El siglo XVII bajó su telón lentamente sobre la colonia de la Nueva España con los solemnes festejos organizados para la canonización de San Juan de Dios que se realizaron desde el 23 de octubre hasta el 15 de noviembre de 1700. En esta ocasión el entusiasmo de las autoridades religiosas, civiles y de los gremios; tanto como de españoles, criollos e indios; dio como resultado una fiesta larga y compleja que involucró a toda la ciudad de México por lo que se distribuyó en todos los espacios urbanos disponibles.
Armillita chico y Manolete
Empezaron los festejos con fuegos artificiales y loas a los virreyes; la procesión transitó por las calles principales; se levantaron gran cantidad de altares, tablados y arcos en los puntos más estratégicos –tanto políticos como religiosos.
Se construyó un arco monumental de la ciudad entretejido de loas y jeroglíficos, y el recorrido procesional remató en las exuberantes colgaduras que adornaban el interior de la iglesia catedral. Durante los días siguientes, extravagantes mascaradas anduvieron por todos los recónditos sitios de la ciudad, dando rienda suelta a la creatividad y fantasías de la población; salieron a la calle mascaradas de animales y carros con representaciones mitológicas; desfiló también la mascarada del mundo al revés, con varios jóvenes disfrazados de damas y mujeres en trajes masculinos; pasaron carros con jóvenes que declamaban loas al Santo; hubo mascaradas de niños de San Juan de Letrán y de los estudiantes de la universidad.
En la plaza de San Juan de Dios se representaron comedias por varios días, hasta que rencillas y pleitos entre los vecinos causaron el enojo de los organizadores, que suspendieron la última representación quitando el tablado.
Los festejos incluyeron múltiples corridas de toros que se habían vuelto, para aquel entonces, el espectáculo más codiciado(…) y el que reunía, en jerárquica distribución, a toda la comunidad novohispana que aprovechaba para dar en el coso el espectáculo de sí misma.[1]
Juan el Tigre Silveti
Las corridas de toros cumplían la función social que más tarde será característica del teatro dieciochesco y decimonónico; el boato y la pompa que todavía no lograba el coliseo de comedias, considerado más bien un lugar de diversión y esparcimiento de las clases populares. La realización de estas corridas de toros son motivo de especial atención entre la diversidad de actos y eventos que componen esas celebraciones cívico religiosas.
Asistieron tanto los virreyes como los religiosos, a pesar de las repetidas prohibiciones que les obligaban a no concurrir a este tipo de eventos; la Audiencia, el Cabildo eclesiástico y el de la ciudad en pleno intercambiaron golosinas y frutas.
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