Crónica Verdadera de
(Primera parte)
Por: Emil Emilio Labrocha
El primer Labrocha pisó estas tierras americanas allí por Veracruz. Cuando descendió de la fragata de guerra que lo trajo con las tropas de Dubois de Saligny. Veterano esforzado, de amplia carrera, a pesar de contar con diecinueve años cumplidos pero ya con experiencias en Italia, Argelia, el Congo y Palestina. Sus primeros pasos fueron más que inciertos; enfermó de malaria y fiebres terribles que por poco lo envían a
Marchó con paso vigoroso y altivo porte, subiendo la cordillera. Aquella campaña fue muy breve. Después de una escaramuza sin importancia en El Fortín y de arrollar a las tropas contrarias e indisciplinadas de los republicanos en Aculzingo, se detuvieron en Amozóc, a descansar. Luego, el 5 de mayo aquello era un panorama maravilloso. Los cañonazos estallando en los fortines de Guadalupe y Loreto. La gritería. Las trompetas de guerra y los zuavos del 1er. Batallón de Cazadores tratando de subir por las empinadas cuestas largas. También aquellos combatientes nativos: mitad hombres, mitad bestias; luchando con machetes, piedras y manos. Cosa para verse. Cosa para enorgullecer a cualquier soldado bizarro y atrevido. Lo demás fue el empuje inimaginable de los otros, la derrota inminente y la humillante persecución al mejor ejército de Europa.
El antepasado Labrocha, en su veteranía de combatiente atrevido, jamás había probado el sabor de la derrota. Y corriendo apresurado por aquellos caminos polvosos, en la desbandada de las filas desquebrajadas de los batallones y los regimientos, no pudo más que externar una súplica dolorosa por tal afrenta a la bravura de otros antepasados Labrochas. A aquellos abuelos Labrocha que pelearon al lado del Napoleón – el de a deveritas - en Marengo, en la gloriosa batalla de Austerlitz, en Wagran e incluso en la dolorosa Leipzig y posteriormente en Waterloo: ahí donde prefirieron quedar en el campo que perder sin honor delante de su emperador Bonaparte. Pero ésta derrota, en Puebla de los Ángeles, le supo a raíz amarga y le ardió en el pecho como espina de huizache filosa y punzante.
Descansados y mejorados con los pertrechos y los refuerzos traídos por el general Forey, se inició el sitio de la ciudad rebelde. 61 días de apretar y apretar el cinturón de fuego y escazes que obligó -como era natural-, a entregar la plaza. Entraron en la ciudad, en lo que quedaba de ésta, y el primer botín fueron las "indias" que, por cierto nuevas, más de una, marcaron su destino.
Por las acciones tan heroicas y de tanto valor se le comisionó en un puesto en la guarnición de la ciudad al mando del general Brincourt. Mientras se iniciaba el avance del ejército francés a la ciudad de México. Ahí estuvo el día apoteótico que el Archiduque Maximiliano y su bella esposa Carlota entraron en la plaza conquistada. Reconocidas sus hazañas y bravura, viajó como miembro de la guardia personal, con el convoy imperial a la capital del país.
Agotado con la vida regalada, de intriga y dulce de la corte, pidió su alta otra vez en los contingentes del ejército expedicionario al propio Emperador. Peleó bajo las órdenes de Achille Bazaine en el bajío contra la chinacada guerrillera. Y hubiera perdido la vida en la acción de Río Frío en el 66, al lado del general Forey y el capitán D'Huart, si el propio Forey no lo manda a México con un comunicado urgente para el emperador.
Acompañó el ancestro Labrocha en la escolta a la comitiva de la emperatriz Carlota, cuando viajó al puerto de Veracruz, en julio del 66. La vio irse para Europa en un buque, de donde ya no regresó. Y es seguro que escuchó cantar a la chinacada allá por Perote, en los ecos melódicos que hacen los vientos, como en una cinta de Jorge Negrete: "Adiós, mamá Carlota. Adiós. Adiós. Adiós".
Se negó a salir del país cuando Bazaine se retiró al litoral del Golfo de México dejando algarete a la monarquía. Fue herido gravemente en la acción de
Soldado siempre y hombre inquieto, con el correr de los años se unió al Plan de Tuxtepec al lado de su antiguo protector y en contra de Lerdo de Tejada. Tomó parte en cuanta acción de guerra hubo en aquellos días y hasta la caída del gobierno lerdista. Acompañó al general Díaz a su toma de posesión y se retiró a un ranchito en las inmediaciones de Michoacán que el gobierno le regaló por sus acciones de guerra en favor de la patria. Fue entonces que su conquista de las indias fue más decidida, empeñosa y liberal.
Ya para esos días las ramas de los Labrocha se habían incrementado y reverdecido. Con tesón y muchos afanes aquellas indias, las nuevas y las no tanto, habían dado retoños que correteaban bulliciosos y dando guerra -como era natural-, por los rincones de aquellos páramos. Un par de gemelos, de esos mostrencos engendrados en los primeros días de conquista y posesión de las nuevas tierras, crecieron a la sombra de estos confines. Y crearon un trapiche, adelantándose en el cultivo de la caña habanera, que en la época del porfiriato produjo azúcar como río dulce y no tardó en transformarse en un ingenio inmenso. Los gemelos crecieron llegando a la mayoría de edad al mismo tiempo que sus posesiones se extendían en productividad y poder. Eran hombres de honor, emprendedores e incansables para el trabajo que realizaban en faenas de sol a sol. Y como era natural sus negocios se expandieron con rapidez, incrementados notablemente con la llegada a Michoacán del ferrocarril y la modernidad industrial.
En aquellos años la paz social permitió que otros Labrocha estudiaran en los liceos y escuelas prestigiadas del país, inclusive, hubo más de alguno que viajó definitivamente a Europa de donde poco más de treinta años atrás viniera su padre, quien siempre protegió a sus vástagos sin importar la parte femenina de la simiente de donde hubieran salido. El siempre afirmó que belgas belgas serían mientras hubiera un Labrocha sobre la faz de la tierra.
Pero no todo fue miel sobre hojuelas. Otra de las ramas de los Labrocha generó tipos de mala nota, de antecedentes oscuros, belicosos algunos, y otros llenos de un germen excéntrico, con cierta disposición a la melancolía y la introversión. El abuelo Labrocha repetía a todo aquel que quisiera escucharlo que ello era producto del malevaje de estas tierras, de sus profundas quebradas, de sus inmensos confines plagados de recovecos, de sus aguas sulfurosas, de sus climas extremos y tan cercanos unos de otros, y sobre todo, de la extraña melancolía ensimismada de las indias nuevas, y de las no tanto, que él conoció muy bien. De ahí esa rama de Labrochas músicos, poetas, libreros, locos, artistas y rurales matreros, que también se le reprodujo sin quererlo.
De aquella época uno de los más memorables Labrocha fue un músico quien compuso entre otras obras musicales un vals sin fin, que tenía la virtud de poderse bailar por horas. Recuérdese la afición de aquellos tiempos de bailes fastuosos acompañados de orquestas con cuerdas y alientos. Y de aquellos simpáticos músicos enfundados en su frac de pingüinín, haciendo de su arte el deleite de las mozas y de los aguerridos cadetes vestidos a la usanza prusiana. Recuérdese que era la época de los Straus en Europa, y por supuesto, de los Labrocha en nuestro continente. Recuérdese también a Don Porfirio tirando la polilla en los salones de baile al lado de su Carmelita. De los don Susanitos -de seguro hubo muchos entre "los científicos"-, y los Labrocha dirigiendo la orquesta en aquel maravilloso vals sin fin, con gesto parecido al de Pedro Infante en su papel de Juventino Rosas. Por aquellos años también, de la misma rama oscura, cambiado el apeído por razones obvias pero no las formas y el donaire, hubo una moza Labrocha cantante de zarzuela, bella, pizpireta y perseguida por su arte y sus encantos.
A pesar de todo lo vivido por el ancestro Labrocha, sólo un quebranto interior preocupó los años finales de su vida. Amargando, de algún modo, todas las dichas que día a día él mismo no dejaba de creerse y maravillarlo.
De aquella rama oscura de Labrochas, de aquellos ensimismados personajes, de aquellos que poseían el germen heredado de la melancolía de las "indias nuevas", como el ancestro decía: surgieron dos individuos por demás asimétricos, tanto en lo ideológico como en lo belicosos para lograr sus propósitos.
Uno, nacido en las aguas heladas de un riachuelo perdido en las serranías, de una india que vio en la piel blanca y los ojos verdes del pequeño hijo, el fiel reflejo de un Dios de perlas cahita tragado por la azul inmensidad del mar, según la leyenda. Creció como un hombre recio, formado en las limitaciones y los esfuerzos de un pueblo indígena combatido ferózmente por el gobierno porfirista. El propio Cajeme lo nombró capitán guerrero en el glorioso sitio de El Añil, cerca de Vicam.
El otro, tuvo una cuna si no de seda, sí de amas decentes. De gobierno de mujeres solas entregadas a la fascinación de la tropa extranjera llegada a estas tierras y que quisieron mejorar la raza con esa sangre traída del viejo continente. Por lo mismo su carácter se volvió voluble, impertinente y caprichoso. Siempre se quiso salir con la suya aun cuando no era ni el sitio ni la razón lo que lo asistiera. Montaba en cólera a la menor provocación y sus desmanes iban más allá de cualquier conjetura posible. Cuando la rabia lo poseía, era tanto como si el cielo se desbaratara en astillas y ceniza. Entonces los caballos briosos que acostumbraba montar, las indias de las casas donde habitaba, los mozos de cuadra, sus subalternos.., en fin, todo cuanto estuviera cerca de su mano y su vista, temblaba y palidecía como hoja en el árbol en otoño.
La vida que en mucho es cruel se propuso poner a estos Labrocha uno frente a otro. En medio de un combate desleal, donde el deshonor era el pan y la sal de cada nueva acción. La guerra en la que se enfrentaron duró 24 años.
Se encontraron por primera vez en una planada, sobre un par de dunas en las playas de Gichamoco. El uno, montado en un brioso flor de durazno, y el otro, a pie vestido con una piel de venado y un arco en las manos. Se miraron por un largo rato. Reconociéndose en el aire y la figura, sin entender a ciencia cierta el por qué… Pero luego el yaqui Labrocha pintó una raya en el suelo con la punta de su arco y en una especie de sánscristo, mitad castilla mitad mayo, dijo: "De pasar esta raya te combatiré hasta la muerte". El Labrocha yori montó en cólera y sin ningún remordimiento desenvainó el sable al tiempo que cargaba a media rienda aorcajadas sobre el flor de durazno. De aquel primer incidente el soldado Labrocha sacó un par de flechas con punta de obsidiana en la pierna y el pecho, y el otro Labrocha, un tajo profundo sobre las costillas bajo la tetilla izquierda.
En los años siguientes los encuentros fueron frecuentes y sangrientos: a veces un disparo desde lo más intrincado de las arboledas; otras un combate a bayoneta calada sobre algún risco; otras más peleando mano a mano en la hondonada de alguna barranca. Incluso, el día que el viejo Labrocha viajó a esas tierras para conocer a los dos vástagos beligerantes, luego de sucesivas encomiendas con sendos mensajeros, ambos Labrochas, el yaqui y el yori, el yori y el yaqui, se entrevistaron con su padre. Terminada la entrevista que duró varios días, se encontraron en un plan de barrancas boscosas, pistola en mano y rifle Winchester, se liaron a tiros hasta quedar tumbados sobre la tierra. Y siguieron masacrándose con piedras y uñas hasta que les vino el desmayo.
Aquella zozobra la vivió el ancestro Labrocha el resto de sus años. Nada amainó aquella pena, ni siquiera cuando le contaron cómo fue el último encuentro de aquellos acérrimos rivales en la llamada mesa de Mazocoba. A las 10 de la mañana, enero de 1900, encabezando el contingente de dragones del 5º regimiento el Labrocha yori cargó con una furia desconocida la trinchera capitaneada por el Labrocha yaqui. La batalla fue palmo a palmo, sangrienta y terrible. En los últimos resplandores del día, perdida la posición y la batalla, el yaqui se arrojó al vacío de los barrancos estrellándose en el fondo al tiempo que el yori caía atravesado por un rayo invisible que lo fulminó ahí mismo, sobre el risco.
Una tarde cálida de mayo, mientras se mecía fumando una pipa con tabaco de Virginia, tal como se había hecho su costumbre los últimos años, veía a las ardillas saltar de una rama en otra entre los árboles del prado frente al portal de la casa, se fue quedando tranquilo, inmóvil, poseído por una paz extraordinaria.
Se dice que Don Porfirio, quien como ya dije lo tenía en gran estima, viajó de la ciudad de México con todo y séquito de "científicos" para acompañarlo en este último trance. Recio, a pesar de la edad, enfundado impecablemente en la levita oscura, caminó al lado del féretro acompañándolo hasta su última morada. En el panteón familiar se dispararon varias salvas, en honores militares y distinciones a un bravo guerrero, según dijo el propio general Díaz, quién decretó una semana de tregua a los disidentes por ese motivo.
Los últimos años del ancestro Labrocha habían sido un tanto cuanto tristes, jamás se recuperó del dolor y el pesar que le produjo su sangre derramada tan sin sentido, como él decía con cierta amargura, por el "yori" y el "yaqui" Labrochas. Tampoco comprendió, y mucho menos aceptó que, algunos de sus vástagos estuvieran comprometidos con la causa maderista; él siempre fue leal a sus creencias y convicciones, aparte que el agradecimiento era en gran medida una de esas creencias según decía, y por lo tanto él y los suyos debían ser amigos leales de Don Porfirio. Aquello por sí mismo constituyó un enfrentamiento con sus hijos.
De la rama oscura y de las otras, producto de la sabia paciencia sobre las indias nuevas ‑y las no tanto ‑, de esas ramas también florecieron retoños Labrocha, hijos que fueron igual de inquietos y bullidores que su ancestro. Jóvenes en esos días que se dedicaron a enriquecer más las haciendas y las posesiones de los padres, unos, y otros que se dieron a la tarea de solidarizarse con las causas del cambio, con las ideas nuevas que se oponían al viejo orden conservaturista y retrógrada de la dictadura. De ahí que el conflicto entre los Labrocha se generó, al principio en largas discusiones en el solar de la casa paterna, donde él los reunía de todas las partes del país para escuchar sus alegatos y posiciones irreconciliables. Siempre con la autoridad suficiente para que aquellos encendidos ánimos no rodaran por caminos irreversibles y beligerantes, como era la sana costumbre de la familia.
Pero terminado el plazo impuesto unilateralmente por el dictador. Una semana. Fueron arrestados varios de los Labrocha: tres deportados a Europa donde vivieron parte de la primera gesta revolucionaria; dos más exiliados a los Estados Unidos de donde regresaron para unirse al Plan de San Luís; y uno fusilado a la sorda, en la oscuridad de una madrugada de septiembre, sin juicio de por medio y con la tristeza lacerante de no haber visto "las fiestas del Centenario". Aquello fue entonces como una afrenta a la familia entera, luego luego los activistas del cambio surgieron con una voz distinta, portentosa, renovada, con sabor a pólvora y temeraria bravura. Fue entonces que el dictador dijo esperando el tren que lo llevaría al exilio para siempre: "mejor no hubiera despertado los retoños del gigante dormido".
Lo que vino después del fusilamiento fue como un torbellino, como una gran tromba de ira desencadenada, de cólera incontenible que incluso hubiera enorgullecido por su explosividad al propio ancestro. Un hijo suyo entró con los colorados de Pascual Orozco a Ciudad Juárez, en el 11. Otro Labrocha cruzó la frontera con Pancho Villa para formar
Alguien me habló del por qué escribir este relato de familia. La historia, la gigantesca historia oficial está compuesta de pequeños fragmentos de otras historias, de pequeños relatos no siempre capturados en los libros, no siempre puntualizados por los oficiosos académicos de la historia. De ahí que rescatar los antecedentes familiares de la familia Labrocha sea rescatar un poquitín de esa micro historia de los mexicanos, de la cual no debemos olvidarnos nunca, por el bien nuestro y el de nuestros críos, en estas inmensas praderas de las indias nuevas ‑ y de las otras, las no tanto – que tantas satisfacciones nos han heredado.
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