lunes, 11 de abril de 2011

Fragmento: Breve Crónica de la Verdadera y Maravillosa Conquista de las Indias Nuevas

VI. Parte

Corría aventando con sus pies descalzos la arenisca de las dunas. Le gustaba pegar carrera. Saltar de un lado al otro, echándose maromas y luego postrarse en tierra para mirar por horas las olas o las nubes que bailaban como algodones flotantes sobre el horizonte costero. A los doce años escapó de Saint Mary´s Industrial Scool for boys a dónde había ido a parar como huérfano a los tres años de su edad, cuando el hermano de su mamá lo había llevado, dejándolo delante de la reja del orfanato con una carta atada a una cintilla en la cintura. En ella otorgaba a la institución los derechos legales sobre el niño, explicando expresamente el nombre preciso que el infante debería llevar y dónde también se decía de manera breve los motivos de aquella decisión no negociable. La madre había muerto días antes en un accidente mientras trataba de cruzar una calle y un carromato jalado por un caballo sin control la había arrollado. No había manera de sostener al infante. Se volvió de golpe una carga para el tío que vivía también del trabajo de la madre. Así, de esa forma simple, Jhonny Labrocha Smith creció en aquella escuela gobernada por los tratos severos de los sacerdotes. Escuela cuya orientación principal se dirigía a los oficios y la creación de obreros especializados en distintas ramas de la industria. Aquello sin embargo, fue para Jhonny Labrocha Smith un campo propicio para desarrollar su imaginería y creatividad. Aprendía cualquier cosa u oficio con vehemente tesón y perseverancia extrema. Sin embargo jamás se sintió pleno, libre y feliz. Por eso escapó del orfanato en Baltimore. Encontrándose a sus anchas, escondite y la manera de ganarse la vida, entre las dunas de Coney Island.

A los trece años había entendido las reglas elementales de la dinámica: fuerza, resistencia, impulso, compensación y forma. Había pasado muchas horas tumbado sobre la arena mirando a los cormoranes y gaviotas que sobrevolaban las aguas y rozaban las nubes. Garabateaba y dibujaba con el mismo febril empeño de siempre, en libretas de todo tipo que almacenaba en estantes y cajones. Le fascinaba hurgar en libros, almanaques y periódicos. Tanto que se había maravillado con los artefactos voladores, nombrados globos aerostáticos o dirigibles que ya en los inicios del siglo veinte se aventuraban por los cielos. Alguna vez, mirando uno de esos almanaques, vio la imagen de una pintura antigua de 1778 firmada por Francisco de Goya. En ella un puñado de personajes de apariencia distinguida acompañan a un individuo con el mismo tipo de vestuario que vuela un cometa, atado a un cordel y una gran cola de jirones. Aquella imagen le perturbó e intrigó sobre manera. ¿Y cómo se sostenía ese trozo de tela en el aire? : Se preguntó muchas veces en largas noches de desvelo. Ya en el orfanato su imaginación se había llenado de inquietudes y sueños cuando leyó accidentalmente la novela de Julio Verne Dos años de vacaciones que el francés publicara unos años atrás. En ella, un puñado de mozalbetes como él, se las había arreglado para sobrevivir en una isla de nombre Chairman. Es más, uno de los personajes la había sobrevolado en un gigantesco cometa. ¿Eso era posible? Y la sola idea de la sensación que el aire provocaría golpeando sobre su rostro, ya le causaba un picor emocionante y alegría.

La señora Mariah Spelman, dama bajita de edad indefinible entre los cincuenta y los setenta años. De pocas palabras. Ojos luminosos y chispeantes. De corte discreto, serio y severo. Fue ella la primera persona que le abrió las puertas del trabajo en Coney Island a Jhonny Labrocha Smith, quien a pesar de la inocencia de su rostro de niño jovial y de ese aire familiar que provocaba la sensación de estarse frente a un arma mortal en reposo, no dejaba de provocar desconfianza, a simple vista. Ni los ojos azules profundos. Ni ese corpacho enorme, fuerte y garrudo de muchachote bien desarrollado, eran suficientes para terminar con las resistencias y la desconfianza. Y menos, con ese tono y color de su piel. Porque Jhonny Labrocha Smith era negro. Y si bien, el Presidente Abraham Lincoln y su tropa le había ganado a los sureños tras cruenta guerra, los viejos resabios esclavistas tenían amplia cabida y resonancia en esos día en los corazones norteamericanos. La señora Spelman sin embargo, no parecía compartir esas ideas. Solía guiarse por la intuición. Y su intuición le decía ahora que hacía lo correcto con ese muchachón. Lo primero que le indicó fue hacer los jardines que rodeaban la casona principal. Le dio de comer. Unas monedas para que se comprara algunas cosas personales y le dejó dormir dentro del granero que estaba en la parte trasera de su propia casa. En cuanto Jhonny se instaló, empezó hacerle algunas mejoras al sitio, mostrando sus destrezas pues conocía ampliamente los oficios de carpintería, herrería, electricidad, fontanería y albañilería que aprendiera en los años de su estancia en el orfanato. Mariah Spelman supervisó todo con cuidado. Minuciosamente. Satisfecha por lo laborioso, bien hecho y trabajador del nuevo inquilino después le encargó hacer arreglos y reparaciones en otros predios que ella poseía en sitios distintos de la isla. Asímismo le indicó que podía vivir en un cobertizo ubicado en un terreno a las orillas de un estero donde Jhonny pasaba la primavera y el verano, porque otoño e invierno, venía a pasarlos en el cuartito del granero de la casa principal.

Muy pronto, con permiso de la señora Spelman, en el cobertizo del estero, construyó una pequeña casita con todas las comodidades. Además de ese trabajo Jhonny L Smith, tal como empezó a firmarse desde entonces, consiguió otro empleo como repartir de correos. Trabajo que le dio oportunidad de conocer la isla detalladamente, a lo largo y ancho. Se le veía por todos lados. Corriendo como gamo. Saltando como liebre. Llevando los mensajes y paquetes que se le asignaban. También le permitió conocer y que le conocieran, todo tipo de personas y personajes, habitantes y visitantes de la isla. De esa época data el sobrenombre de Mr. L por su seriedad y formalidad a pesar de su rostro de niño.

Como ya se ha dicho para Jhonny L Smith su mayor placer era tumbarse entre las dunas y mirar por horas las nubes, las olas, las aves. Le regocijaba correr como galgo llevando los mensajes y hacer trabajos grandes y menores en cualquier parte de la isla. Ya había pasado poco más de un largo año en este paraíso. Un buen día, como consecuencia de la gran feria universal que se presentara en la ciudad de Nueva York al inicio del nuevo siglo, en un inmenso predio de la isla a finales de la calurosa primavera de 1901, un puñado de atrevidos aeronautas decidieron levantar el vuelo en grupo, montados en las canastilla de vistosos globos hinchados con el aire caliente de grandes quemadores. El acontecimiento se anunció con pompa y boato. Por supuesto Mr. L en su calidad de mensajero, fue de los primeros en enterarse. Su emoción llegó al paroxismo cuando se enteró de que habría un concurso de carreras a campo traviesa para seleccionar al ganador como acompañante de uno de los atrevidos aeronautas. La carrera se celebró y Mr. L la ganó con amplia ventaja sobre su más cercano rival. Así, el día señalado, con casi ocho o diez horas de anticipación, él ya estaba listo para afrontar la tan anhelada aventura. En guarda vela. Dormitando a rato junto a los arneses, cuerdas, canasta y lona que compondrían el globo. Ayudó en todo lo que pudo de los preparativos. Llegada la hora trepó ágilmente dentro de la canastilla. Todo observada detalladamente. Anotaba minucioso con la Waterman que el encargado de la agencia de correos le había regalado junto con una libreta que para el caso había escogido, bordada en la pasta de cuero con sus iniciales y la fecha. Se afanaba en trazar cuidadosamente la cronología de las acciones. Acompañaba junto a los dibujos, en letra clara y sin tachaduras, pequeños pensamientos que al momento venían a su mente. Comentarios que después, en la revisión, tendrían mucho sentido y aportarían unicidad.

En mitad del infernal ruido del quemador y los aplausos de los mirones, los globos empezaron a elevarse lentamente, pintando con sus colores vistosos el nítido azul del cielo de Coney Island. Primero las personas y animales. Las casas. Los árboles fueron empequeñeciéndose y alejándose. Dando paso a la inmensidad del mar azul que parecía no acabarse. Por lo contrario, era como si creciera, creciera a cada nuevo metro ganado en altura. Jhonny estaba sumergido en las anotaciones y fascinado en sus propias sensaciones. Lo miraba todo. De súbito. Sin mayor aviso. Una gaviota sobrevoló y se detuvo sin esfuerzo aparente sobre el pasamanos del barandal de la canastilla. Mr. L se quedó boquiabierto. Atrapado en la sorpresa. ¿Cómo había logrado detenerse con tal precisión sobre el barandal?: Se preguntó. De la misma manera. Sin advertencia alguna. Después de mirar dentro de la canastilla y emitir algunos graznidos chillantes el ave saltó al vacío. Y cuando Jhonny Labrocha se acercó a la orilla del barandal alcanzó a ver, desde arriba, cómo la gaviota conservaba erguido el cuerpo en el viento, siguiendo una inimaginable ruta descrita en la invisible dimensión del aire sobre las olas. Quiso anotar algo de aquellas impresiones pero un evento, aún más maravilloso y único, atrajo su atención inmediatamente. Un albatros. Ave de alas inmensas y cuerpo esbelto se conservaba estático. Balanceándose sobre el éter matinal. A unos cuántos metros de distancia del pesado artefacto humano. Con la gracia magnífica del dominio total, sin esfuerzo aparente, el albatros se sostenido impávido como asido a invisibles hilos transparentes manejados por Dios. Luego de unos segundos… Minutos o de la eternidad encadenada. Casi de manera imperceptible. El ave ahuecó las alas. Modificó la posición de las plumas y con suavidad absoluta se deslizó. Se elevó unos cuantos metros sin perder la forma ni la elegancia. No hubo aleteos ni movimientos bruscos. Simples acciones ligeros que le permitieron balancearse; ascender u descender; dirigirse hasta el instante antes de borrase como una marcha pálida en el horizonte lejano. Aquella visión para Jhonny Labrocha Smith fue una verdadera revelación.

El globo descendió con suavidad sobre la tierra de la isla. Mr. L no paraba de sonreír y de hablar con quien fuera sobre la experiencia y las sensaciones vividas. En cuanto pudo echó a correr a la casa de la señora Spelman para contarle todo con grandísimos detalles. Ella le sirvió de comer. Y mientras se tomaba un té de hiervas silvestres lo escuchó atentamente: Tal vez –le dijo después de una larga pausa- eso que viste es una señal. Una misión que el todopoderoso te tiene reservada para que desarrolles en beneficio de los demás. Por mi parte, si es así, creo que debes buscar la manera de entender qué es y para qué sirve.

Jhonny durmió unas horas. No bien despertó trabajó febrilmente mejorando las anotaciones que había hecho. Y antes de que amaneciera fue en busca del piloto con el que se había embarcado en el globo, atiborrándolo de toda clase de preguntas, aún las más descabelladas que se le ocurrieron. El hombre, con paciencia infinita y aire bonachón, respondió todas y cada una de las cuestiones. Por él y los demás pilotos supo Mr. L que era una aspiración legítima alzar el vuelo como las aves. Que había personas e inversionistas interesados en ello. También supo que unos hermanos, constructores de bicicletas, andaban buscando la manera de elevar una aeronave más pesada que el viento pero que tenían muchas complicaciones con el diseño, el motor, las alas. Que otros buscaban lo mismo en otras partes del mundo. Que ya un tal Leonardo Da Vinci, muchos años atrás, había hecho cálculos y dibujos de naves que podían alzar en vuelo a un hombre. Pero nadie sabía hasta ahora, si funcionaban o no. De sorpresa en sorpresa iba Jhonny, como un conejo lámpareado, escudriñando a tientas. La intención del hombre por volar venía desde los tiempos más antiguos. Oculto en las mazmorras de lo oscuro y el deseo de asemejarse a los dioses. Alzar el vuelo. Remontarse en el viento. Cabalgarlo y romper las barreras de la distancia... Fue ahí, en esos momentos dónde Jhonny Labrocha Smith tomó la decisión de buscar a esos hermanos y ayudarlos a alcanzar su propósito que también era el suyo.

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