miércoles, 26 de marzo de 2008

Crónica verdadera de la conquista de las indias nuevas Iª

Crónica Verdadera de la Conquista de las Indias Nuevas

(Primera parte)

Por: Emil Emilio Labrocha

En esos días cuando el ser soldado de levita, de esos de caballería, era cosa de contarse y saberse. De hacerse un relato, un cuento largo… Largo como las montañas y sus cumbres que en aquellos ayeres se podían ver desde cualquier extremo y andurrial. Vestirse los ropajes del guerrero. Cubrirse de galones, mirando a los civiles con desdén y fanfarronería, era cosa de decirse. De hacerse historias, y contarse aquellos afanes de una vida al filo de la vida y de la muerte. Las temeridades pues, eran cosa de cada instante, de cada nuevo día, de cada acción bizarra...

El primer Labrocha pisó estas tierras americanas allí por Veracruz. Cuando descendió de la fragata de guerra que lo trajo con las tropas de Dubois de Saligny. Veterano esforzado, de amplia carrera, a pesar de contar con diecinueve años cumplidos pero ya con experiencias en Italia, Argelia, el Congo y Palestina. Sus primeros pasos fueron más que inciertos; enfermó de malaria y fiebres terribles que por poco lo envían a La Habana de regreso. Cuando Lorencez desembarcó con sus tropas, ya con la idea definitiva de crear los cimientos de la monarquía, se repuso y acompañó al contingente hasta las mismas puertas de Puebla.

Marchó con paso vigoroso y altivo porte, subiendo la cordillera. Aquella campaña fue muy breve. Después de una escaramuza sin importancia en El Fortín y de arrollar a las tropas contrarias e indisciplinadas de los republicanos en Aculzingo, se detuvieron en Amozóc, a descansar. Luego, el 5 de mayo aquello era un panorama maravilloso. Los cañonazos estallando en los fortines de Guadalupe y Loreto. La gritería. Las trompetas de guerra y los zuavos del 1er. Batallón de Cazadores tratando de subir por las empinadas cuestas largas. También aquellos combatientes nativos: mitad hombres, mitad bestias; luchando con machetes, piedras y manos. Cosa para verse. Cosa para enorgullecer a cualquier soldado bizarro y atrevido. Lo demás fue el empuje inimaginable de los otros, la derrota inminente y la humillante persecución al mejor ejército de Europa.

El antepasado Labrocha, en su veteranía de combatiente atrevido, jamás había probado el sabor de la derrota. Y corriendo apresurado por aquellos caminos polvosos, en la desbandada de las filas desquebrajadas de los batallones y los regimientos, no pudo más que externar una súplica dolorosa por tal afrenta a la bravura de otros antepasados Labrochas. A aquellos abuelos Labrocha que pelearon al lado del Napoleón – el de a deveritas - en Marengo, en la gloriosa batalla de Austerlitz, en Wagran e incluso en la dolorosa Leipzig y posteriormente en Waterloo: ahí donde prefirieron quedar en el campo que perder sin honor delante de su emperador Bonaparte. Pero ésta derrota, en Puebla de los Ángeles, le supo a raíz amarga y le ardió en el pecho como espina de huizache filosa y punzante.

Descansados y mejorados con los pertrechos y los refuerzos traídos por el general Forey, se inició el sitio de la ciudad rebelde. 61 días de apretar y apretar el cinturón de fuego y escazes que obligó -como era natural-, a entregar la plaza. Entraron en la ciudad, en lo que quedaba de ésta, y el primer botín fueron las "indias" que, por cierto nuevas, más de una, marcaron su destino.

Por las acciones tan heroicas y de tanto valor se le comisionó en un puesto en la guarnición de la ciudad al mando del general Brincourt. Mientras se iniciaba el avance del ejército francés a la ciudad de México. Ahí estuvo el día apoteótico que el Archiduque Maximiliano y su bella esposa Carlota entraron en la plaza conquistada. Reconocidas sus hazañas y bravura, viajó como miembro de la guardia personal, con el convoy imperial a la capital del país.

Agotado con la vida regalada, de intriga y dulce de la corte, pidió su alta otra vez en los contingentes del ejército expedicionario al propio Emperador. Peleó bajo las órdenes de Achille Bazaine en el bajío contra la chinacada guerrillera. Y hubiera perdido la vida en la acción de Río Frío en el 66, al lado del general Forey y el capitán D'Huart, si el propio Forey no lo manda a México con un comunicado urgente para el emperador.

Acompañó el ancestro Labrocha en la escolta a la comitiva de la emperatriz Carlota, cuando viajó al puerto de Veracruz, en julio del 66. La vio irse para Europa en un buque, de donde ya no regresó. Y es seguro que escuchó cantar a la chinacada allá por Perote, en los ecos melódicos que hacen los vientos, como en una cinta de Jorge Negrete: "Adiós, mamá Carlota. Adiós. Adiós. Adiós".

Se negó a salir del país cuando Bazaine se retiró al litoral del Golfo de México dejando algarete a la monarquía. Fue herido gravemente en la acción de La Carbonera que ganó el general Porfirio Díaz en octubre de ese mismo año, además, su negativa tenía otras razones más de peso, ya había probado las "indias nuevas" de la tierra caliente michoacana y consideró difícil encontrar en el mundo espacios y territorios tan productivos e inexplorados como esos. Por eso no tomó a deshonor entonces el que lo tuvieran como prisionero gracias a la cortesía del mismísimo general Díaz, quien lo había combatido personalmente en La Ladrillera de Azcárate -cuando las acciones gloriosas del 5 de mayo del 62- y lo consideró un bravo guerrero.

Soldado siempre y hombre inquieto, con el correr de los años se unió al Plan de Tuxtepec al lado de su antiguo protector y en contra de Lerdo de Tejada. Tomó parte en cuanta acción de guerra hubo en aquellos días y hasta la caída del gobierno lerdista. Acompañó al general Díaz a su toma de posesión y se retiró a un ranchito en las inmediaciones de Michoacán que el gobierno le regaló por sus acciones de guerra en favor de la patria. Fue entonces que su conquista de las indias fue más decidida, empeñosa y liberal.

Ya para esos días las ramas de los Labrocha se habían incrementado y reverdecido. Con tesón y muchos afanes aquellas indias, las nuevas y las no tanto, habían dado retoños que correteaban bulliciosos y dando guerra -como era natural-, por los rincones de aquellos páramos. Un par de gemelos, de esos mostrencos engendrados en los primeros días de conquista y posesión de las nuevas tierras, crecieron a la sombra de estos confines. Y crearon un trapiche, adelantándose en el cultivo de la caña habanera, que en la época del porfiriato produjo azúcar como río dulce y no tardó en transformarse en un ingenio inmenso. Los gemelos crecieron llegando a la mayoría de edad al mismo tiempo que sus posesiones se extendían en productividad y poder. Eran hombres de honor, emprendedores e incansables para el trabajo que realizaban en faenas de sol a sol. Y como era natural sus negocios se expandieron con rapidez, incrementados notablemente con la llegada a Michoacán del ferrocarril y la modernidad industrial.

En aquellos años la paz social permitió que otros Labrocha estudiaran en los liceos y escuelas prestigiadas del país, inclusive, hubo más de alguno que viajó definitivamente a Europa de donde poco más de treinta años atrás viniera su padre, quien siempre protegió a sus vástagos sin importar la parte femenina de la simiente de donde hubieran salido. El siempre afirmó que belgas belgas serían mientras hubiera un Labrocha sobre la faz de la tierra.

Pero no todo fue miel sobre hojuelas. Otra de las ramas de los Labrocha generó tipos de mala nota, de antecedentes oscuros, belicosos algunos, y otros llenos de un germen excéntrico, con cierta disposición a la melancolía y la introversión. El abuelo Labrocha repetía a todo aquel que quisiera escucharlo que ello era producto del malevaje de estas tierras, de sus profundas quebradas, de sus inmensos confines plagados de recovecos, de sus aguas sulfurosas, de sus climas extremos y tan cercanos unos de otros, y sobre todo, de la extraña melancolía ensimismada de las indias nuevas, y de las no tanto, que él conoció muy bien. De ahí esa rama de Labrochas músicos, poetas, libreros, locos, artistas y rurales matreros, que también se le reprodujo sin quererlo.

De aquella época uno de los más memorables Labrocha fue un músico quien compuso entre otras obras musicales un vals sin fin, que tenía la virtud de poderse bailar por horas. Recuérdese la afición de aquellos tiempos de bailes fastuosos acompañados de orquestas con cuerdas y alientos. Y de aquellos simpáticos músicos enfundados en su frac de pingüinín, haciendo de su arte el deleite de las mozas y de los aguerridos cadetes vestidos a la usanza prusiana. Recuérdese que era la época de los Straus en Europa, y por supuesto, de los Labrocha en nuestro continente. Recuérdese también a Don Porfirio tirando la polilla en los salones de baile al lado de su Carmelita. De los don Susanitos -de seguro hubo muchos entre "los científicos"-, y los Labrocha dirigiendo la orquesta en aquel maravilloso vals sin fin, con gesto parecido al de Pedro Infante en su papel de Juventino Rosas. Por aquellos años también, de la misma rama oscura, cambiado el apeído por razones obvias pero no las formas y el donaire, hubo una moza Labrocha cantante de zarzuela, bella, pizpireta y perseguida por su arte y sus encantos.

A pesar de todo lo vivido por el ancestro Labrocha, sólo un quebranto interior preocupó los años finales de su vida. Amargando, de algún modo, todas las dichas que día a día él mismo no dejaba de creerse y maravillarlo.

De aquella rama oscura de Labrochas, de aquellos ensimismados personajes, de aquellos que poseían el germen heredado de la melancolía de las "indias nuevas", como el ancestro decía: surgieron dos individuos por demás asimétricos, tanto en lo ideológico como en lo belicosos para lograr sus propósitos.

Uno, nacido en las aguas heladas de un riachuelo perdido en las serranías, de una india que vio en la piel blanca y los ojos verdes del pequeño hijo, el fiel reflejo de un Dios de perlas cahita tragado por la azul inmensidad del mar, según la leyenda. Creció como un hombre recio, formado en las limitaciones y los esfuerzos de un pueblo indígena combatido ferózmente por el gobierno porfirista. El propio Cajeme lo nombró capitán guerrero en el glorioso sitio de El Añil, cerca de Vicam.

El otro, tuvo una cuna si no de seda, sí de amas decentes. De gobierno de mujeres solas entregadas a la fascinación de la tropa extranjera llegada a estas tierras y que quisieron mejorar la raza con esa sangre traída del viejo continente. Por lo mismo su carácter se volvió voluble, impertinente y caprichoso. Siempre se quiso salir con la suya aun cuando no era ni el sitio ni la razón lo que lo asistiera. Montaba en cólera a la menor provocación y sus desmanes iban más allá de cualquier conjetura posible. Cuando la rabia lo poseía, era tanto como si el cielo se desbaratara en astillas y ceniza. Entonces los caballos briosos que acostumbraba montar, las indias de las casas donde habitaba, los mozos de cuadra, sus subalternos.., en fin, todo cuanto estuviera cerca de su mano y su vista, temblaba y palidecía como hoja en el árbol en otoño.

La vida que en mucho es cruel se propuso poner a estos Labrocha uno frente a otro. En medio de un combate desleal, donde el deshonor era el pan y la sal de cada nueva acción. La guerra en la que se enfrentaron duró 24 años.

Se encontraron por primera vez en una planada, sobre un par de dunas en las playas de Gichamoco. El uno, montado en un brioso flor de durazno, y el otro, a pie vestido con una piel de venado y un arco en las manos. Se miraron por un largo rato. Reconociéndose en el aire y la figura, sin entender a ciencia cierta el por qué… Pero luego el yaqui Labrocha pintó una raya en el suelo con la punta de su arco y en una especie de sánscristo, mitad castilla mitad mayo, dijo: "De pasar esta raya te combatiré hasta la muerte". El Labrocha yori montó en cólera y sin ningún remordimiento desenvainó el sable al tiempo que cargaba a media rienda aorcajadas sobre el flor de durazno. De aquel primer incidente el soldado Labrocha sacó un par de flechas con punta de obsidiana en la pierna y el pecho, y el otro Labrocha, un tajo profundo sobre las costillas bajo la tetilla izquierda.

En los años siguientes los encuentros fueron frecuentes y sangrientos: a veces un disparo desde lo más intrincado de las arboledas; otras un combate a bayoneta calada sobre algún risco; otras más peleando mano a mano en la hondonada de alguna barranca. Incluso, el día que el viejo Labrocha viajó a esas tierras para conocer a los dos vástagos beligerantes, luego de sucesivas encomiendas con sendos mensajeros, ambos Labrochas, el yaqui y el yori, el yori y el yaqui, se entrevistaron con su padre. Terminada la entrevista que duró varios días, se encontraron en un plan de barrancas boscosas, pistola en mano y rifle Winchester, se liaron a tiros hasta quedar tumbados sobre la tierra. Y siguieron masacrándose con piedras y uñas hasta que les vino el desmayo.

Aquella zozobra la vivió el ancestro Labrocha el resto de sus años. Nada amainó aquella pena, ni siquiera cuando le contaron cómo fue el último encuentro de aquellos acérrimos rivales en la llamada mesa de Mazocoba. A las 10 de la mañana, enero de 1900, encabezando el contingente de dragones del 5º regimiento el Labrocha yori cargó con una furia desconocida la trinchera capitaneada por el Labrocha yaqui. La batalla fue palmo a palmo, sangrienta y terrible. En los últimos resplandores del día, perdida la posición y la batalla, el yaqui se arrojó al vacío de los barrancos estrellándose en el fondo al tiempo que el yori caía atravesado por un rayo invisible que lo fulminó ahí mismo, sobre el risco.

Una tarde cálida de mayo, mientras se mecía fumando una pipa con tabaco de Virginia, tal como se había hecho su costumbre los últimos años, veía a las ardillas saltar de una rama en otra entre los árboles del prado frente al portal de la casa, se fue quedando tranquilo, inmóvil, poseído por una paz extraordinaria.

Se dice que Don Porfirio, quien como ya dije lo tenía en gran estima, viajó de la ciudad de México con todo y séquito de "científicos" para acompañarlo en este último trance. Recio, a pesar de la edad, enfundado impecablemente en la levita oscura, caminó al lado del féretro acompañándolo hasta su última morada. En el panteón familiar se dispararon varias salvas, en honores militares y distinciones a un bravo guerrero, según dijo el propio general Díaz, quién decretó una semana de tregua a los disidentes por ese motivo.

Los últimos años del ancestro Labrocha habían sido un tanto cuanto tristes, jamás se recuperó del dolor y el pesar que le produjo su sangre derramada tan sin sentido, como él decía con cierta amargura, por el "yori" y el "yaqui" Labrochas. Tampoco comprendió, y mucho menos aceptó que, algunos de sus vástagos estuvieran comprometidos con la causa maderista; él siempre fue leal a sus creencias y convicciones, aparte que el agradecimiento era en gran medida una de esas creencias según decía, y por lo tanto él y los suyos debían ser amigos leales de Don Porfirio. Aquello por sí mismo constituyó un enfrentamiento con sus hijos.

De la rama oscura y de las otras, producto de la sabia paciencia sobre las indias nuevas ‑y las no tanto ‑, de esas ramas también florecieron retoños Labrocha, hijos que fueron igual de inquietos y bullidores que su ancestro. Jóvenes en esos días que se dedicaron a enriquecer más las haciendas y las posesiones de los padres, unos, y otros que se dieron a la tarea de solidarizarse con las causas del cambio, con las ideas nuevas que se oponían al viejo orden conservaturista y retrógrada de la dictadura. De ahí que el conflicto entre los Labrocha se generó, al principio en largas discusiones en el solar de la casa paterna, donde él los reunía de todas las partes del país para escuchar sus alegatos y posiciones irreconciliables. Siempre con la autoridad suficiente para que aquellos encendidos ánimos no rodaran por caminos irreversibles y beligerantes, como era la sana costumbre de la familia.

Pero terminado el plazo impuesto unilateralmente por el dictador. Una semana. Fueron arrestados varios de los Labrocha: tres deportados a Europa donde vivieron parte de la primera gesta revolucionaria; dos más exiliados a los Estados Unidos de donde regresaron para unirse al Plan de San Luís; y uno fusilado a la sorda, en la oscuridad de una madrugada de septiembre, sin juicio de por medio y con la tristeza lacerante de no haber visto "las fiestas del Centenario". Aquello fue entonces como una afrenta a la familia entera, luego luego los activistas del cambio surgieron con una voz distinta, portentosa, renovada, con sabor a pólvora y temeraria bravura. Fue entonces que el dictador dijo esperando el tren que lo llevaría al exilio para siempre: "mejor no hubiera despertado los retoños del gigante dormido".

Lo que vino después del fusilamiento fue como un torbellino, como una gran tromba de ira desencadenada, de cólera incontenible que incluso hubiera enorgullecido por su explosividad al propio ancestro. Un hijo suyo entró con los colorados de Pascual Orozco a Ciudad Juárez, en el 11. Otro Labrocha cruzó la frontera con Pancho Villa para formar la División del Norte y quedó tendido como un valiente sobre los precipicios frente a Zacatecas, en el 14. Otro combatió como artillero bajo el mando del general Angeles y anduvo con él desde el tiempo de la jefatura general en Morelos y hasta su fusilamiento en Chihuahua, en el 19. Los hubo notorios y fáciles de rastrear, pero también los hubo quiénes trabajaron en la clandestinidad, haciendo una labor de zapa, de desgaste sistematizado de los distintos gobiernos y grupos creados por los intereses desarrollados en el torbellino de la polvareda revolucionaria.

Alguien me habló del por qué escribir este relato de familia. La historia, la gigantesca historia oficial está compuesta de pequeños fragmentos de otras historias, de pequeños relatos no siempre capturados en los libros, no siempre puntualizados por los oficiosos académicos de la historia. De ahí que rescatar los antecedentes familiares de la familia Labrocha sea rescatar un poquitín de esa micro historia de los mexicanos, de la cual no debemos olvidarnos nunca, por el bien nuestro y el de nuestros críos, en estas inmensas praderas de las indias nuevas ‑ y de las otras, las no tanto – que tantas satisfacciones nos han heredado.

Ah, la nostalgia...!


Esta imagen corresponde a la IVº 0 Vº temporadas del don Juan Tenorio de José Zorrilla. En aquellos años venían y participaban actores como Yudi Ponte o el maestro Orea, Blaca Sánchez o Luis Couthuriel. La dirección la realizó por casi dos décadas el maestro José Manuel Alvares, en el patio principal de la Casa de la Cultura de Morelia.
Arriba, de izquierda a derecha: Imelda Galindo, Martha Ofelia Galindo, Francisco Bautista, Mina Solé, Azucena, Arturo Villicaña. De rodillas: Miguel Angel Villicaña. Abajo: Claudia Solorzano y yo.

Crónica verdadera de la conquista de las indias nuevas IIª

CRONICA VERDADERA DE LA CONQUISTA DE LAS INDIAS NUEVAS –¡Y DE LAS NO TANTO!- . ( IIª Parte).

Por: Emil Emilio Labrocha

Nadie esperaba que pudiera suceder. Los años de paz, la costumbre, el hábito era más fuerte que cualquier presagio. Alguien en 1909 había asegurado con pomposo retintín: "Una revolución en México es imposible". El mismísimo ministro alemán Karl Bunz, escribía las siguientes líneas en una carta fechada el 17 de septiembre del mismo año: "Considero, al igual que la prensa y la opinión pública, que una revolución está fuera de toda posibilidad". Y al año siguiente Andrew Carnegie, el magnate norteamericano del acero, después de una visita al país destacó: "En todos los rincones de la república reina una paz envidiable".

En efecto, sobre el suelo mexicano la paz se bamboleaba de un extremo a otro, como esas delicadas y bellas artistas del trapecio que danzan por los aires; de aquí para allá, de allá a acá; maravillando, sobresaltando, dejando un airecillo de extraña complacencia y regocijo silencioso entre los espectadores al termino de su acto. El país, por supuesto, había cambiado. Lo habían visitado en los decenios últimos más novedades de las que podía asimilar sin temores. Cincuenta años atrás, el proyecto liberal había soñado una república, democrática, igualitaria, racional, industriosa, abierta a la innovación y al progreso. Sin embargo, en el aquí y ahora, ésta república, -su república-, era la hija contrahecha de la oligarquía, el autoritarismo, el subyacente poder caciquil regional. Cerrada sobre sí misma, pero cada vez más sacudida por la innovación y el cambio productivo. Eficientemente cosida por las tradiciones coloniales. Era todavía, como en la hora de la Independencia, cien años atrás, una sociedad católica, ranchera e indígena, cruzada por fueros y privilegios corporativos, con una industria nacional encapsulada en las eficiencia productivas de los textiles y los reales mineros, y un comercio que empezaba a romper con la inercia regional de los mercados.

Este era el universo social que el primer Labrocha se negaba a ver a principios del siglo XX. Como ya he dicho en otros momentos, el primer ancestro Labrocha llegado a estas tierras de regiones ultramarinas, descendió de una fragata de guerra vestido con el traje de los aguerridos suavos. También ya hablé de sus hazañas gloriosas por estos anduarriales y de las razones puramente científicas y orgiásticas que lo hicieron desear pertenecer y conquistar estas indias nuevas -y las no tanto, también-, que por todos los sitios fue encontrándose. También ya conté otros acontecimientos y cómo la prole Labrocha se regó por todos los sitios, aquellos imaginados y los más increíbles también. Los Labrochas, retoños de la simiente primigenia, de la astilla primera, se dispersaron por el México desconocido poblando cañadas y serranías, barriadas y pueblos. Los largos brazos de la raíz crecieron tanto y tan enredados, como tanto era el deseo de conquista de las indias nuevas que el viejo primer Labrocha siempre tuvo. Y esos hijos y nietos, y chosnos a su vez, trasmitieron integro el deseo de conquista, apropiamiento y posesión que la descendencia original les fue dejando, manteniendo a través de la herencia de sus propias madres usos y costumbres, particularidades y características, tradiciones y costumbres, tan diversas y complejas como pueden resultar los distintos Méxicos que habitan dentro del mismo territorio mexicano.

En los treinta años últimos, aquellos que vivió México antes de la revolución de 1910, una redefinición productiva se consolidó teniendo como base de abastecimiento la frontera norte y definió su incorporación al mercado mundial. "La bonanza minera construyó ciudades -describe Ramón Eduardo Ruiz-, echó las bases para los ferrocarriles y ayudó a nacer la agricultura comercial". Entre 1877 y 1911, la población creció a una taza anual de 1.4 por ciento, siendo que desde principio del siglo XIX lo había hecho al 0.6 por ciento. La economía avanzaba al 2.7 por ciento anual, cuando en los setenta años anteriores, fracturada aquí y allá, había sido negativa o de estancamiento. Aquello era jauja, y la paz se bamboleaba de un extremo a otro al tiempo que las exportaciones aumentaban más de seis veces, entre 1893 y 1907, mientras las importaciones sólo lo hacían tres y media veces.

En las largas discusiones que de noche en noche, luego de asistir al teatro, los hijos del primer Labrocha tenían con su padre, en la amplia y rústica sala de su casa. Se analizaban, una y otra vez más, desde las distintas perspectivas de sus orígenes, costumbres particulares y condiciones de preparación académica o analfabetismo, siempre en el ánimo de la concordia y la libertad, las cifras del progreso porfiriano. Ya he mencionado que en el centro de toda polémica, aún aquellas las más reñidas y fárragosas, imperaba el criterio definitorio del padre. Esa última palabra que todos escuchaban con respeto, obediencia, incluso en cuestiones dónde los hijos no estuvieran de acuerdo. La última palabra la tuvo siempre el viejo Labrocha. De ahí que cuando uno de los vástagos, de esos incuantificables hijos que venían de lo más intrincado del Estado de Morelos o Guerrero, un maestro de primaria Labrocha, de fuertes rasgos campesinos y tez morena como el barro, girara su reflexión entorno a la más vieja de las rupturas que el régimen porfirista no había querido saldar, la polémica se levantó a niveles pocas veces antes escuchados. La argumentación del maestro Labrocha era la siguiente: "la modernización agrícola consolidó un sector extraordinariamente dinámico, pero ha colaborado a la destrucción de la economía campesina, usurpando derechos de pueblos y comunidades rurales, obligando a sus habitantes a la emigración, el hambre o el peonaje". "Ahora resulta -intervino un pomadoso catrín también de la descendencia Labrocha- que el régimen del señor don Porfirio, quien ha establecido una alianza con los hacendados y la modernización agrícola, quiso decir despojo, arrinconamiento y subsistencia precaria para un puñado de campesinos". "No sé qué trató de decir el mandatario. No importa ahora. Lo que bien sé, es que éste litigio que empezó un siglo antes, ya tiene nombre y caudillo desde la tarde del 12 de septiembre de 1909, donde lo eligieron como nuevo dirigente los habitantes del pueblo de Anenecuilco. Y eso, realmente, es lo que ahora importa".

Al celebrarse las fiestas del centenario de su independencia, el país vivía una mezcla de rupturas y novedades que habrían de precipitarlo durante los años siguientes en la vorágine de la guerra civil.

En 1895, estimulado por el impacto del ferrocarril sobre el valor de la tierra, el régimen porfirista abrió una nueva oleada de desamortización con la ley de baldíos y tierras ociosas que facilitaba el denuncio y apropiación de terrenos improductivos. El efecto, como era de esperarse, de esa nueva liberación de la tierra sobre la organización social y la economía de las comunidades campesinas se hizo sentir con peculiar virulencia.

"Vea usted, padre -inquirió el maestro Labrocha que a la sazón se llamaba Martin-. ¿No es acaso ese un despropósito mayúsculo? En los últimos cinco años del siglo XIX la tasa de mortalidad infantil creció de 304 a 335 menores por millar".

Adicionalmente, una de las preocupaciones profundas, en las largas noches de discusión en la sala de la casona del viejo Labrocha, fueron aquellas guerras de exterminio, digo, de "pacificación" de las tribus bárbaras del norte. Indios mayos y yaquis de Sonora que enfrentaron una cruenta guerra que desbarató la forma organizativa de ambas tribus, desconoció sus derechos antiguos y trasladó a dominio blanco sus tierras, las más ricas del noreste, fertilizadas por los únicos ríos con caudal permanente en las desérticas planicies. Esto, como era de esperarse, le traía recuerdos amargos al viejo Labrocha, recordaba la galanura y porte de sus vástagos, el yori y el yaqui. Aquellos dos extremos de la misma semilla que con feroz e incontenible bravura se habían combatido hasta la muerte en esas serranías norteñas. Recordaba, y a pesar de que no faltaban las hijas y los hijos que buscaban consolar sus penas, con ese recuerdo a cuestas, no dejaba de sufrir en silencio. Pues pensaba en lo mucho que se había perdido con esa hazaña digna de un cuento de honor y caballería a la altura de la bravura guerrera Labrocha. Pero un pasaje tan dramáticamente doloroso para quienes aquí vieron cómo se quebraba una rama de éste basto tronco.

El vértigo minero y la reactivación industrial hicieron nacer durante el porfiriato los primeros batallones obreros de México en el sentido moderno de la palabra. Los minerales norteños atrajeron, con sus altos salarios, emigrantes de todo el país; se erigieron en meses, junto a los tiros, decenas de ciudades provisionales, desarregladas y bulliciosas, marcadas por la promiscuidad, el trabajo duro, la discriminación y la voluntad indesafiable de los propietarios, generalmente norteamericanos e ingleses. Las compañías explotaban la mina y controlaban la vida municipal, nombraban al alcalde, pagaban la fuerza policiaca, sostenían la escuela, dominaban el comercio y no pocas veces poseían las zonas ganaderas y agrícolas circundantes. La compañía era el amo y señor de la pecera y todo lo que dentro se moviera, también era suyo.

Una mañana, mientras que desayunaba el viejo Labrocha, recibió un comunicado de la Secretaría particular del mismísimo Presidente Díaz. Le avisaba que lo quería visitar esa misma tarde. No era normal que realizara el General Presidente una visita de ese tipo, por muy su amigo que fuera. Luego entonces, pensó el otrora guerrero invatible que aquello debía tratarse de algo verdaderamente serio, que involucraba directamente sus intereses o ponía en serio predicamento su estabilidad lograda después de muchos trabajos y heroicas hazañas realizadas en el mismísimo campo de batalla. Las respuestas no tardaron mucho en llegar. Con voz recia aunque debilitada por la edad, como era natural, el dictador enfundado en un fino traje de casimir oscuro, relató cómo los obreros de un perdido mineral sonorense, casi en la frontera con Arizona, se habían lanzado a la huelga. Relató que aquellos trabajadores se habían organizado bajo el influjo del magonismo y de la ebullición radical que plagaba fábricas y minerales al otro lado de la frontera, en California y Arizona. También dijo que, sus informantes habían dado cuenta exacta de las actividades y agravios que dos Labrochas, hijos suyos creados por madres distintas en aquellas latitudes, habían realizado bajo la bandera del anarcosocialismo que basa sus argumentos en la filosofía de un nacionalismo agraviado por la supuesta permanente discriminación laboral en favor de los extranjeros. Y afirmó categórico que estaba ahí presente, para que su viejo amigo conociera de su propia voz las siguientes novedades; luego de tres días de huelga, de motines, saqueos e incendios; acudieron a Cananea rangers y voluntarios de Arizona, y 500 soldados enviados por el gobernador Izábal, quien coordinó personalmente la "pacificación". Hubo, oficialmente, diez muertos y cien presos. "Uno está preso. El otro, al parecer, cruzó la frontera. Este es el mensaje que ahora mismo enviaré por el telégrafo: "quémalos en caliente". ¿Qué dices?". "Destiérralo, si lo matas, esa historia no terminará ahí".

En los treinta años de paz porfiriana, el norte de México sufrió cambios más definitivos que en toda su historia anterior. El auge capitalista del otro lado de la frontera y sus inversiones en éste. El boom petrolero en el Golfo. El minero en Sonora, Chihuahua y Nuevo León. El industrial en Monterrey. El marítimo y comercial en Tamaulipas y Guaymas trajeron en esos años para el norte el impulso material de una doble y efectiva incorporación: por un lado, al pujante mercado norteamericano, por el otro, a la red inconclusa pero practicable de lo que podía empezar a llamarse República Mexicana. En esos años el norte fue un foco de inversión y nuevos centros productivos que diversificaron notablemente su paisaje económico y humano.

Esa realidad novedosa, configuró la aparición de un tipo nuevo de trabajador emigrante que ejercía libremente el tránsito de una zona a otra en busca de buen salario y mejores condiciones laborales. Inestable y sin arraigo local, cosechaba las ventajas de un mercado libre y semilibre de mano de obra bien pagada. Ese norte también poseía sus desventajas profundas: inseguridad en el empleo, carencia de familia, comunidad o vínculos tradicionales donde cobijarse en las épocas malas. Ese mismo norte, tatemado al sol y a la intemperie del desierto, y sus complicadas serranías, nutrió a los ejércitos norteños revolucionarios, frente a los cuales tuvo la doble disponibilidad del enlistamiento y la movilización militar fuera de su zona de reclutamiento, y que señaló una diferencia clara y fundamental con los de procedencia agraria, como el zapatista.

Una noche de aquellas tantas, mientras fumaba parsimonioso, un espigado y fornido muchachón Labrocha de nombre Benjamín, de esos enraizados en la profundidad de la matriz y la tierra norteña, dijo las siguientes palabras que sonaron a presagio: "Es indispensable una oleada de sangre nueva que reponga la sangre estancada que existe en las venas de la República, enferma de viejos chochos, en parte honrosos restos del pasado, si se quiere, pero momias que estorban materialmente la marcha de nuestro progreso".

Cierta mañana, mientras el general Díaz departía opíparo desayuno en el comedor del Castillo de Chapultepec con el viejo ancestro Labrocha y algunos otros comensales; los incondicionales "científicos", periodistas, y también viejos pomadosos dueños del capital y la tenencia de la tierra. El viejo dictador emocionado por los recuerdos de las indias nuevas -y las no tanto- que en otras épocas heroicas había conocido también, a pelo y grupa de buenos caballos. En ese instante particular, emocionalmente ubicado en la alberca de la nostalgia a donde viajó con los recuerdos para echarse un chapuzón y nadar de bucito haciendo gorgoritos... El viejo dictador declaró tras un largo suspiro, como si fuera un alarde que evidentemente sólo el ancestro Labrocha comprendió del todo: "México está listo para la democracia y acogeré como una bendición del cielo el nacimiento de un partido de oposición". Luego de un silencio largo, un reportero norteamericano que andaba metiendo la nariz por las viandas y la falda de la servidumbre presidencial, salió del recinto y buscó un teléfono por el cuál se comunicó a su redacción para complementar con esa frase la entrevista que horas antes le había realizado al chocho general Díaz.

El resultado de aquello, nomás se conoció la declaración publicada por James Creelman -que era el nombre del reportero gringo-, fue como una especie de orden divina. Un mandamiento. Un sismo al interior político de la sociedad que de inmediato tomó la plaza pública como baluarte. Las ansias postergadas, antiporfiristas, vinieron a la arena pública en forma de organizaciones políticas y partidos antireelecionistas. La murmuración se hizo folleto. La agitación tomó forma de libro. "¿Hacia dónde vamos?": publicó Querido Moheno. "Cuestiones electorales": Manuel Calero. "La reelección indefinida": Emilio Vázquez Gómez. "Lo que puede la añoranza": Ramón Labrocha Sierra. "La organización política": Francisco de P. Sentíes. "El problema de la organización política": Ricardo García Granados. "La sucesión presidencial": Francisco I. Madero.

Y por si esto fuera poco, el horizonte de la oposición fue ocupado por la figura del general Bernardo Reyes, antiguo ministro de Guerra, héroe de distintas campañas de exterminio y hombre -como se dice hoy-, del sistema. El reyismo caló en zonas sensibles de la vida política nacional: las logias masónicas, los burócratas modestos, el ejército. Hizo brotar clubes, periódicos y oradores altivos por todos los rincones del territorio mexicano que hablaban de la no reelección y el mal gobierno. Sin embargo, a mediados de 1909, el legendario generalazo cedió a la presión del viejo tiburón y apagó con su silencio las incitaciones de sus partidarios. Después, siguiendo su instinto, apoyó la candidatura de Porfirio Díaz y de Ramón Corral, como vicepresidente, a pesar de que éste último fuera su más acérrimo adversario. Como premio a su lealtad, el gobierno le otorgó un viajecillo por Europa para que realizara estudios militares.

En contraste, como era costumbre, por la sala de la casa del antiguo guerrero Labrocha desfilaban toda clase de especímenes acompañando a uno que otro de sus muchos hijos. Uno de tantos días vinieron unos licenciados, unos individuos digamos que hasta chistosos en su vestimenta, acompañando a Ramón Labrocha Sierra, ese intelectual coahuilense que escribiera el libro aquél sobre la añoranza de las vírgenes que tanto revuelo armara entre la clase científica nacional. Los licenciaditos hablaban y hablaban de lo que pronto sería, según ellos, el revuelo que causarían los clubes antirreeleccionistas por todo el país. "¿Quién encabeza esos clubes que a mí me suenan más a partido de polo y juego de poker?": -preguntó con cierta sorna el viejo ancestro. "Quien ha de ser, señor. ¡Quien ha de ser! El mismísimo Francisco Madero que ha tomado como lema de campaña: "El pueblo no quiere pan, sino libertad". "Y qué con eso": -repuso de inmediato el viejo guerrero. "Ese Francisco Indalecio es el mismo del cuál se expresa su abuelo, amigo mío por cierto, que "es un soñador que quiere tapar el sol con un dedo". Estoy enterado de que anda muy activo por todos lados junto con su esposa Sara, el estenógrafo Elías de los Ríos y Roque Estrada, colaborador y testigo. Pero también sé que esas giras no levantan gran ámpula". "Entonces padre, si no hay mucha bulla ni riesgo, por qué la hostilidad de las autoridades": -respondió de inmediato Ramón y le siguió un silencio pesado.

Ramón Labrocha Sierra salió de manera furtiva de la ciudad de México, llevando la comisión de distribuir una serie de comunicados a los distintos clubes antirreeleccionistas de los estados del país. A sus espaldas quedaban los inicios de las fiestas del Centenario, ese primer plano de los filmes de Casasola, de carrozas y desfiles, levitas aterciopeladas, miradas endurecidas y largos discursos somnolientos, potros lustrosos y en el contraste famélicos escuincles hinchados de lombrices, gorrudos ennegrecidos por el sol y catrines cayendo en los canales de Xochimilco. Años respetables de tantas barbas blancas y tantas glorias pasadas. Medallas y uniformes de gala a la prusiana moda que festeja a todo boato desde la dictadura el siglo de libertad. Su primera etapa de viaje lo llevó a Colima, Guadalajara, Guaymas y los Mochis, lugares donde se entrevistó con los simpatizantes de los clubes formados para apoyar a Madero. "La organización política de Madero -afirma Stanley Ross- creció conforme el reyismo se desintegraba. Para los independientes y para muchos reyistas, abandonados por su selecto caudillo, el movimiento maderista fue su salvación". Luego fue a su natal Coahuila y ahí lo arrestaron. Un grupo de fulanos lo substrajeron del recinto de una de las tantas cantinillas donde se organizaban los simpatizantes de los clubes maderistas. Lo llevaron a golpes y mentadas de madres hasta el cuartel militar de la plaza. Ahí lo dejaron en los separos mientras pedían instrucciones vía telégrafo a la superioridad. Un oscuro sargento entraba de vez en vez al tétrico recinto, chasqueaba un fuete en las paredes que nomás de oírlo atemorizaba a Ramón pues estaba vendado de los ojos, sonreía malévolo y le chupaba dos o tres veces a un puro apestoso que no dejaba de fumar. Las horas y los días pasaron. Lo encontraron tirado en un predio valdío, hecho un guiñapo a golpes, con profundas quemaduras de cigarro en las orejas, las axilas, los tobillos. Estaba casi irreconocible, salvo por los puños crispados y los dedos apretados que sostenían fuertemente los pedazos de carne de una mejilla ensangrentada.

Ya se ha dicho antes, en treinta años, la paz porfiriana había impuesto sólo un cambio drástico a ese inmenso perímetro de la patria centenaria: el sello de herrar que dibujaban las líneas del ferrocarril y la larga telaraña de los telégrafos. En los puntos terminales, los entronques y las comarcas intermedias que tocó el ferrocarril, creció la otra sociedad: minas, gringos, blancos, haciendas modernas; casas comerciales, fabricas, gringos, emigraciones masivas; ciudades vertiginosas, cónsules y propietarios extranjeros, grandes almacenes, usurpaciones, huelgas, monopolistas, aventureros, mujeres encorsetadas, gringos y casinos. Una clase media sin futuro cierto, una incipiente clase obrera, una población flotante atraída como por un imán hacia la frontera. Comunidades campesinas sacudidas en su ritmo secular. Hacendados modernos y patriarcas rurales metidos al cepo del progreso, replegados en las casonas de sus haciendas; familias que por décadas habían tejido con sus caprichos y sus intereses la historia regional y hoy se sabían anacrónicas y posponían su rencor.

Para manejar estos desarreglos, el estilo porfiriano no tuvo sino los diseños de otro hierro de herrar al rojo vivo que el país conoció durante esos treinta años: una red gerontocrática de jefes, gobernadores, caciques y ministros; un estilo político educado en el control de una sociedad anterior a los gringos, el progreso y el capitalismo. Las únicas cosas monolíticas y reiterativas, de principio a fin, en la sociedad porfiriana -y en la actual sociedad mexicana (repetidora de esquemas) de arranque del siglo XXI-, fueron sus modos políticos, sus afanes verticales y -desde 1900- su complaciente encanecimiento.

Madero fue una grieta. Hacia su débil promesa corrieron todos los aplazados: hacendados con tradición y sin futuro, comunidades reacias a la usurpación de sus tierras, profesionistas sin bufete, maestros incendiados por la miseria y el halo heroico de la historia patria, políticos y militares en conserva. Y por supuesto, esa pequeña pero crucial burguesía de provincia: tenderos, boticarios, rancheros ansiosos, pequeños agricultores y medieros ahogados en sus mismas deudas; todos atraídos por el doble yugo de sus pretensiones locales y la nulidad crediticia y social de sus modestas empresas. Por otra parte, la candidatura de Madero, también creo expectativas en los norteamericanos. Ellos sintieron, en los años últimos, una desconfianza generosa nacida menos de la cautela por la edad física del régimen, que por los impulsos juveniles que restituyeron a los ingleses concesiones, y que abrían la puerta diplomática a potencias como el Japón.

Nulos habían resultado los esfuerzos del viejo guerrero por saber de su hijo Ramón Labrocha Sierra. Empezó a preocuparse de manera aprensiva luego de que éste no contestara varios de sus telegramas. Conocía perfectamente el compromiso de su hijo con la causa antirreeleccionista. Por supuesto, sabía al dedillo el itinerario de viaje que haría en las siguientes semanas por el norte del país, contactando a los clubes maderistas. Pero más creció su preocupación cuando supo de la detención de Francisco Madero en Monterrey: lo acusaban de una bobera, "conato de rebelión y ultraje a las autoridades", supuestamente realizado en un discurso que pronunciara al bajar del tren de San Luís Potosí. Por su amplia experiencia de soldado, entendía cómo se las gastaba un régimen que se sabía tambaleante. Los días pasaban y su preocupación crecía. Decidido, trató de ver a su amigo el Presidente. Una y otra vez le negaron la audiencia. Como ya he escrito antes, una tarde fresca de finales de julio, mientras fumaba un delicado tabaco de Virginia y rumiaba sus preocupaciones, se quedó dormido tranquilamente para no despertar más en el prado verde de su casa. La noticia del fallecimiento fue dolorosa y se conoció como si fuera un reguero de pólvora. Asistieron a su funeral de todos los rincones del país hombres y mujeres; Labrochas de todos los tipos y de todas las clases. Inclusive, como ya he acentué antes, el mismo Presidente Díaz lamentándose por no haber tenido ocasión de hablar con él antes de éste infausto acontecimiento, en persona, estuvo en las actos funerarios. Pero la preocupación por la desaparición de Ramón, el arresto y destierro posterior de otros Labrocha simpatizantes de la causa maderista, fueron causa de desasosiego e inquietud entre la familia y el anciano dictador que se negaba a admitir su participación o la de sus gentes.

Por su parte, Madero rompió el arraigo en San Luís Potosí y escapó a la frontera. En octubre estaba en San Antonio Texas dispuesto a la insurrección, desde ahí empezó a circular el Plan de San Luís que declaraba nulas las elecciones, ilegítimo el régimen y espurio a los nuevos representantes populares derivados de las mismas; otorgaba a Madero el carácter de presidente provisional de los Estados Unidos Mexicanos y convocaba a la insurrección armada para el 20 de noviembre de 1910 a las 6 de la tarde. Lo que sucedió después fue hasta cierto punto sencillo: los preparativos del levantamiento fueron descubiertos sin mucha dificultad, sus instigadores detenidos sin que hubieran utilizado siquiera sus armas; otro aspecto fueron los refugiados políticos, como el propio Madero, quienes cruzaron la frontera y lanzaron expediciones raquíticas hacia el interior del país con apoyo de complicidades locales; por último, se producen verdaderos levantamientos, como en Gómez Palacio con José Agustín Castro, Orestes Pereyra, Martín Tríana. Hay levantamientos que son a duras penas insurrecciones locales en pueblos de Sonora, Sinaloa, Chihuahua y Durango. O levantamientos de pequeñas bandas de asaltantes que se esconden en zonas de difícil acceso. Y sólo hay una región precisa -en el occidente de Chihuahua- donde la rebelión logra mantenerse viva en pueblos y ciudades con Pascual Orozco, José de la Luz Blanco y Nicolás Labrocha Brown.

Los levantamientos no se sucedían con la prontitud que el movimiento antirreeleccionista deseaba. Sin embargo es hasta el mes de abril de 1911 cuando en realidad la revolución crece y se disemina como una mancha de aceite sobre el territorio nacional. Las tropas del occidente de Chihuahua, donde sólo resisten las minas aisladas de Chinipas, asedian la ciudad fronteriza de Ciudad Juárez. El ejército federal sólo controla algunos puntos claves del ferrocarril. El 9 de mayo los irregulares de Villa y Orozco toman por asalto Ciudad Juárez. Participó en esos contingentes un furibundo soldado de infantería, Sostenes Labrocha, quien con un solo tiro en la recámara de su Colt 44 y un empuje temerario tomó prisionero al comandante federal de la plaza. Este éxito militar propició definitivamente que el 26 de mayo Don Porfirio saliera del país, en el Ypiranga, rumbo al destierro mortal. Lo que vino después ya lo contaré luego, cuando vuelva a hurgar entre los recuerdos de la familia y su conquista de las indias nuevas -y las no tanto, ¡por supuesto!-.

sábado, 22 de marzo de 2008

El laboratorio proceso

El laboratorio proceso fue un proyecto que desarrollaba actoralmente técnicas del arte del payaso. Aquí una imagen del espectáculo Squerzzo. Esto lo escribí y realizamos a finales de 1979 y lo seguimos representando varios meses del año siguiente. Era una historia de amor y desencuentros. Originalmente la intención era escenificarlo en el Teatro Ocampo, pero como siempre sucede, el teatro estaba con una agenda muy cargada y las escuelas -que eran realmente el mercado- tienen patios amplios y bien ventilados. Se perdían efectos, pero se ganaba ritmo, presencia y sobre todo comunicación con la muchachada. El otro logro, era llevar el piano. Pues la música de M. Ponce era en vivo.
En la imagen: Veronica, Martín (músico y con moñito) y Miguel Angel. Arriba: Lety y yo.

Otros maestros de las artes 5


Como ya referí antes, a Rodrigo Villamil lo conocí allá por 1978 0 1979. Venía de la ciudad de México donde estudió entre otros maestros con Julio Castillo. Estaba rebien locuaz. Era alegre. Desmadroso y disciplinado. Aunque pocos conocían el lado oscuro de su otra personalidad.
Trabajamos juntos un buen de años. Me obligó, prácticamente lo hizo, a escribirle obritas, proyectos y textos para publicar. De él aprendí mucho. Principalmente, a entender el por qué una persona es capaz de abandonar todo por el ideal de la obra artística. Y cuando digo abandonar, y me refiero a eso, incluso la vida.
Rodrigo un buen día se fué buscando el instante mismo de la creación que no sé si encontró luego. Tuvimos la impresión de que la sirrosis se lo tragó. Pero estoy más que cierto que fue el mucho talento que guardaba en él; talento que las circunstancias le fueron negando la oportunidad de exteriorizar; el talento lo consumió.

"¡Haz de ser de humo...!": nos decía haciendo un gesto con las manos.... Y por supuesto, nos retorcíamos de la risa.

martes, 18 de marzo de 2008

Mi primer texto para publicar aquí

LAS CANICAS

Autor: Arnulfo Martínez

Personajes:

Payaso y prestidigitador ambulante (Esteban)

Niña de unos 8 a 12 años (Lola)

Padre de Lola, unos 35 años (Francisco)

ACTO UNICO

(Descripción geográfica de un espectáculo itinerante dirigido para jóvenes de entre 10 y 15 años que se podrá montar en cualquier espacio escénico).

EN EL SITIO DE REPRESENTACION DELIMITADO CLARAMENTE, ENTRA UN INDIVIDUO DE UNOS 25 AÑOS, NO ES UN ESCUINCLE NI UN VIEJO PERO ES EVIDENTE SU CARÁCTER DE VIVIDURA; VISTE UN PANTALON BOMBACHO, GABARDINA, TIRANTES Y CAMISA DE MANGA LARGA. JALA UN DIABLITO DONDE LLEVA UN BAUL NO MUY GRANDE, UNA GRABADORA EXTREMADAMENTE VOLUMINOSA, ADEMAS DE UN PARAGUAS ATADO AL BAUL Y UNA MESA DE TIJERA. TRAE COLGADO AL CUERPO UN ACORDEON.

AL ENTRAR A ESCENA PARECE VENIR APRESURADO. TRATA DE PARAR EL DIABLITO PERO EL PESO LO ARRASTRA. INICIA UNA COREOGRAFIA DONDE TRATA DE DETENER EL DIABLITO Y ESTE PARECE QUE TIENE VIDA Y SE NEGARA. DESPUES DE UN MOMENTO LO PARA Y BUSCA BAJAR EL BAUL Y GRABADORA REALIZANDO UNA COREOGRAFIA DE EQUILIBRIO Y DESEQUILIBRIO ENTRE EL, EL DIABLITO, GRANADORA Y EL BAUL, HASTA QUE DEPOSITA EN EL PISO CADA UNA DE LAS COSAS Y SE SUBE AL BAUL PARA SALUDAR.

Esteban.- ¡Hola! Bienvenidos. Bienhallados. ¡Hola helechos! ¡Setos y jacarandas! ¡Arbustos y flores de jardín! UNA GRAN REVERENCIA. Aquí estamos listos para hacerles pasar un buen rato. Un momento agradable. Un instante de feliz encuentro con la magia. HACE APARECER UN RAMO DE FLORES DE ENTRE LAS SOLAPAS DE LA GABARDINA. Un encontronazo con lo desconocido, pues los habré de conducir a las fronteras de lo nunca antes visto. HACE APARECER OTRO RAMO DE FLORES. Saltaremos juntos las fronteras de lo irreal. CON UN MOVIMIENTO INCONCIENTE SE DISPARA DE SU BRAZO DE FORMA INESPERADA UN ROLLO DE SERPENTINAS. DESCONCERTADO ELIGE CAMINAR SOBRE UNA CUERDA FLOJA IMAGINARIA. SE TIRA UN SALTO DEL TIGRE COMO SI SE TIRARA A UNA ALBERCA A NADAR ECHADO DE PANZA SOBRE EL BAUL. De lo que no se nombra. SACA DE MANERA SUBITA PARA SECARSE UNA MASCADA QUE NO TERMINA DE SALIR DE UNA DE LAS MANGAS DE LA GABARDINA. Nos acercaremos a lo increíble. A lo extraordinario. ABRE LA SOMBRILLA, UNA LLUVIA DE CONFETI LO CUBRE. Lo nunca jamás antes nombrado. APARECE UNA PALOMA DE ENTRE LAS TELAS QUE NO TERMINAN DE SALIR. ¡Y atrás de la raya que empiezo mi espectáculo!

CON EL ACORDEON EN MANO SE SUBE SOBRE EL DIABLITO, VALANCEANDOSE EMPIEZA A TOCAR UNA POLKA.

De los profundos misterios.

De los polvosos papiros.

De los caminos viejos viene mi canción.

Canto que desde muy lejos.

Traído sin egoísmos.

De los caminos viejos viene mi canción.

Canto que rompe las sombras.

Himno que acalla los silencios.

De los caminos que vienen de lejos, canto mi canción.

Para ti, mi canción.

AL COMPAS DEL ACORDEON TERMINA EJECUTANDO UN BAILECILLO.

Que bueno que les he gustado inmutables y silentes arbustos. Flores de frágil fragancia. Ahora el acto sigue con la fábula del hombre sentado frente al espejo de la vida. REACOMODA EL BAUL Y SE SIENTA. SACA DE UNA DE LAS BOLSAS UN CONTROL DE TELEVISION. Un hombre sentado en su silla. Un hombre mirando al frente. Inmóvil. Casi detenido el aliento. Quieto, casi sin pensamientos. Un hombre sentado en su silla mirando sin pestañar los puntos saltarines del televisor. MIMA CON EL ROSTRO: INDIFERENCIAS, ABURRIMIENTO, BOSTEZO QUE SE ESFUMA EN UNA MUECA DE SORPRESA… EL ACORDEON SUENA MOVIDO POR UNA DE LAS MANOS. LO TOMA, TOCA Y CANTA SIN DEJAR DE HACER MUECAS COMO SI ESTUVIERA FRENTE A UN TELEVISOR… DE REPENTE PARA, BUSCA OTRO CANAL.

CANTA:

Un hombre casi muerto, mirando la tele.

Somnoliento decidió cambiar.

Cambiarse por otro tirado en su asiento.

Mirando el futuro, mirando el presente.

Un hombre casi muerto, sin ver que nada le alcanza.

Sin ver que nada le toca.

Sin ver la vida pasar.

VA A SEGUIR EL ESTRIBILLO PERO EN ESO ENTRA UNA NIÑA AL AREA DE REPRESENTACION.

Lola.- ¿Y por qué es tan malo ver la televisión?

Esteban.- Señorita, no ves que estoy trabajando.

Lola.- ¿Trabajando? ¿Esto es trabajo?

Esteban.- Señorita, que me estas echando a perder el acto….

Lola.- Punto número uno: no soy señorita. Me llamo Lola. Punto numero dos: ya te había visto desde la ventana de mi casa y siempre andas aquí… ¿Qué haces?

Esteban.- Y quien iba a saber que te llamas Lola. ¿A quien le importa?

Lola.- A mis padres que de esa manera me nombraron… ¿Qué tanto haces?

Esteban.- QUIEN NO HA DEJADO DE SONAR EL ACORDEON. Por favor, Lola. Si así te llamaron… Sal de mi área de trabajo: ¡Estas estorbando!

Lola.- A poco hacer gestos y decir cosas frente a los arbustos del jardín es un trabajo. ¿Quien te ve? ¿Las palomas y el jardinero? El jardinero que se aburrió y anda por allá limpiando de hojarasca la fuente…

Esteban.- Esta bien. Pero un artista se hace sobre la escena. Delante de su publico exigente…

Lola.- ¿Las palomas…?

Esteban.- Lo que sea, pero me interrumpes. Obstaculizas mi hacer. Mi derecho a expresarme…

Lola.- ¿Y qué haces? ¿A qué juegas todos los días?

Esteban.- ¿Juego?

Lola.- Toda esa faramalla…

Esteban.- ¿Faramalla? ¡Mujer, no digas burradas!

Lola.- HACE QUE LLORA. ¡Que mala persona eres...!

Esteban.- Mala qué…

Lola.- ¡Eres una persona mala…!

Esteban.- Ay, niña: Deja de jeringar… Si no hay de otra, me presento: me llamo Esteban…

SE ESCUCHAN UNOS SONIDOS DENTRO DEL BAUL. TAN FUERTES QUE LOLA DEJA POR MOMENTOS DE FINGIR.

Lola.- ¿Qué es eso?

Esteban.- ¿Qué es qué?

Lola.- ¡Ese ruido!

Esteban.- No lo sé. No hagas caso…

NUEVOS TOQUIDOS DENTRO DEL BAUL.

Lola.- Si. En esa cosa hay algo encerrado...

Esteban.- ¿Dónde?

Lola.- No quiera tomarme el pelo. Ahí mismo…

Esteban.- En el baúl… No hay nada.

Lola.- Ahí mismo… Lo voy abrir si no lo hace usted.

Esteban.- ¡No te atrevas!

Lola.- ¿Por qué?

Esteban.- ¡Porque puede ser algo aterrador!

Lola.- No es cierto.

Esteban.- Una puerta a lo desconocido.

Lola.- No es verdad.

Esteban.- Y qué es la verdad… ¿Pues no que estabas llorando?

Lola.- Si. Pero ya se me quito. Dice tantos embustes.

Esteban.- La que salió mala persona es otra…

Lola.- Yo no soy mala persona, me llamo Lola y mi nombre habla de franqueza.

Esteban.- ¿Quién lo dice?

Lola.- Mi papá. Y con eso basta.

EN UN APARENTE DESCUIDO DE ESTEBAN LOLA SE ACERCA AL BAUL, PARA CORRER LOS CERROJOS PERO ESTEBAN CON EL ACORDEON TOCA UNOS ACORDES INTIMIDATORIOS, DE SUSPENSO CINEMATOGRAFICO Y ELLA SE DETIENE.

Esteban.- Te estoy observando.

Lola.- No quería hacerlo. De veras, no tengo ganas de abrir nada.

Esteban.- Entonces, ¿por qué tan modosita?

Lola.- ¿Pero qué tiene escondido dentro de esa cajota?

Esteban.- Nada que te importe, muchacha.

Lola.- Mi padre siempre dice que no es bueno esconder cosas. Que las cosas ocultas siempre traen algo mas oculto en el fondo.

Esteban.- Pues que sabio nos resulto tu papá…

Lola.- Y eso que nunca ha querido escribir un libro. Contar historias…

Esteban.- ¿Contar historias?

Lola.- Si, mi papá es buenísimo para contar historias. Tiene una imaginación desbordada. Si no fuera porque siempre le gusta estar frente al televisor… Trabaja mucho…

Esteban.- ¡Ahí tienes...! Las historias buenas sólo las cuentan los cuentacuentos…

Lola.- ¿Cuenta cuentos?

Esteban.- Si. Los alquimistas del verbo…

Lola.- No entiendo...

Esteban.- Los hechiceros de las palabras…

Lola.- ¿Hechiceros? ¿Alquimistas? ¿Brujas? ¿Magos? No me cuente...

Esteban.- ¡Nahuales!

Lola.- Nahuales mis polainas…

Esteban.- ¡Ten cuidado con esa boca! ¡No nombres lo desconocido! En estas tierras habitan los nahuales y las sombras esquivas…. Es esta su jurisdicción.

Lola.- ¿Cuáles sombras? Si es media tarde y con el cambio de horario todavía más temprano.

Esteban.- No juegues con lo desconocido...

Lola.- ¿Cuál desconocido?

Esteban.- La imaginación, niña. La imaginación…

ESTEBAN DE UN SALTO SE SUBE SOBRE EL BAUL ABRIENDO LA SOMBRILLA.

Lola.- ¿Para qué sirve la imaginación?

Esteban.- ¿Ves aquel cuervo?

Lola.- ¿Cuál cuervo? No…

Esteban.- Sube… Ven pronto... Antes de que se pierda.

Lola.- Déme la mano.

Esteban.- Aquel que abrió las alas y se desliza sobre el aire junto a la torre de la iglesia.

Lola.- Me cuesta trabajo. Pero sí, sí lo veo….

Esteban.- Ese cuervo viene de muy lejos. De las colinas aquellas que se ven detrás de las nubes. Lejos de la torre de la iglesia… ¿Las puedes mirar desde aquí?

Lola.- ¿Y cómo sabe que es un cuervo?

Esteban.- Por las alas y la forma del vuelo. HACE EL GRAZNIDO DEL CUERVO. Y por como hace al graznar. LO REPITE. ¿Lo oyes?

Lola.- Las colinas detrás de la iglesia están retiradas, pero sí. Las veo…

Esteban.- El cuervo las mira cuando pasa sobre ellas. Como si nosotros miráramos desde aquí arriba la cúpula y la torre. A ver, abre las alas... Piensa que andamos sobre las nubes y somos el cuervo…

Lola.- ¿Cómo?

Esteban.- Como lo harías si fueras ese cuervo volando sobre el monte…

Lola.- ¡Así!

Esteban.- ¡Sí!

Lola.- ¡Así…!

Esteban.- ¡Si! ¡Mejor..!

Lola.- ¡Ah, si...!

Esteban.- ¡Exacto! ¡Volemos entre las nubes…! ¡Sientes el aire en el rostro!

Lola.- ¡Nunca había volado tan alto! ¡Aún más alto que una cometa!

Esteban.- Muchas veces no vemos las cosas pero, las cosas están ahí. El que la mayoría de las personas no vean a los nahuales no significa que estos no existan…

NUEVOS GOLPES DENTRO DEL BAUL. AMBOS SALTAN SOBRESALTADOS LO MAS LEJOS POSIBLE. SILENCIO.

Lola.- ¿Que tiene ahí?

Esteban.- Para que veas…

Lola.- Dígame ya. No me este intrigando tanto…

Esteban.- En ese baúl guardo misterios innombrables. Pero no crees en los nahuales…

Lola.- ¿Tiene un nahual?

Esteban.- Puede ser…

Lola.- ¿Un demonio?

Esteban.- Todos tenemos un demonio escondido. Pero yo no…

Lola.- Me voy de aquí…

Esteban.- No te vayas. Eres mi público y eso sería un gran fracaso.

Lola.- Pero si tiene esos engendros escondidos en ese baúl, prefiero largarme antes de que se salgan…

Esteban.- Solo se salen cuando yo lo permito.

Lola.- A poco es muy dominante.

Esteban.- Cada quien sabe lo que se trae a cuestas. Es tan sencillo como esa moneda escondida en el oído. HACE UN TRUCO Y APARECE UNA MONEDA CERCA DEL OIDO DE LOLA.

Lola.- ¡Ah, que susto! Esos trucos los hacen en la tele… Los veo todos los días.

Esteban.- Pero el que los veas no significa que los vivas. Por ejemplo, esta otra moneda atorada en la otra oreja.

Lola.- De todos modos no me impresiona.

Esteban.- ¡Y qué te impresiona!

Lola.- Veamos… A lo mejor un gigante.

EN ESE MOMENTO ENTRA AL ESPACIO DE REPRESENTACION OTRA PERSONA QUE SIN MEDIAR PALABRA AGARRA A LOLA Y TRATA DE LLEVARSELA.

Esteban.- Ora pues: ¿A dónde...? ¿Con qué permiso?

Francisco.- ¡No intervengas, mugroso!

Esteban.- Pues como no… Si se la lleva arrastrando.

Francisco.- ¿Y sabes quien es ella?

Esteban.- Quien sea: que importa. Es mi amiga y eso me basta.

Francisco.- ¿Amigos?

Lola.- Espera, deja explicarte… Estoy jugando a la imaginación…

Francisco.- Nada de explicaciones.

Esteban.- ADOPTANDO UNA POSE DE ESPADACHIN, LA SOMBRILLA POR EL MANGO. ¡Alto! Deje a la dama o se las verá conmigo. Y no sabe…

Francisco.- Dile al mugroso quién soy y a dónde vas…

Lola.- El es mi papá. Ya te había hablado de él.

Esteban.- ¿El cuenta historia rebién padrísimas?

Lola.- El mismo...

Esteban.- Ujule, y tanto orgullo para es.

Francisco.- ¿Qué dice el hijo del rataplan?

Esteban.- ¡No me busque! ¡No sea mandado!

Lola.- Yo le dije que contabas unas historias bien bonitas…

Esteban.- Y que era muy buen padre.

Lola.- Sí. Que eras el mejor padre del mundo.

Francisco.- Eso le contaste al fantoche ese…

Lola.- Si. Pero él dijo que no me creía y ya ves, le das la razón, con esa forma de comportarte.

Francisco.- Y a mí que me importa lo que piense…

Lola.- Debería importarte. Porque eres mi padre y yo soy tu hija. No ves que quedo en vergüenza delante de alguien que no me cree… Y luego porque me dicen mentirosa: ¿Te gusta eso?

Francisco.- No, pero… Pensándolo así, bueno… Pero eso que importa ahora si ya te vas conmigo. Por la buena o por las malas.

Esteban.- Por la buena. Pero por la mala, nunca. SE CUADRA PREPARANDO UNA ESTOCADA.

FRANCISCO.- ¡Ah, si! Espera. TOMA DE UN LADO UNA RAMA Y SE CUADRA COMO LISTO PARA UN DUELO. HACEN UN SALUDO BAJANDO Y SUBIENDO LOS ESTOQUES. SE CUADRAN.

Lola.- No. ¡Paren! ¡Alto! ¡No lo hagan por mí!

Francisco.- ¡Como rejijos de los tiros, no! ¡En guardia mugroso!

Esteban.- ¡Listo don engreído!

DUELEAN EN UNA COREOGRAFIA DE ESGRIMA BIEN ESTRUCTURADA.

SUBEN Y BAJAN SOBRE EL BAUL, EL DIABLITO Y DE SUBITO SUENAN UNOS TOQUIDOS FUERTÍSIMOS. AMBOS CONTENDIENTES PERPLEJOS, DESCONCERTADOS, SE ALEJAN CASI ABRAZANDOSE APUNTANDO SUS ESTOQUES EN DIRECCION AL BAUL.

Francisco.- ¡Ay amigo! ¿Qué trae ahí?

Esteban.- Un poco de encantamientos. Sólo eso… Pura imaginación.

Francisco.- Cosas de hechicerías…

Lola.- Una hada obligada…

Francisco.- Un gigante doblado por la cintura…

Lola.- Un demonio mal amarrado…

Esteban.- Sueños mal dormidos atados por los tobillos. Un poco de la profesión de las hadas.

Francisco.- MIMA PARA QUE LO ENTIENDA LOLA. Si, debe de ser... ACENTUA EN DIRECCION A ESTEBAN COMO SI LE FALTARA DE UN TORNILLO. Insolación o algo parecido. Una chafaldrana fuera de sitio, ¿no?

Lola.- Lo que sea, suena furioso adentro de esa cajota.

Esteban.- No se preocupen demasiado. No se preocupen… MINTIENDO, RECOBRANDO EL HUMOR. RGRESANDO AL ACTO. Es un gigante. Un enano y varios otros diminutos sueños y encantamientos traídos de sitios remotos. Un poco de juego y un poco de teatro. Una suerte de cortejo para iluminar las horas largas de desvelo. Les pido que se sienten en sitio cómodo para que puedan maravillarse con las maravillas que poseo y traeré frente a sus ojos…

MIENTRAS QUE ESTEBAN SE PREPARA PARA ABRIR EL BAUL Y LOLA Y SU PADRE SE ACOMODAN PARA VER EL ACTO… ESTEBAN SACA UN BALERO ENORME, TIRA UNOS CAPIRUCHOS Y LUEGO SE LO PASA A FRANCISCO; QUIEN A INTERVALOS TAMBIEN JUEGA.

Francisco.- Este ya nos vendió su numerito…

Lola.- No te apures, papá. Si no te gusta nos vamos en un descuido…

Francisco.- Pero no pienses que esto terminó, Lola. En cuanto ese chiflado nos deje me vas a entregar lo que sacaste de la casa. Será mejor que me lo devuelvas ahora…

Lola.- ¿A qué te refieres, papá?

Francisco.- A eso que traes dentro de la bolsa que llevas atada a la cintura…

Lola.- ¿Al rosario que me regaló la tía Eduviges?

Francisco.- ¡No juegues con mi paciencia!

Lola.- Pero papá…

ESTEBAN YA ESTA LISTO. TIENE UNA MANTA TAPANDO ALGO MONTADO SOBRE LA MESA DE TIJERA. Y EL BAUL A MEDIO ABRIR CUBIERTO CON OTRAS TELAS. MUSICA DE LA GRABADORA.

Esteban.- ¡Ahora si! Traído de regiones inhóspitas que están más allá del ecuador. Cercanas a la llamada Tierra del fuego. Presento estimado público al mismísimo Mister Nelson. Eminente sabio lector de los oráculos de Delfos y Minos. ¡Un fuerte aplauso para recibirlo!

ESTEBAN DESCUBRE UN MUÑECO DE VENTRILOCUO DE ABUNDANTES CEJAS, OJOS SALTONES Y ENTRADAS PROMINENTES EN LA CABEZA.

Esteban.- A ver, mí estimado Mister Nelson…

Nelson.- Llámame Astoldo, a secas.

Esteban.- ¡Ah, jijos! Llamarle Astoldo no puedo… No podría mi estimado y jamás nunca elogiado suficientemente maestro Mister Nelson.

Nelson.- ¡Déjate de remilgos! Dime Astoldo…

Esteban.- ¡No podría!

Nelson.- Llámame Astoldo, a secas.

Esteban.- ¡Nunca! En vano me lo pide.

Nelson.- No seas menso. Te vas ahogar con tanta palabra seguida. Es por tu bien… Astoldo, a secas.

Esteban.- Esta bien, maestro. Sólo porque usted me lo pide. Astoldo…

Nelson.- Dime, joven…

Esteban.- Joven Astoldo…

Nelson.- No. Tonto. Que me digas Astoldo y qué deseas…

Esteban.- ¡Ah! Ya entiendo.

Nelson.- Ya iba siendo hora.

Esteban.- LUEGO DE GARRASPEAR. Aquí mis sorprendidos amigos tienen preguntas que hacerle… Más a mí me gustaría que nos relatara de donde viene… ¿Para dónde va?

Nelson.- En las llanuras largas del altiplano andino he sido conducido por un grupo de prominentes señores de esas tierras. Me han llevado para que les indique el sitio exacto donde se halla el tesoro que buscaba Pinzón, el aventurero…

Esteban.- ¿Usted sabe dónde está el tesoro de Pinzón?

Nelson.- Pinzón, el aventurero.

Esteban.- ¡Oh!

Nelson.- ¡No me interrumpas! Ah, y entonces vide maravillas como nunca antes había mirado. Parajes exóticos. Ríos interminables. Selvas exuberantes, profundas y oscuras. Sinfonías de aves jamás escuchadas y vistas…

Lola.- ¿Y usted sabe dónde está el tesoro de ese Pinzón…?

Nelson.- Pinzón, el aventurero… ¿Quién es esta que rompe mi trance?

Lola.- Me llamo Lola, Mister Nelson…

Nelson.- Dime Astolfo.

Francisco.- Pienso que usted jamás ha estado por…

Nelson.- Y este, ¿quién es?

Francisco.- Soy el papá de Lola, Astolfo…

Nelson.- ¡Llámame Mister Nelson!

Francisco.- Pero a los otros les dijo…

Nelson.- Pero a ti no… ¿Decías?

Francisco.- Jamás he estado en esos lugares… Pero…

Nelson.- La exhuberancia de las aves. Lo agreste de los paisajes ahí donde el aire llega y se da la vuelta. Lo vigoroso y violento de aquellas aguas en esos ríos vírgenes…

Francisco.- Yo jamás he estado ahí. Probablemente jamás visitaré esos parajes lejanos. Pero pienso que puedo verlos y sentir sus fragancias. Mirar lo impenetrable de aquellas selvas insólitas. Cazar un enorme jaguar…

Nelson.- ¡Eso, eso!

Francisco.- TOMA LA RAMA COMO SI SE TRATARA DE UN FUSIL Y EMPIEZA A ACECHAR COMO UN CAZADOR. Entre las ramas el jaguar que atacó anoche la aldea se mueve lentamente, sin ruido, imperceptible. LOLA MIMA COMO SI FUERA EL JAGUAR. Hace calor y el aire está cargado de signos. El jaguar presiente que alguien le sigue de cerca. Entre tantos olores puede casi sentir el aroma de su perseguidor. Pero es una bestia que no le teme a nada. Sabe que en cualquier momento se puede perder con la mayor facilidad entre lo impenetrable de la selva.

EL JAGUAR AVANZA SIGILOSO MIENTRAS EL CAZADOR LO SIGUE, OBSERVANDO LAS HUELLAS QUE EL OTRO VA DEJANDO. ESTEBAN SACA DEL BAUL UNA GRAN RED Y UNAS TELAS QUE VISTE APRESURADO FORMANDO EL TRONCO Y FOLLAJE DE UN AÑOZO ARBOL. SIGUE EL ACECHO. DESPUES EL JAGUAR SE ESCONDE JUNTO AL BAUL, JUNTO AL ARBOL QUE CAMBIA DE POSICION Y LUGAR, EL CAZADOR DIFICILMENTE ENCUENTRA SU RASTRO, FINALMENTE, DESPUES DE VARIOS INTENTOS EL CAZADOR LE APUNTA Y PUEDE DISPARARLE UN TIRO CERTERO.

Esteban.- ¡Bravo! Con un poco de imaginación…

Lola.- Ni tiempo me dio el disparo, papá. No ves que quería agarrar un cervatillo…

Francisco.- Si, pues… No lo entiendo. A mi edad jugando como un chiquillo…

Esteban.- La imaginación no tiene edades.

Francisco.- ¿Y mister Nelson?

Esteban.- Regresó a su hogar…

Lola.- ¿Lo regresaste a la caja?

Esteban.- El quiso irse. Dijo que su misión estaba cumplida…

Lola.- ¿Cuál misión?

Esteban.- La de inducir a la imaginación. Que es el principio del juego…

Francisco.- Francamente ya me canse de todo esto… ¡Lola, vámonos!

Lola.- Todavía no, papá. Un ratito más…

Francisco.- Yo me marcho.

Esteban.- Esta bueno… Pero antes devuélveme mi balero.

Francisco.- ¿Este? ¿Yo…?

Esteban.- Ese mismo. Es más, si me ganas un juego de quinientos puntos te lo regalo. Tu primero…

JUEGAN. FRANCISCO TIRA UNA SERIE DE DIEZ Y VEINTE PUNTOS, PERO PIERDE EL TURNO. ESTEBAN TIRA UNA CASI IGUAL PERO VARIOS TIROS DE CIEN.

Esteban.- ¡Gané!

Francisco.- ¡Esa es trampa!

Esteban.- ¿Por qué? ¡Yo gané!

Lola.- No entiendo… ¿Por qué ganaste?

Esteban.- Porque hice los quinientos puntos como habíamos quedado…

Lola.- No entiendo… ¿Cuáles puntos?

Francisco.- Así. LE ARREBATA A ESTEBAN EL BALERO. JUEGA. Cinco. Capirucho de diez. Veinte, Cincuenta. Cien. ¡Hizo trampa porque tiro varios de cien! Y no habíamos quedado. ¡Exijo una revancha!

Esteban.- ¡Orale! De yo-yo…

Francisco.- ¡Ya vas!

Esteban.- La figura más complicada gana.

JUEGAN. HACEN VARIAS FIGURAS, TELARAÑAS, PENDULOS, PATINADAS.

Francisco.- ¡Ahí está! ¡Sin trampas gané!

Esteban.- Uno a uno. ¡Desempate!

Francisco.- ¡Va! Piedra, papel o tijera...

JUEGAN. FRANCISCO GANA DOS DE TRES.

Esteban.- ¡No se vale! ¡Desempate justo! Ya lo dice el dicho: ¡A ver, échate este trompo a la uña!

Francisco.- ¡Como va!

HACEN UN CÍRCULO EN EL PISO. TIRAN UNOS TROMPOS QUE ESTEBAN SACA DEL BAUL. JUEGAN. SACAN LOS TROMPOS DEL CÍRCULO.

Francisco.- ¡Andi! ¡Andi, andi! CON LA PUNTA DEL SU TROMPO GOLPEA EL TROMPO DE ESTEBAN. ¡Para que aprendas que no debes ponerte con todos a jugar! ¡Todavía algunos recordamos los juegos de infancia! ¡Y lo que bien se aprende…!

Lola.- A poco esos son juegos…

Esteban.- TRISTE OTRA VEZ JUGUETEANDO CON EL BALERO. ¡A poco no!

Francisco.- Esos eran juegos tradicionales. Los mismos juegos que jugábamos en nuestra infancia. Ahora no los conocen porque nada mas saben jugar al nintendo…

Lola.- El nintendo es padrísimo, papá…

Francisco.- ¡Si: Golpes aquí, saltos allá!

ESTEBAN PONE LA GRABADORA Y SUENA LA MUSICA INCONFUNDIBLE DE MARIO BROS. LOS TRES PERSONAJES HACEN UNA RUTINA DE SALTAR Y TIRAR GOLPES COMO EN LOS JUEGOS. TERMINAN AGOTADOS SENTADOS EN EL SUELO.

Francisco.- ¡Ves! Son simples pero esto es más divertido que estar jugando frente al monitor de la televisión. ¡Ahí ni te mueves!

Esteban.- Los juegos tradicionales de antes eran para todos los que estaban en el patio.

Lola.- Entonces, si los juegos de antes eran tan buenos, para que servían estas bolitas.

FRANSCISCO VE COMO LOLA SACA DE UNA BOLSILLA QUE LLEVABA ATADA A LA CINTURA UN PUÑADO DE CANICAS. TRATA DE GANARLAS PRIMERO PERO ESTEBAN SE ADELANTA.

Esteban.- ¡Canicas!

Francisco.- ¡Son mías!

Esteban.- ¡Pues matanga dijo la changa!

Francisco.- Nada, son mías. Esta muchacha las hurtó del lugar donde las guardaba bajo la maceta del pasillo.

Lola.- Yo no las robé. ¡Tú me las habías dado!

Francisco.- Prometí que cuando fueras grande…

Lola.- ¿Y ahora que soy?

Francisco.- Acabas de cumplir diez años…

Lola.- ¿Y qué? ¡Ya soy grande!

Francisco.- De eso no se trata. Esas canicas me traen muchos recuerdos de mi infancia…

Esteban.- Pues sea lo que sea… Ya las perdiste.

Francisco.- ¿Perder?

Esteban.- Si. Porque las vas a perder ahora mismo. Te las juego contra este puño…

SACANDO UNA BOLSITA DEL BAUL.

Esteban.- Ponches. Agüitas. Calcas. Florecitas… De lo que quieras traigo…

LE REGRESA LA BOLSILLA A FRANCISCO.

Francisco.- ¿Pero quien ha dicho que quiero jugarlas? Estas canicas son mías y me voy.

Lola.- Pero papá…

Francisco.- ¡Sin chistar! Nos vemos, me dio gusto conocerte…

Lola.- ¡Papá..!

Esteban.- ¡Déjalo que se vaya! De qué le van a servir su puño de recuerdos si los tiene guardados en una bolsilla bajo una maceta…

FRANCISCO QUE YA SE IBA SE DETIENE.

Esteban.- Es tanto como tener unos carritos en una vitrina y jamás volver a sentir la emoción de correrlos en una carretera de tiza hecha en el pavimento…

Lola.- Mi papá tiene varios carritos que guarda en una caja.

Esteban.- ¿Para qué sirven los recuerdos arrumbados?

Francisco.- Para recordarle a uno aquello que no volverá…

Esteban.- ¡Ah!, sigue aquí... ¿Pues no que te ibas?

Francisco.- No del todo…

Esteban.- ¿Entonces...? ¿Me das el desempate contra tus recuerdos?

Lola.- Sí, papá… ¡Tú puedes ganarle!

Francisco.- DUDA UN MOMENTO. ¡Va! Pero sin trampa ni traguetas…

Esteban.- ¡Orale pues! Si no te alcanza este puño ahí traigo más…

HACEN UN CÍRCULO EN EL PISO. SEÑALAN LA CHOYA AHONDANDO UN ORIFICIO EN EL SUELO. TIRAN AL AZAR UN PUÑO DE CANICAS DENTRO DEL CÍRCULO. HACEN UNA LÍNEA RECTA EN OTRO EXTREMO.

Francisco.- ¡Esta agüita me gusta para tiro!

Esteban.- ¡Escoge el que quieras, yo traigo mi consentido! ¡Primis!

Francisco.- ¡Nada de primis…! Se ve que eres bien vago…

Lola.- ¡Yo también juego!

Esteban.- ¡Aguas, nena! Porque es de al devis… Si pierdes, pierdes.

Francisco.- No, Lola. Este es un juego serio y el fulano ese no me da nada de confianza…

Lola.- Pero papá, quiero jugar. Además, me cuidas…

Francisco.- Por eso… Y me descuido yo.

Esteban.- ¿Entonces qué pajaritos? Menos pío pío y más acción…

Francisco.- En serio, entiéndeme…

Lola.- ¡Oh pues, papá…! ¡Yo quiero jugar!

Esteban.- ¡Dale oportunidad! Recuerda que dijimos que los juegos viejos eran colectivos…

Francisco.- Esta bien. Pero si pierde…

Esteban.- Por principiante: le devolvemos sus canicas.

Francisco.- ¿A poco harías eso?

Esteban.- ¡Clarín corneta! Si soy un caballero.

Francisco.- Pon atención, Lola. Debemos tirar hacia aquella línea. El más cercano tira primero…

Esteban.- Debes tirar de uñita o de huesito…

LOLA INTENTA PERO NO LE SALE. FRANCISCO TIRA Y ESTEBAN LE SIGUE. OTRA VEZ LOLA HASTA QUE TIRA CON LAS YEMAS DE LOS DEDOS.

Esteban.- ¡Ahora si! ¡Ella va primero!

Francisco.- ¡Suerte de principiante! ¡Vas enseguida! ¡Yo rintincola cola y tras!

Esteban.- ¡Suerte de principiante!

Francisco.- Debes traerla primero, para poder sacar las cuirias…

Lola.- ¿Y eso? ¿Qué es?

Esteban.- Las canicas.

Francisco.- También así las nombramos. Por ejemplo, tú escogiste un ágata como tiro…

Lola.- ¿Y él?

Esteban.- ORGULLOSO. ¡Un balín del triple cero!

Lola.- ¿Y cómo la traigo?

Francisco.- Tira cerca de la choya. LOLA TIRA. Pero no tan cerca porque si este vago llega primero, capaz y te poncha. Jugar a las canicas es un juego de inteligencia…

Esteban.- También de destreza… ¡Mira!

ESTEBAN EJECUTA UN TIRO DESDE LA LINEA Y SACA LA CANICA DE LOLA.

Lola.- ¿Me ponchó?

Francisco.- No. Porque no la trae. Ahora voy yo…

JUEGAN. LOLA NO DA UNA. FRANCISCO SACA CASI TODAS LAS CANICAS DEL CIRCULO PERO AL FINAL ESTEBAN LO PONCHA CON UN TIRO MAGISTRAL.

Esteban.- ¡Ahora si! ¡Pelaste!

Lola.- ¿Qué pasó?

Francisco.- ¡Perdí!

Lola.- ¿Así nomás…?

Francisco.- Si. Así nomás…

Esteban.- CON OTRO TIRO MATA EL TIRO DE LOLA. ¡También tú perdiste, amiguita!

Lola.- ¡Que desilusión!

Esteban.- ¡Y el ganador...! ¡Y el más aplicado en el juego de las canicas callejeras! ¡Gracias, gracias, gracias! ¡Una ovación merecida!

Francisco.- ¡Vámonos!

Lola.- ¡Si! ¡No soporto tanta soberbia!

Esteban.- ¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué pasó?! Sean buenos perdedores. Los juegos tradicionales son de inteligencia y destreza. ¡Ganó el mejor!

Lola.- ¡Ahí te ves! ¡Insoportable!

Esteban.- ¿A poco tú también te retiras? ¡¿Dejas así como así tus recuerdos?!

Francisco.- Se jugaron y se perdieron…

Esteban.- Se jugaron y se perdieron… ¡Pues sí! ¿Y entonces?

Lola.- ¿Entonces qué?

Esteban.- ¿Pues entonces...?

Francisco.- ¡Déjate de enigmas! ¡Nos vemos!

Esteban.- ¿Y tú también te vas?

Lola.- No tengo nada más que hacer aquí… ¡Te quedaste con todas las canicas!

Esteban.- Pero me extraña… No aprendieron nada todo este día. Todo este rato compartido. La imaginación y el juego no tienen precio. Son actos compartidos. No es como la realidad de todos los días que nos muerde los talones. Que mordisquea tan fuerte los intestinos de los mayores que siempre andan con una mueca severa en sus caras. Los invitamos, los convocamos a que desatornillaran sus rostros serios y se montaran una sonrisa en la cara… ¿O no?

TOMA EL ACORDEON, REINICIA LA GRABADORA Y CANTA UNA TONADILLA ALEGRE.

Con un poco de imaginación.

Con un poco de imaginación.

La vida no cambia.

Pero puede endulzarse.

Si quieres participa.

Te puedes abstener.

Puedes mirar.

Incluso, te puedes marchar.

LOLA Y FRANCISCO SE SUMAN. BAILAN JUNTOS. EN UN MOMENTO ESTEBAN LE REGRESA A FRANCISCO LA BOLSILLA DE CANICAS.

No hay perdedores.

No hay ganadores.

La vida no cambia.

Pero puede endulzarse.

Con un poco de imaginación

Con un poco de imaginación.

La vida no cambia.

Pero se puede endulzar.

BAILAN Y CANTAN.

FIN.