del iceberg. Un bloque cuya base es muchísimo más amplia y vigorosa pues su principal capital es la cantidad y la juventud de quienes les preceden. Esta afirmación se pone de relieve, en las realizaciones de la generación posterior a los años ochenta representada por personajes como Neftalí Coria, Alberto Valencia Cuin, Sergio Camacho, Sergio Monreal, Gustavo Jiménez; textos poseídos por un lenguaje poético cuya sonoridad e imágenes, alcanzan matices antes no construidos en la literatura dramática michoacana y que poseen en germen los procedimientos de una post contemporaneidad que la generación que le sigue ya desarrolla. Por parte, durante la primera década del siglos XXI, autores como Ernesto Hernández Doblas y José Luís Pineda han venido a refrescar esa búsqueda en las entretelas de la literatura dramática local, advirtiéndose el vigor de una generación intensa que pronto habrá de evidenciar las luces y las sombras de un teatro que pretende mostrarse a sí mismo, de cara y en contra sentido, a otras tradiciones imperantes dentro y fuera de la capital del Estado de Michoacán. En este sentido encuentra, en la poca oportunidad de publicaciones destinadas al teatro y su distribución, su principal lastre.



[1] Yolanda Argudin. Historia del Teatro en México: desde los rituales prehispánicos hasta el arte dramático de nuestros días. Colaboración de María Luna Argudin. 2ed. Panorama Editorial. México. 1986.

[2] Suplemento Sábado. Periódico: Uno más Uno. México. 1997.

[3] Escenificaciones de la Independencia (1810-1827). Selec., estudio introd. y notas Jaime Chabaud Magnus. México. CONACULTA 1995. (Teatro mexicano: historia y dramaturgia; 12).

[4] Historia General de Michoacán. Vol. II. Coord. Dr. Enrique Flores Cano. Instituto Michoacano de Cultura. México. 1989.

[5] Leslie Zelaya, Imelda Lobato y Julio César López. Una mirada a la vida y obra de Sergio Magaña (1924-1990). Secretaría de Cultura de Michoacán-Centro Nacional de Investigación Teatral “Rodolfo Usigli”. México. 2006.

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