Jacobo Zabludovsky
Lunes 28 de febrero de 2011
El terremoto político árabe no nos queda lejos. México está sentado hoy sobre el mismo polvorín en que se incubó y produjo el movimiento transformador de un planeta robado a millones de jóvenes impacientes y desesperados.
Las calles de las principales ciudades del norte de África y el Medio Oriente fueron tomadas por multitudes dispuestas a sacrificarse para acabar con las injusticias, mismas que padecemos los mexicanos, agravadas y aumentadas por el abuso de los que mandan realmente en este país.
Las causas del tsunami mediterráneo subyacen en lo insoportable de un sistema. Por debajo de túnicas y turbantes, lejos del hashish de los narguiles, olvidadas las mil y una noches de los cuentos orientales, encontramos una realidad coincidente entre pueblos en apariencia distintos y distantes, igualados en la miseria y lo que la genera, cercanos en la magia, esa sí palpable, de las telecomunicaciones que nos ubican junto a los que en otros países decidieron decir basta.
La corrupción es denuncia recurrente en todas las manifestaciones. Acusan a parentelas de zánganos lujuriosos de apoderarse de una riqueza ajena que hacen suya y dilapidan en gastos ostentosos y superfluos, mientras millones de sus compatriotas padecen hambre. La diferencia aparente estriba en que allá esas familias se perpetúan en los cargos públicos en tanto que en México los funcionarios principales cambian mediante elecciones, pero el andamiaje central y su cimentación son similares: los dueños de los poderes fácticos son permanentes (qué curioso: también familias): ponen, mueven y quitan a los políticos, deciden o influyen en las elecciones y riñen en público el reparto de bienes de la nación, como si fuera botín, ante el pasmo complaciente del gobierno.
Corrupción y concentración de la riqueza en unas cuantas manos van juntas casi siempre y a veces se confunden, se mezclan, se hacen una. Diez familias, no más, imponen autoridades para proteger y legitimar la acumulación indescriptible de propiedades y servicios cuyos auténticos dueños somos nosotros que nos vemos retratados en las caras desfiguradas de quienes se reúnen, protestan, gritan y mueren al pie de las mezquitas por lo mismo que padecemos quienes estamos frente a las pantallas.
Los miserables de Chiapas, de los suburbios urbanos, de la Sierra de Guerrero, ven a hombres y mujeres comunes y corrientes salir de sus casas, apoderarse de la calle, desafiar los cañones y tirar a sus déspotas sin disparar un arma. La lección no requiere de explicaciones.
Y si las causas de esta inesperada revolución popular sin fronteras existen en otros países, también el arma de los alzados existe: el celular, un objeto que cabe en la mano y transforma la Tierra en una enorme asamblea de conspiradores al aire libre, un instrumento donde no se impide el tránsito de las ideas, se convoca sin distorsiones, se denuncia sin temor y se deciden las conductas.
El celular, el twiter, el internet, pudieron más que las balas y tanques en Túnez, Egipto, Marruecos. Una quinta columna silenciosa y estridente unió las voluntades y no requirió siquiera el adoquín del 68: sustituyó la piedra por la voz.
En México funcionan no sé cuantos, 30, 40 o 50 millones de celulares. Los que sean, son una convocatoria al mitin o al motín. No se considere este Bucareli como un llamado a la subversión sino a lo contrario: a llamar a los poderosos a atender una realidad que los obliga, si no son suicidas, a solucionar los problemas fundamentales antes de llegar a su último recurso, ese sí suicida, de ametrallar a los ciudadanos.
Abrir espacios a la educación, distribuir equitativamente la riqueza, crear empleos, meter a la cárcel a los funcionarios corruptos, atender a la salud de los más pobres, procurar la alimentación sana desde el nacimiento, garantizar elecciones justas empezando por el acceso justo a los medios de propaganda, abrir cauces reales a la esperanza de millones de jóvenes, dar tranquilidad y atención a los viejos son, entre otras, las soluciones pacíficas, preventivas del desastre cuyo principio estamos viendo y cuyo final es impredecible.
Según la Unión Internacional de Telecomunicaciones de la ONU, que se encarga de la coordinación de los satélites, 2 mil millones de personas accedían al Internet en 2010, 5 mil 300 millones más tenían celular y su número aumenta cada día.
El arma nueva está distribuida y el apenas iniciado aprendizaje de sus usos imprevistos tiene la dimensión de arenga con ecos de La Marsellesa, para una toma de las Bastillas erguidas todavía en muchos lugares del mundo.
Como dice Catón: "Si nosotros no vamos a los pobres, los pobres vendrán a nosotros".
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