miércoles, 26 de marzo de 2008

Crónica verdadera de la conquista de las indias nuevas IIª

CRONICA VERDADERA DE LA CONQUISTA DE LAS INDIAS NUEVAS –¡Y DE LAS NO TANTO!- . ( IIª Parte).

Por: Emil Emilio Labrocha

Nadie esperaba que pudiera suceder. Los años de paz, la costumbre, el hábito era más fuerte que cualquier presagio. Alguien en 1909 había asegurado con pomposo retintín: "Una revolución en México es imposible". El mismísimo ministro alemán Karl Bunz, escribía las siguientes líneas en una carta fechada el 17 de septiembre del mismo año: "Considero, al igual que la prensa y la opinión pública, que una revolución está fuera de toda posibilidad". Y al año siguiente Andrew Carnegie, el magnate norteamericano del acero, después de una visita al país destacó: "En todos los rincones de la república reina una paz envidiable".

En efecto, sobre el suelo mexicano la paz se bamboleaba de un extremo a otro, como esas delicadas y bellas artistas del trapecio que danzan por los aires; de aquí para allá, de allá a acá; maravillando, sobresaltando, dejando un airecillo de extraña complacencia y regocijo silencioso entre los espectadores al termino de su acto. El país, por supuesto, había cambiado. Lo habían visitado en los decenios últimos más novedades de las que podía asimilar sin temores. Cincuenta años atrás, el proyecto liberal había soñado una república, democrática, igualitaria, racional, industriosa, abierta a la innovación y al progreso. Sin embargo, en el aquí y ahora, ésta república, -su república-, era la hija contrahecha de la oligarquía, el autoritarismo, el subyacente poder caciquil regional. Cerrada sobre sí misma, pero cada vez más sacudida por la innovación y el cambio productivo. Eficientemente cosida por las tradiciones coloniales. Era todavía, como en la hora de la Independencia, cien años atrás, una sociedad católica, ranchera e indígena, cruzada por fueros y privilegios corporativos, con una industria nacional encapsulada en las eficiencia productivas de los textiles y los reales mineros, y un comercio que empezaba a romper con la inercia regional de los mercados.

Este era el universo social que el primer Labrocha se negaba a ver a principios del siglo XX. Como ya he dicho en otros momentos, el primer ancestro Labrocha llegado a estas tierras de regiones ultramarinas, descendió de una fragata de guerra vestido con el traje de los aguerridos suavos. También ya hablé de sus hazañas gloriosas por estos anduarriales y de las razones puramente científicas y orgiásticas que lo hicieron desear pertenecer y conquistar estas indias nuevas -y las no tanto, también-, que por todos los sitios fue encontrándose. También ya conté otros acontecimientos y cómo la prole Labrocha se regó por todos los sitios, aquellos imaginados y los más increíbles también. Los Labrochas, retoños de la simiente primigenia, de la astilla primera, se dispersaron por el México desconocido poblando cañadas y serranías, barriadas y pueblos. Los largos brazos de la raíz crecieron tanto y tan enredados, como tanto era el deseo de conquista de las indias nuevas que el viejo primer Labrocha siempre tuvo. Y esos hijos y nietos, y chosnos a su vez, trasmitieron integro el deseo de conquista, apropiamiento y posesión que la descendencia original les fue dejando, manteniendo a través de la herencia de sus propias madres usos y costumbres, particularidades y características, tradiciones y costumbres, tan diversas y complejas como pueden resultar los distintos Méxicos que habitan dentro del mismo territorio mexicano.

En los treinta años últimos, aquellos que vivió México antes de la revolución de 1910, una redefinición productiva se consolidó teniendo como base de abastecimiento la frontera norte y definió su incorporación al mercado mundial. "La bonanza minera construyó ciudades -describe Ramón Eduardo Ruiz-, echó las bases para los ferrocarriles y ayudó a nacer la agricultura comercial". Entre 1877 y 1911, la población creció a una taza anual de 1.4 por ciento, siendo que desde principio del siglo XIX lo había hecho al 0.6 por ciento. La economía avanzaba al 2.7 por ciento anual, cuando en los setenta años anteriores, fracturada aquí y allá, había sido negativa o de estancamiento. Aquello era jauja, y la paz se bamboleaba de un extremo a otro al tiempo que las exportaciones aumentaban más de seis veces, entre 1893 y 1907, mientras las importaciones sólo lo hacían tres y media veces.

En las largas discusiones que de noche en noche, luego de asistir al teatro, los hijos del primer Labrocha tenían con su padre, en la amplia y rústica sala de su casa. Se analizaban, una y otra vez más, desde las distintas perspectivas de sus orígenes, costumbres particulares y condiciones de preparación académica o analfabetismo, siempre en el ánimo de la concordia y la libertad, las cifras del progreso porfiriano. Ya he mencionado que en el centro de toda polémica, aún aquellas las más reñidas y fárragosas, imperaba el criterio definitorio del padre. Esa última palabra que todos escuchaban con respeto, obediencia, incluso en cuestiones dónde los hijos no estuvieran de acuerdo. La última palabra la tuvo siempre el viejo Labrocha. De ahí que cuando uno de los vástagos, de esos incuantificables hijos que venían de lo más intrincado del Estado de Morelos o Guerrero, un maestro de primaria Labrocha, de fuertes rasgos campesinos y tez morena como el barro, girara su reflexión entorno a la más vieja de las rupturas que el régimen porfirista no había querido saldar, la polémica se levantó a niveles pocas veces antes escuchados. La argumentación del maestro Labrocha era la siguiente: "la modernización agrícola consolidó un sector extraordinariamente dinámico, pero ha colaborado a la destrucción de la economía campesina, usurpando derechos de pueblos y comunidades rurales, obligando a sus habitantes a la emigración, el hambre o el peonaje". "Ahora resulta -intervino un pomadoso catrín también de la descendencia Labrocha- que el régimen del señor don Porfirio, quien ha establecido una alianza con los hacendados y la modernización agrícola, quiso decir despojo, arrinconamiento y subsistencia precaria para un puñado de campesinos". "No sé qué trató de decir el mandatario. No importa ahora. Lo que bien sé, es que éste litigio que empezó un siglo antes, ya tiene nombre y caudillo desde la tarde del 12 de septiembre de 1909, donde lo eligieron como nuevo dirigente los habitantes del pueblo de Anenecuilco. Y eso, realmente, es lo que ahora importa".

Al celebrarse las fiestas del centenario de su independencia, el país vivía una mezcla de rupturas y novedades que habrían de precipitarlo durante los años siguientes en la vorágine de la guerra civil.

En 1895, estimulado por el impacto del ferrocarril sobre el valor de la tierra, el régimen porfirista abrió una nueva oleada de desamortización con la ley de baldíos y tierras ociosas que facilitaba el denuncio y apropiación de terrenos improductivos. El efecto, como era de esperarse, de esa nueva liberación de la tierra sobre la organización social y la economía de las comunidades campesinas se hizo sentir con peculiar virulencia.

"Vea usted, padre -inquirió el maestro Labrocha que a la sazón se llamaba Martin-. ¿No es acaso ese un despropósito mayúsculo? En los últimos cinco años del siglo XIX la tasa de mortalidad infantil creció de 304 a 335 menores por millar".

Adicionalmente, una de las preocupaciones profundas, en las largas noches de discusión en la sala de la casona del viejo Labrocha, fueron aquellas guerras de exterminio, digo, de "pacificación" de las tribus bárbaras del norte. Indios mayos y yaquis de Sonora que enfrentaron una cruenta guerra que desbarató la forma organizativa de ambas tribus, desconoció sus derechos antiguos y trasladó a dominio blanco sus tierras, las más ricas del noreste, fertilizadas por los únicos ríos con caudal permanente en las desérticas planicies. Esto, como era de esperarse, le traía recuerdos amargos al viejo Labrocha, recordaba la galanura y porte de sus vástagos, el yori y el yaqui. Aquellos dos extremos de la misma semilla que con feroz e incontenible bravura se habían combatido hasta la muerte en esas serranías norteñas. Recordaba, y a pesar de que no faltaban las hijas y los hijos que buscaban consolar sus penas, con ese recuerdo a cuestas, no dejaba de sufrir en silencio. Pues pensaba en lo mucho que se había perdido con esa hazaña digna de un cuento de honor y caballería a la altura de la bravura guerrera Labrocha. Pero un pasaje tan dramáticamente doloroso para quienes aquí vieron cómo se quebraba una rama de éste basto tronco.

El vértigo minero y la reactivación industrial hicieron nacer durante el porfiriato los primeros batallones obreros de México en el sentido moderno de la palabra. Los minerales norteños atrajeron, con sus altos salarios, emigrantes de todo el país; se erigieron en meses, junto a los tiros, decenas de ciudades provisionales, desarregladas y bulliciosas, marcadas por la promiscuidad, el trabajo duro, la discriminación y la voluntad indesafiable de los propietarios, generalmente norteamericanos e ingleses. Las compañías explotaban la mina y controlaban la vida municipal, nombraban al alcalde, pagaban la fuerza policiaca, sostenían la escuela, dominaban el comercio y no pocas veces poseían las zonas ganaderas y agrícolas circundantes. La compañía era el amo y señor de la pecera y todo lo que dentro se moviera, también era suyo.

Una mañana, mientras que desayunaba el viejo Labrocha, recibió un comunicado de la Secretaría particular del mismísimo Presidente Díaz. Le avisaba que lo quería visitar esa misma tarde. No era normal que realizara el General Presidente una visita de ese tipo, por muy su amigo que fuera. Luego entonces, pensó el otrora guerrero invatible que aquello debía tratarse de algo verdaderamente serio, que involucraba directamente sus intereses o ponía en serio predicamento su estabilidad lograda después de muchos trabajos y heroicas hazañas realizadas en el mismísimo campo de batalla. Las respuestas no tardaron mucho en llegar. Con voz recia aunque debilitada por la edad, como era natural, el dictador enfundado en un fino traje de casimir oscuro, relató cómo los obreros de un perdido mineral sonorense, casi en la frontera con Arizona, se habían lanzado a la huelga. Relató que aquellos trabajadores se habían organizado bajo el influjo del magonismo y de la ebullición radical que plagaba fábricas y minerales al otro lado de la frontera, en California y Arizona. También dijo que, sus informantes habían dado cuenta exacta de las actividades y agravios que dos Labrochas, hijos suyos creados por madres distintas en aquellas latitudes, habían realizado bajo la bandera del anarcosocialismo que basa sus argumentos en la filosofía de un nacionalismo agraviado por la supuesta permanente discriminación laboral en favor de los extranjeros. Y afirmó categórico que estaba ahí presente, para que su viejo amigo conociera de su propia voz las siguientes novedades; luego de tres días de huelga, de motines, saqueos e incendios; acudieron a Cananea rangers y voluntarios de Arizona, y 500 soldados enviados por el gobernador Izábal, quien coordinó personalmente la "pacificación". Hubo, oficialmente, diez muertos y cien presos. "Uno está preso. El otro, al parecer, cruzó la frontera. Este es el mensaje que ahora mismo enviaré por el telégrafo: "quémalos en caliente". ¿Qué dices?". "Destiérralo, si lo matas, esa historia no terminará ahí".

En los treinta años de paz porfiriana, el norte de México sufrió cambios más definitivos que en toda su historia anterior. El auge capitalista del otro lado de la frontera y sus inversiones en éste. El boom petrolero en el Golfo. El minero en Sonora, Chihuahua y Nuevo León. El industrial en Monterrey. El marítimo y comercial en Tamaulipas y Guaymas trajeron en esos años para el norte el impulso material de una doble y efectiva incorporación: por un lado, al pujante mercado norteamericano, por el otro, a la red inconclusa pero practicable de lo que podía empezar a llamarse República Mexicana. En esos años el norte fue un foco de inversión y nuevos centros productivos que diversificaron notablemente su paisaje económico y humano.

Esa realidad novedosa, configuró la aparición de un tipo nuevo de trabajador emigrante que ejercía libremente el tránsito de una zona a otra en busca de buen salario y mejores condiciones laborales. Inestable y sin arraigo local, cosechaba las ventajas de un mercado libre y semilibre de mano de obra bien pagada. Ese norte también poseía sus desventajas profundas: inseguridad en el empleo, carencia de familia, comunidad o vínculos tradicionales donde cobijarse en las épocas malas. Ese mismo norte, tatemado al sol y a la intemperie del desierto, y sus complicadas serranías, nutrió a los ejércitos norteños revolucionarios, frente a los cuales tuvo la doble disponibilidad del enlistamiento y la movilización militar fuera de su zona de reclutamiento, y que señaló una diferencia clara y fundamental con los de procedencia agraria, como el zapatista.

Una noche de aquellas tantas, mientras fumaba parsimonioso, un espigado y fornido muchachón Labrocha de nombre Benjamín, de esos enraizados en la profundidad de la matriz y la tierra norteña, dijo las siguientes palabras que sonaron a presagio: "Es indispensable una oleada de sangre nueva que reponga la sangre estancada que existe en las venas de la República, enferma de viejos chochos, en parte honrosos restos del pasado, si se quiere, pero momias que estorban materialmente la marcha de nuestro progreso".

Cierta mañana, mientras el general Díaz departía opíparo desayuno en el comedor del Castillo de Chapultepec con el viejo ancestro Labrocha y algunos otros comensales; los incondicionales "científicos", periodistas, y también viejos pomadosos dueños del capital y la tenencia de la tierra. El viejo dictador emocionado por los recuerdos de las indias nuevas -y las no tanto- que en otras épocas heroicas había conocido también, a pelo y grupa de buenos caballos. En ese instante particular, emocionalmente ubicado en la alberca de la nostalgia a donde viajó con los recuerdos para echarse un chapuzón y nadar de bucito haciendo gorgoritos... El viejo dictador declaró tras un largo suspiro, como si fuera un alarde que evidentemente sólo el ancestro Labrocha comprendió del todo: "México está listo para la democracia y acogeré como una bendición del cielo el nacimiento de un partido de oposición". Luego de un silencio largo, un reportero norteamericano que andaba metiendo la nariz por las viandas y la falda de la servidumbre presidencial, salió del recinto y buscó un teléfono por el cuál se comunicó a su redacción para complementar con esa frase la entrevista que horas antes le había realizado al chocho general Díaz.

El resultado de aquello, nomás se conoció la declaración publicada por James Creelman -que era el nombre del reportero gringo-, fue como una especie de orden divina. Un mandamiento. Un sismo al interior político de la sociedad que de inmediato tomó la plaza pública como baluarte. Las ansias postergadas, antiporfiristas, vinieron a la arena pública en forma de organizaciones políticas y partidos antireelecionistas. La murmuración se hizo folleto. La agitación tomó forma de libro. "¿Hacia dónde vamos?": publicó Querido Moheno. "Cuestiones electorales": Manuel Calero. "La reelección indefinida": Emilio Vázquez Gómez. "Lo que puede la añoranza": Ramón Labrocha Sierra. "La organización política": Francisco de P. Sentíes. "El problema de la organización política": Ricardo García Granados. "La sucesión presidencial": Francisco I. Madero.

Y por si esto fuera poco, el horizonte de la oposición fue ocupado por la figura del general Bernardo Reyes, antiguo ministro de Guerra, héroe de distintas campañas de exterminio y hombre -como se dice hoy-, del sistema. El reyismo caló en zonas sensibles de la vida política nacional: las logias masónicas, los burócratas modestos, el ejército. Hizo brotar clubes, periódicos y oradores altivos por todos los rincones del territorio mexicano que hablaban de la no reelección y el mal gobierno. Sin embargo, a mediados de 1909, el legendario generalazo cedió a la presión del viejo tiburón y apagó con su silencio las incitaciones de sus partidarios. Después, siguiendo su instinto, apoyó la candidatura de Porfirio Díaz y de Ramón Corral, como vicepresidente, a pesar de que éste último fuera su más acérrimo adversario. Como premio a su lealtad, el gobierno le otorgó un viajecillo por Europa para que realizara estudios militares.

En contraste, como era costumbre, por la sala de la casa del antiguo guerrero Labrocha desfilaban toda clase de especímenes acompañando a uno que otro de sus muchos hijos. Uno de tantos días vinieron unos licenciados, unos individuos digamos que hasta chistosos en su vestimenta, acompañando a Ramón Labrocha Sierra, ese intelectual coahuilense que escribiera el libro aquél sobre la añoranza de las vírgenes que tanto revuelo armara entre la clase científica nacional. Los licenciaditos hablaban y hablaban de lo que pronto sería, según ellos, el revuelo que causarían los clubes antirreeleccionistas por todo el país. "¿Quién encabeza esos clubes que a mí me suenan más a partido de polo y juego de poker?": -preguntó con cierta sorna el viejo ancestro. "Quien ha de ser, señor. ¡Quien ha de ser! El mismísimo Francisco Madero que ha tomado como lema de campaña: "El pueblo no quiere pan, sino libertad". "Y qué con eso": -repuso de inmediato el viejo guerrero. "Ese Francisco Indalecio es el mismo del cuál se expresa su abuelo, amigo mío por cierto, que "es un soñador que quiere tapar el sol con un dedo". Estoy enterado de que anda muy activo por todos lados junto con su esposa Sara, el estenógrafo Elías de los Ríos y Roque Estrada, colaborador y testigo. Pero también sé que esas giras no levantan gran ámpula". "Entonces padre, si no hay mucha bulla ni riesgo, por qué la hostilidad de las autoridades": -respondió de inmediato Ramón y le siguió un silencio pesado.

Ramón Labrocha Sierra salió de manera furtiva de la ciudad de México, llevando la comisión de distribuir una serie de comunicados a los distintos clubes antirreeleccionistas de los estados del país. A sus espaldas quedaban los inicios de las fiestas del Centenario, ese primer plano de los filmes de Casasola, de carrozas y desfiles, levitas aterciopeladas, miradas endurecidas y largos discursos somnolientos, potros lustrosos y en el contraste famélicos escuincles hinchados de lombrices, gorrudos ennegrecidos por el sol y catrines cayendo en los canales de Xochimilco. Años respetables de tantas barbas blancas y tantas glorias pasadas. Medallas y uniformes de gala a la prusiana moda que festeja a todo boato desde la dictadura el siglo de libertad. Su primera etapa de viaje lo llevó a Colima, Guadalajara, Guaymas y los Mochis, lugares donde se entrevistó con los simpatizantes de los clubes formados para apoyar a Madero. "La organización política de Madero -afirma Stanley Ross- creció conforme el reyismo se desintegraba. Para los independientes y para muchos reyistas, abandonados por su selecto caudillo, el movimiento maderista fue su salvación". Luego fue a su natal Coahuila y ahí lo arrestaron. Un grupo de fulanos lo substrajeron del recinto de una de las tantas cantinillas donde se organizaban los simpatizantes de los clubes maderistas. Lo llevaron a golpes y mentadas de madres hasta el cuartel militar de la plaza. Ahí lo dejaron en los separos mientras pedían instrucciones vía telégrafo a la superioridad. Un oscuro sargento entraba de vez en vez al tétrico recinto, chasqueaba un fuete en las paredes que nomás de oírlo atemorizaba a Ramón pues estaba vendado de los ojos, sonreía malévolo y le chupaba dos o tres veces a un puro apestoso que no dejaba de fumar. Las horas y los días pasaron. Lo encontraron tirado en un predio valdío, hecho un guiñapo a golpes, con profundas quemaduras de cigarro en las orejas, las axilas, los tobillos. Estaba casi irreconocible, salvo por los puños crispados y los dedos apretados que sostenían fuertemente los pedazos de carne de una mejilla ensangrentada.

Ya se ha dicho antes, en treinta años, la paz porfiriana había impuesto sólo un cambio drástico a ese inmenso perímetro de la patria centenaria: el sello de herrar que dibujaban las líneas del ferrocarril y la larga telaraña de los telégrafos. En los puntos terminales, los entronques y las comarcas intermedias que tocó el ferrocarril, creció la otra sociedad: minas, gringos, blancos, haciendas modernas; casas comerciales, fabricas, gringos, emigraciones masivas; ciudades vertiginosas, cónsules y propietarios extranjeros, grandes almacenes, usurpaciones, huelgas, monopolistas, aventureros, mujeres encorsetadas, gringos y casinos. Una clase media sin futuro cierto, una incipiente clase obrera, una población flotante atraída como por un imán hacia la frontera. Comunidades campesinas sacudidas en su ritmo secular. Hacendados modernos y patriarcas rurales metidos al cepo del progreso, replegados en las casonas de sus haciendas; familias que por décadas habían tejido con sus caprichos y sus intereses la historia regional y hoy se sabían anacrónicas y posponían su rencor.

Para manejar estos desarreglos, el estilo porfiriano no tuvo sino los diseños de otro hierro de herrar al rojo vivo que el país conoció durante esos treinta años: una red gerontocrática de jefes, gobernadores, caciques y ministros; un estilo político educado en el control de una sociedad anterior a los gringos, el progreso y el capitalismo. Las únicas cosas monolíticas y reiterativas, de principio a fin, en la sociedad porfiriana -y en la actual sociedad mexicana (repetidora de esquemas) de arranque del siglo XXI-, fueron sus modos políticos, sus afanes verticales y -desde 1900- su complaciente encanecimiento.

Madero fue una grieta. Hacia su débil promesa corrieron todos los aplazados: hacendados con tradición y sin futuro, comunidades reacias a la usurpación de sus tierras, profesionistas sin bufete, maestros incendiados por la miseria y el halo heroico de la historia patria, políticos y militares en conserva. Y por supuesto, esa pequeña pero crucial burguesía de provincia: tenderos, boticarios, rancheros ansiosos, pequeños agricultores y medieros ahogados en sus mismas deudas; todos atraídos por el doble yugo de sus pretensiones locales y la nulidad crediticia y social de sus modestas empresas. Por otra parte, la candidatura de Madero, también creo expectativas en los norteamericanos. Ellos sintieron, en los años últimos, una desconfianza generosa nacida menos de la cautela por la edad física del régimen, que por los impulsos juveniles que restituyeron a los ingleses concesiones, y que abrían la puerta diplomática a potencias como el Japón.

Nulos habían resultado los esfuerzos del viejo guerrero por saber de su hijo Ramón Labrocha Sierra. Empezó a preocuparse de manera aprensiva luego de que éste no contestara varios de sus telegramas. Conocía perfectamente el compromiso de su hijo con la causa antirreeleccionista. Por supuesto, sabía al dedillo el itinerario de viaje que haría en las siguientes semanas por el norte del país, contactando a los clubes maderistas. Pero más creció su preocupación cuando supo de la detención de Francisco Madero en Monterrey: lo acusaban de una bobera, "conato de rebelión y ultraje a las autoridades", supuestamente realizado en un discurso que pronunciara al bajar del tren de San Luís Potosí. Por su amplia experiencia de soldado, entendía cómo se las gastaba un régimen que se sabía tambaleante. Los días pasaban y su preocupación crecía. Decidido, trató de ver a su amigo el Presidente. Una y otra vez le negaron la audiencia. Como ya he escrito antes, una tarde fresca de finales de julio, mientras fumaba un delicado tabaco de Virginia y rumiaba sus preocupaciones, se quedó dormido tranquilamente para no despertar más en el prado verde de su casa. La noticia del fallecimiento fue dolorosa y se conoció como si fuera un reguero de pólvora. Asistieron a su funeral de todos los rincones del país hombres y mujeres; Labrochas de todos los tipos y de todas las clases. Inclusive, como ya he acentué antes, el mismo Presidente Díaz lamentándose por no haber tenido ocasión de hablar con él antes de éste infausto acontecimiento, en persona, estuvo en las actos funerarios. Pero la preocupación por la desaparición de Ramón, el arresto y destierro posterior de otros Labrocha simpatizantes de la causa maderista, fueron causa de desasosiego e inquietud entre la familia y el anciano dictador que se negaba a admitir su participación o la de sus gentes.

Por su parte, Madero rompió el arraigo en San Luís Potosí y escapó a la frontera. En octubre estaba en San Antonio Texas dispuesto a la insurrección, desde ahí empezó a circular el Plan de San Luís que declaraba nulas las elecciones, ilegítimo el régimen y espurio a los nuevos representantes populares derivados de las mismas; otorgaba a Madero el carácter de presidente provisional de los Estados Unidos Mexicanos y convocaba a la insurrección armada para el 20 de noviembre de 1910 a las 6 de la tarde. Lo que sucedió después fue hasta cierto punto sencillo: los preparativos del levantamiento fueron descubiertos sin mucha dificultad, sus instigadores detenidos sin que hubieran utilizado siquiera sus armas; otro aspecto fueron los refugiados políticos, como el propio Madero, quienes cruzaron la frontera y lanzaron expediciones raquíticas hacia el interior del país con apoyo de complicidades locales; por último, se producen verdaderos levantamientos, como en Gómez Palacio con José Agustín Castro, Orestes Pereyra, Martín Tríana. Hay levantamientos que son a duras penas insurrecciones locales en pueblos de Sonora, Sinaloa, Chihuahua y Durango. O levantamientos de pequeñas bandas de asaltantes que se esconden en zonas de difícil acceso. Y sólo hay una región precisa -en el occidente de Chihuahua- donde la rebelión logra mantenerse viva en pueblos y ciudades con Pascual Orozco, José de la Luz Blanco y Nicolás Labrocha Brown.

Los levantamientos no se sucedían con la prontitud que el movimiento antirreeleccionista deseaba. Sin embargo es hasta el mes de abril de 1911 cuando en realidad la revolución crece y se disemina como una mancha de aceite sobre el territorio nacional. Las tropas del occidente de Chihuahua, donde sólo resisten las minas aisladas de Chinipas, asedian la ciudad fronteriza de Ciudad Juárez. El ejército federal sólo controla algunos puntos claves del ferrocarril. El 9 de mayo los irregulares de Villa y Orozco toman por asalto Ciudad Juárez. Participó en esos contingentes un furibundo soldado de infantería, Sostenes Labrocha, quien con un solo tiro en la recámara de su Colt 44 y un empuje temerario tomó prisionero al comandante federal de la plaza. Este éxito militar propició definitivamente que el 26 de mayo Don Porfirio saliera del país, en el Ypiranga, rumbo al destierro mortal. Lo que vino después ya lo contaré luego, cuando vuelva a hurgar entre los recuerdos de la familia y su conquista de las indias nuevas -y las no tanto, ¡por supuesto!-.

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