A Yazmincita, quien a los quince, era una verdadera contrariedad.
Ellas eran convencionales en todo. Chismorreaban en la mañana, chismorreaban al medio día, chismorreaban al caer la noche y en las madrugadas. Gozaban de ese extraño placer que sólo las mujeres conocen, experimentan y ejercen; ese río inagotable de palabras, de risas, de gestos; de esa algebra de muecas y mohines; de esas vibraciones mega telúricas que producen al viborear describiendo, muchas veces sin palabras y con la mímica aprendida en la creación del mundo, minuciosamente cualquier persona, objeto u materia. Principalmente, si es otra mujer el objeto de su observación. Bla, bla, blá... Bla, bla blá... Bla, bla, bla, bla, blá... En crecendo, hasta el infinito y más allá.
Se veían prácticamente todo el día. Chacalaqueando, graznando, piando. Nunca sabían cuando hacer un silencio. Bueno sí, en el instante en el que barrían con una miradilla especial a alguien y luego se miraban cómplices entre ellas, con otro chisporroteo distinto segundos antes de soltar esa breve risilla o la carcajada ofensiva seguida del comentario precoz. Pero el chubasco. El ciclón de palabras seguía, curiosamente, aun cuando tuvieran sus bocas cerradas. Parloteo en silencioso. Libre transmisión del pensamiento… ¡Uy, que miedo! Mirarlas era gozar de un espectáculo. Toparlas, era ponerse en el sitio mismo del sacrificio; con las manos atadas y el rostro perplejo; cualquier mirada suya, a veces directa, otras indirecta o de soslayo, te ponía como ese corderillo a punto de entrar en el tránsito último que lo llevara al matadero. Estar de a pechito, como pichón de laboratorio próximo a ser diseccionado hasta las entrañas. Porque ese par de viejas, perdón… De chamaquillas eran cómo unos cirujanos plásticos removiéndolo todo; escudriñando, modificando, desarmando, desarticulando, destartalando… Nada de lo que cayera como objeto dentro del foco de su atención volvería a ser igual. Nada.
Por esa causa, mejor, me hice su amigo. A mí me valía verdolaga el mundo y todas sus monsergas. Y ellas no dejaban de hablar, ni reír, ni de viborear. De normal, si me ponía aquellos zapatos tenis que parecían del Payaso Semillita, el corbatín con el moño chueco o el saco y los pantalones bombachos de la época del pachuco Tin Tán, propiedad de mi tío Alfredo que murió tratando de regresar al norte; ellas se burlaban y hablaban de mi absurda vestimenta, de mi ridículo disfraz, de mi postura desgarbada. Si me comía la fruta y la empanada de atún que me traía en un toper; ellas se reían de mi manera de masticar o de cualquier banalidad. Si coqueteaba con alguna tal; ellas lo sabían todo, incluso, hasta si mi virginidad estaba en riesgo dos días antes siquiera de la intención del primer regateo. Ser amigo de ellas, era mejor. Podía ser costoso pero divertido. Siempre, durante la secundaria, tuvo su lado amable.
Nunca antes me puse a pensar en lo que nos podía unir. Simplemente gozaba de ese artificio maravilloso que ambas desarrollaban con maestría de titanes: esa palabrería inagotable; ese humor de altibajos insostenible; esos berrinches con llanto, besos y abrazos efusivos. Alguna vez mientras estudiábamos para un examen de biología, una de ellas dijo: Encontré la razón. ¿Cuál razón?: ocurrióseme abrir mi bocota. ¡Ayy Emilito sope! ¿Qué no escuchaste? No entiendes, ¿verdad?: replicó la otra y me dio un pellizco en las costillas. Ya sé porque éste Emilio es nuestro amigo y lo toleramos. Hicieron silencio. Sus miraditas fueron señas enigmáticas de iniciados. Asintieron afirmativas a un tiempo, Se rieron cómplices y quedito. Yo no entendí nada. Fue una explicación entre ellas a la velocidad del pensamiento, de sus lenguas viperinas, de sus sentidos hormonalmente exaltados. Imposible de entender para un humano común, como yo. Lo único que saque en claro fue que, y ello gracias al tema del examen de biología, todo era una cuestión de Venus y Marte. Factores X y Y, XX, de hormonas, de la numeralia, del cosmos... Finalmente, de improviso, por primera vez sin un motivo aparente. En silencio me abrazaron entre ambas. Dirán que soy… He sido un poco lento, pero… No entendí aunque sentí bien…
Con el pasar del tiempo y los nuevos intereses a estas mujercitas las dejé de ver. Señalo sin embargo que hubo más de una vez, cuando me sentía solo y ni siquiera el vidrio calmaba mi sed, extrañaba esos bisbiseos con colofón de risa serpenteante. Así es la vida y ni modo… Pero, como no hay plazo que no se cumpla ni circulo que no se cierre, un buen día que andaba con unos amigos pisteando por supuesto, nos fuimos a meter a un tugurio que llaman antro El retorno de las ánimas. Luces tenues. Penumbra excitante. Ruido fuerte, monótono. Cuerpos sudorosos y eléctricos moviéndose al compás de un ponchis ponchis monocorde. Hasta ahí la cosa marcha bien. Íbamos en plan de seguir chupando, de gastar la quincena y ver que caía como para llevar al asiento trasero del Impala gris metálico. El giro del destino llamó a la puerta como un fantasma. Era de esperarse. Cuando mi sorpresa fue que una de las tantas veces que me lance a la barra en busca de una cuba de ron, a la orilla de la pista de baile, me encontré con una de ellas. Ahí estaba como salida de ninguna parte. Bailando sola. Moviéndose ondulante de un lado a otro, con la cadencia monótona del ponchis ponchis monocorde. La reconocí de inmediato. No hubo duda. Le hablé y ella hizo un ademán al tiempo que sonreía como si fuera un saludo, una salva, un quién vive: ¡¿Qué pachó?! ¡¿Qué haciendo, mi reinita?! ¡¡¿Cuánto que no nos veíamos?!! La respuesta no fue la que esperaba. Balbuceó algo ininteligible. Le rodó una lágrima e hizo una mueca que me parecieron ganas de vomitar... En efecto, tuve que volar con ella entre los brazos para que pudiera vaciar afuera, en uno de los oscuros callejones laterales, todo lo que se apresuraba por salir. Mientras la miraba vaciarse pensé: ¿Qué habrá pasado ésta mujercita para que ahora esté violentamente echando el intestino?
Este relato podría terminar aquí. Pero no es verdad. Horas más tarde, mejor dicho, la tarde del otro día en mi departamento ella estaba sentada en el sofá envuelta en la cobija que le eché encima para protegerla del frío y de su propia cruda. Estaba ahí despeinada, sucia, con el rostro pálido en un tono de cera fresca que asustaba. No quería tomar la fruta picada que preparé. Me maldijo tres o cuatro veces antes de aceptar un poco de alimento. Luego de una larga siesta y un par de cervezas me contó al día siguiente la historia más loca que jamás había escuchado. Era, casi como el común en nuestra generación, una náufraga del océano etílico y las pastas. Terminó una carrera. Pero no la ejerció nomás por seguir chingando a sus jefes, iglesia y club de amigos. Una mañana se despertó en un paradero de autobuses. Estaba a medio vestir. Tenía la impresión de haber perdido algo. No exactamente la virginidad pero sentía la angustia cierta de estarse secando. Estaba confundida. Ninguno ahí, de esos, era persona que reconociera ni recomendables. Estaban como ella, a medio vestir, hechos un garabato entre las maletas de una bodeguita estrecha. Menos tenía idea de cuanto tiempo había transcurrido. Como pudo encontró un teléfono público. Alguien le dio una moneda. Cuando marcó a la casa de sus padres, una maquina, con voz de telefonista gangosa le repitió hasta el cansancio: El teléfono que usted marcó no está en servicio. Por favor, no es necesario que lo reporte al 050... El teléfono que usted... De súbito se supo abandonada a su suerte. Pero no inútil. Tomó ahí mismo la decisión irrenunciable de ser independiente, autosuficiente, náufraga y huérfana de por vida. Y hasta aquí, hoy en mi departamento, la marejada la había lanzado.
Pregunté por nuestra amiga en común. Era obvio que tenía que hacerlo. Dijo que no la había visto en años. Que además: ¿Para qué..? Seguramente era una mujer de hogar. Con un marido que le exigía los calcetines, la sonrisa permanente aunque se la estuviera cargando la bruja, el desayuno y sus deberes maritales a la hora que se le hinchara… Y agregó tirando las palabras al vuelo: ¡Así de perros son todos los hombres! ¡Cálmate, Paquita! -pensé de inmediato-: ¡Me estás oyendo inútil!. De seguro tiene hijos que son unos querubines. Nada más de bonitos, arregladitos y traviesos. Y agregó que nada más de pensarlo le daba escalofrío y ganas de vomitar... Dijo además que, seguramente si la viera ahora, no tendría ánimos para nada. Ni siquiera para hablarle. Porque seguro es una mujer tradicional, vencida por los caprichos de la biología, la naturaleza y las buenas costumbres. ¡Y otra vez la inche biología!: me dije. Luego, más recuperada y ya en forma, se burló maliciosa -como antes- en mi cara diciendo: ¡Ay, Emilito ni te desgastes! Lo tuyo no es pensar. No es tu campo.
Árbol que nace torcido. Se quedó en mi casa varias semanas. Pasamos una temporada divertida y de locura por tanta complicidad. Se recuperó. Y una madrugada se largó sigilosa limpiando la caja de mis ahorros. Cargando a cuestas unos pomos de tequis que guardaba para un evento especial. Y también un par de plumas fuentes obsequio de un premio literario bien ganado. Pero no me dolió su huida. Era de esperarse pues me había advertido. Únicamente le reproché en silencio, no haberse despedido, pero se hubiera perdido la intención. ¡Ah!, de la otra. La radiografía que hizo es exacta, precisa, perfecta. La encontré en un club familiar hace unas cuantas semanas. Nada más de pura suerte. Tradicional. Rolliza. Llena de hijos pero… Igual. ¡Que digo igual! Más presumida, casamentera, parlanchina y comunicativa que antes... ¡Ijos, toda una calamidad!
* Emil Emilio Labrocha (seudónimo registrado). Publicado en la columna Maledicencias, sección Cultura de La Voz de Michoacán. 1994.
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